No debería culparme por no haberme desligado de la dependencia de mi «padre interno».
No debería culparme por buscar su aprobación (que no estará nunca).
No debería culparme por haberme «insensibilizado» respecto de él y del mundo.
No debería culparme por haberme ausentado o no haber tenido interés, por no haberle preguntado «¿Cómo estás?».
¿Qué podía esperar? Crítica, palo y desaprobación, algunas de esas obtusas y destructivas características que se dieron en casi todos mis intentos de acercamiento.
No debería culparme por nada.
No debería esperar la aprobación de mi padre (ni de nadie). Si yo me apruebo o no, es cosa mía. Y aquí surge el dolor de tener que cortar el hilo que me ata a una dependencia mortífera, el dolor de saberme solo.
¿Para qué quiero que me aprueben? Para sentirme querido, para aprobarme yo por mi padre, por mi madre, porque los tengo internalizados. Es decir: dependo de sus pareceres por haberlos hecho míos, porque «ellos son yo», algo así. Me juzgo a través de ellos, pero soy yo (que me juzgo a través de ellos).
Entonces: tengo internalizadas a las dos figuras de mi padre y de mi madre (qué gracioso: «a las dos figuras de ellos», a ambas caras de cada uno). Sus voces, inconcientes, incorporadas en mí, me dicen «cómo ver el mundo» (según ellos). Y yo, inocentemente, aprehendí sus juicios y sus formas de ver las cosas. Es como si no fuese yo quien decide: mis pensamientos, mis deseos, mis actos; mis emociones y sentimientos, tal vez. Y, sin haber podido individualizarme, repito sus maneras, sin contar con las propias, o sin poder decidir por mi cuenta. (Pero sí lo hago, y aquí debo asumirlo).
No debo culparme por no saber, ni debo culparme por no poder; y con el deseo no basta.
La decisión personal quedó anulada, ni siquiera pudo nacer.
Sin poner en bajo la mira ésto, jamás podría poner en cuestión mi forma de ver el mundo.
OPINIONES Y COMENTARIOS