Capítulo 2. (La Sagrada Infancia)
La sombra erecta del campanario se proyectaba pesada sobre el asfalto del aparcamiento frente a Don José, firme en su posición, disfrutando en aparente calma del regocijo de la mañana cara al sol, a la espera de los clientes que están aparcando su Mercedes Benz bajo un enorme árbol donde dos cuidadoras chupan medio escondidas de un cigarro entre comentarios y risas.
– Guten morgen -saludó con una amplia sonrisa, estirando su mano para saludar al varón-, folge mir bitte.
A la pareja de viejos alemanes pareció sorprenderles la juventud de aquella persona que les penetraba la mirada con unos ojos escrutadores tras la montura de sus gafas cuadradas, envuelto en un traje gris ceñido abotonado hasta la boca del estómago, perfectamente peinado hacia atrás con gomina y perfumado con una colonia que resaltaba su aspecto viril y portentoso, hablando perfectamente su idioma.
– Guten morgen -respondió a su vez el hombre entornando en sus labios una cordial sonrisa-, hinter dir.
Dió media vuelta y arrancó una marcha pausada pero segura, atravesando el arco de entrada al patio, poblado de frondosos árboles y arbustos que refrescaban el ambiente cargado de un sol de justicia, custodiado por un guardia jurado que lo saludó con la venia en rígida posición cuando estuvo a su altura, haciendo honor a viejas costumbres arraigadas en lo más profundo, y que Don José respondió con un casi imperceptible movimiento de cabeza. La entrada al edificio principal consistía en un enorme portón de madera de Laurisilva tachonada del siglo XVII, construída por colonos artesanos para la mansión del terrateniente de turno y cedida a la iglesia bajo testamento junto con otros bienes materiales y económicos tras el fin de sus casi trescientos años de linaje.
Al atravesar la puerta, los viejos alemanes quedaron impresionados con el lujo no disimulado del ambiente y la decoración del recibidor: el alto techo adornado con trabajadas molduras color del oro, un mostrador de madera frente a la puerta con relieves de figuras geométricas simétricamente perfectas y una gran losa de mármol blanco sobre ella, otra mesa de cristal más pequeña a la derecha sobre la que reposa una macetita con una pequeña planta de interior perfectamente cuidada, rodeada de un sillonón de cuero natural y dos sillones individuales del mismo material, cuadros de vírgenes y santos en las paredes beige enmarcados en plata y bronce.
La hermana recepcionista se levantó dejando rápidamente su crucigrama bajo el impoluto mostrador de marmol al ver entrar a Don José con sus acompañantes y esbozó una sonrisa lo más natural que pudo.
– Llame a Doña Joana y dígale que vaya trayendo a los chiquillos -ordenó sin mirarla.
La hermana recepcionista descolgó inmediatamente el teléfono y marcó el prefijo del barracón. Al otro lado de la linea respondió Sor Inada.
– ¿Si?
– Ya están aquí -pronunció con natural calma.
La hermana recepcionista era, probablemente, la mujer más inocente de toda la casa cuna, precisamente por ser esa la única labor que se le había encomendado en su trabajo, casi ajena a todo lo que ocurría más allá del recibidor.
Sor Inada se levantó de su mesa de conserje junto a la única entrada y salida del barracón y se dirigió a la planta superior subiendo las escaleras del fondo del pasillo, custodiada por dos logradas tétricas esculturas de Jesucristo que piden inútilmente compasión a través de sus ojos desfigurados por el dolor, fríos como el yeso.
Sor Joana se encontraba en la sala de estar situada a mano izquierda, al final de la escalera, terminando de acicalar a los niños y niñas. Lo hacía sin ningún entusiasmo, con movimientos bruscos cargados de rencor y odio que los niños alimentaban con sus caras de gatos perdidos e indefensos, caras que daban ganas de cruzar, de pegarles un cachete para que espabilaran de su atontada y putrefacta niñez. Una de ellas se ganaba las papeletas a pulso con su cara de bobalicona, los mocos corriéndole nariz abajo y una pequeña brecha en la frente que se había hecho unos días atrás, golpeándose la cabeza con la mirada perdida como una posesa contra a pared de la sala.
