Eran las 4:00 de la mañana. En 4 horas tenía que ir a trabajar y Diana todavía no había podido conciliar el sueño.
¿Y sí me clava el visto? ¿Sí me rechaza? ¡Dios, para qué me arriesgué!
Para este tipo de situaciones, la joven contadora tenía una última e infalible baza, se llamaba Aceprax, y estaba siendo cada vez más habitual. Levantó su lengua y, como si de LSD se tratara, se lo introdujo. El efecto fue casi inmediato, en no más de 5 minutos, la chica fue absorbida por el mullido sommier.
Cuando llegó al trabajo, todas las sillas se voltearon, y sus jinetes la miraron fijo, con lástima. Siguió caminando, con un sudor frio corriéndole por su sien. Por fin, llegó a su oficina, el lugar menos inseguro de todo el edificio. Cuando las sillas se voltearon, no se encontró con jueces, sino con payasos. Estos, con sus caras burlonas, no paraban de reírse de ella. De entre los bufones, salió Elías, negando con la cabeza reprobatoriamente.
Que tarada fui, no tendría que haberle mandado ese mensaje, me merezco todo lo que me está pasando.
–Diana, a mi oficina, ¡YA! –ladró el altavoz.
Dentro de esta, estaban todos los socios fundadores, mirándola, pero ni con lástima ni con burla, sino con severidad y enojo, lapidarios.
–Señorita Diana, sí es que aún se le puede llamar señorita. Ese mensaje que le mandó al Contador Elías, nuestro mejor trabajador, es totalmente inaceptable y fuera de lugar. Vamos a tener que desvincularla de nuestra firma –dijo el fundador, impasible.
–Y no solo eso– agregó la co-fundadora– sino que vamos a encargarnos de que nunca más ejerza la contaduría en su vida. ¡FUERA DE ACÁ!
Estuvo alrededor de un mes buscando trabajo, de lo que sea, pero nadie quería si quiera darle una entrevista. ¿Quién iba a querer a una chica tan desubicada en sus filas?
A consecuencia de esto, su casera la echó a la calle, y no solo porque no tuviese dinero:
–Sí fuese solo dinero el problema, te podría dar una prórroga, pero sos una vergüenza, una mujerzuela, y no puedo soportar que alguien como vos esté viviendo en mi propiedad. ¡FUERA!
Caminó por la calle, con el peso de las miradas a su alrededor, queriendo derribarla, destruirla. Por fin, llegó, tocó timbre, y le abrieron dos personas de unos 60 años:
– ¿Qué hacés acá? –dijo su madre, temblando de rabia.
–Me echaron de mi trabajo, no me contrata nadie, me echaron de mi casa, y pensé que…
–Já ¿Qué pensaste? ¿Qué te ibas a poder quedar acá? ¡Ni hablar! –dijo su padre, con desprecio.
–Andáte de acá, sos la vergüenza de la familia, no podemos ni mirarte a los ojos. ¡Fuera de mi vista! –aulló su madre, llorando con rabia.
Salió corriendo de donde se crió toda su vida, donde había sido su hogar. Se detuvo en un muro para llorar y ni eso le dejaron hacer, le llovió un baldazo de agua fría en su cabeza. Miró para arriba. Había un viejo enojado:
– ¿Por qué no te morís? ¡Perra!
No se lo tenía que decir dos veces, ya no había lugar para ella, no en este mundo. Sacó una pastilla, se la puso debajo de la lengua y se desvaneció.
Uffffffff se despertó de golpe por el ruido de un mensaje.
“Hola Diana, ¿bien, y vos?” le contestó Elías.
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