– A ver quien te manda a darte golpes contra la pared -se quejaba sor Joana-, mira como tienes la cara. ¿Qué vamos a hacer ahora para disimular eso ¿eh?
En esos instantes de reproche que la niña escuchaba con la mirada perdida en la geometría del piso, apareció sor Inada para dar parte de la llamada. Sor Joana se levantó a toda prisa y trajo de la enfermería una tirita color carne que puso con rabia sobre la herida todavía reciente de la niña.
– Estamos haciendo esperar a estos amables señores por tu culpa, ¿me escuchas? -viendo que la niña no respondía repitió- ¿Me escuchas Amanda?
– Sí.
– Sí ¿que?
– Sí, señorita Joana.
Don José había tenido que recurrir a la demagogia y altiva charlatanería para mantenerlos entretenidos hasta que llegaran los críos, hablándoles de lo magnífica que era la institución que llevaba cuidando de los niños huérfanos por más de setenta años en aquel emblemático edificio de la capital, de su compromiso con la labor social y el reconocido cuidado de sus clientes.
El sonido seco de los nudillos al golpear la puerta del despacho rompió a tiempo el hielo en que se había convertido el silencio tras el monólogo de don José, justo antes de dar tiempo a la pareja de hacer preguntas que no tenía ganas de responder. Mandó pasar a sor Joana. La puerta de pino barnizado se abrió con un pequeño quejido de sus antiguas bisagras de hierro y entró la madre al frene de su rebaño ordenando con la mano formar una hilera de penosas caras repeinadas de alegría con laca y gomina, oliendo a nubes de lluvia en un día soleado.
La pareja, sentada en sendos sillones de cuero verde oliva, giró sus cabezas al unísono respondiendo por reflejo al estímulo de la llamada, alegrando sus caras largas de aburrida formalidad por la llegada de los niños. El hombre se levantó primero, con el semblante ya transformado en una expresión de serio escrutinio que intentaba disimular con una extraña sonrisa.
– ¿Pero qué tenemos aquí? -dijo acariciándose el bigote en un español forzado-, geh schönere kinder!
– Sí, no le extrañe señor, aquí procuramos darles los mejores cuidados a los chicos -respondió don José en perfecto alemán desde su silla tras el escritorio.
El señor alemán avanzó lentamente con las manos cruzadas en su espalda dirigiéndose hacia uno de los chicos que estaba a su extremo derecho en la fila, atraído por una enigmática mirada color turquesa profundo, frunciendo el ceño, sorprendido por la dureza, la falsa seguridad, la triste impotencia. Atrapó su cara agarrándolo con la mano derecha por la mandíbula inferior y la hizo alzarse para examinar ese recuerdo a muerte, la desesperación hecha mirada encontrándose con la suya, el cosquilleo en la boca del estómago, las columnas de humo blanco formando nubes en la pureza de la noche estrellada. Le apretujó los pómulos haciéndole abrir la boca y pudo observar una dentadura defectuosa, montados los dientes unos sobre otros, apuntando a la temprana aparición del sarro y las caries y el consiguiente desembolso para arreglar ese desastre natural. Era flaco a pesar de su temprana edad y tampoco podía descartar que ese cuerpecillo fuera a desarrollarse correctamente como el de un verdadero hombre. En su fuero interno brotó la súbita necesidad de escupir unas arcadas que tras un revolcón por el estómago finalmente quedaron en la cara del niño solo en su imaginario y dijo entre dientes << mmm, este no>> mientras le soltaba todavía con su escrutinadora mirada sobre sus pequeños ojos de animal indefenso.
Después de examinar a los tres niños y las cuatro niñas restantes y consensuar una elección final con su mujer que no tardó más de un minuto, la pareja se decidió por Luci y por Marcos, dos de los afortunados niños de ese año que dejaron en la memoria de muchos compañeros sueños compartidos de felicidad momentánea, del auténtico carpe diem, y lloraron algunos, se maldijeron otros, pero otros muchos se autoflagelaban con el torturador pensamiento de la inferioridad en silencio agazapados bajo las mantas de sus catres o envueltos en mundos imaginarios donde no existía el dolor del alma sino solo el alma, sin odios vestidos de mano de ángel, protectora y cuidadora de la vergüenza de actos fatales, eso era “La Sagrada Infancia”, la pesadilla de los desgraciados de Dios.
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