Nada discurre por eso que llamamos pura inercia durante mucho tiempo… Y hasta la inercia tiene sus causas: el rítmico goteo de la desidia no se da porque sí. No hay avance sin fuerza. Todas las cosas requieren al menos un empujoncito de vez en cuando para avanzar: igual una pelota sobre el césped, que la masa en el horno, el cactus del desierto, el pálpito amoroso o el movimiento de los planetas. Y al escribir ocurre ni más ni menos: si nuestra historia debe avanzar hacia adelante, si queremos que crezca y se ramifique, tendremos que ocuparnos de empujarla —lápiz o tecla en mano—, de reavivar sin descanso su movimiento. Es ésta una labor a la que habremos de atender muy especialmente una vez que hayamos llevado a cabo la escritura primera. Es el momento de la revisión, momento que debemos autoimponernos siempre no sólo como obligatorio, sino, sobre todo, como crucial, porque en él dispondremos el montaje definitivo de las distintas piezas que conforman la narración. Ya sabemos que toda historia deberá ser clara, que habrá de estar bien centrada sobre su eje principal y tendrá que contar con una estructura sólida para poder sostenerse con firmeza, por sí sola, una vez la demos por terminada y la soltemos de la mano. Una vez separada del autor —esto es importantísimo—, la criatura tendrá que defenderse por sí sola. Así que es fundamental que no precipitemos su acabado definitivo —que no la echemos de casa antes de tiempo—, y también que seamos capaces de asumir que algún día tendrá vida propia, que será independiente de nosotros. Exactamente lo que estáis pensando: como los hijos. Es el momento de la revisión, entonces: el tiempo del análisis que nos conducirá a la reescritura y que exige tanto el repaso del conjunto como el cuidado de cada detalle. Y la revisión deberá comenzar por identificar la estructura de la obra.
Inflexión y respuesta
Todo conflicto, se complique por donde se complique, tendrá un planteamiento, un desarrollo y un desenlace. Y entre esas tres partes esenciales de que se compone cualquier relato, como puente entre cada una y la siguiente, suele llevarse a cabo un suceso que llamamos punto de giro. Habrá, por tanto, dos puntos de giro en el total de la historia: el primero, entre el planteamiento y el desarrollo; el segundo, entre el desarrollo y el desenlace. Los puntos de giro vendrán a ser los momentos de transición de un bloque a otro.
Los puntos de giro son quiebros que hacen girar los acontecimientos, momentos de inflexión que abren situaciones imprevistas, que desencadenan nuevas intrigas. Su meritoria misión es la de dar impulso a la historia, la de salvarla del peligro que supondría el estancamiento: que el agua se haga río y vaya al mar. Linda Seger estudia tanto este concepto como los otros a los que nos referiremos en este capítulo en el ámbito del guión cinematográfico, y lo hace de manera exhaustiva, clara y amena, en Cómo convertir un buen guión un guión excelente. Según su análisis, cada uno de los puntos de giro cumple las siguientes funciones: —hace girar la acción en un sentido nuevo; —reaviva el asunto central y nos provoca dudas acerca de su resolución; —obliga al personaje a la toma de alguna decisión, de manera que cambie el curso de los acontecimientos; —nos sitúa en un escenario nuevo y centra la atención en un aspecto distinto de la historia; —eleva la tensión sobre lo que está en juego; —introduce la historia en el siguiente acto (si convenimos en llamar «acto» a cada una de las tres parcelas en que dividimos la narración).
Si seguimos el orden lógico de los acontecimientos encontraremos, en primer lugar, el planteamiento, y poco después, estaremos ante el primer punto de giro. Con él daremos paso al desarrollo de la trama, la parcela más amplia de la historia. Más adelante, habrá un segundo punto de giro, y éste abrirá las puertas del desenlace. No obstante, ya sabemos que no siempre el orden lógico se corresponde con el orden artístico, el de la escritura. Y es primordial que tengamos esto en cuenta, que cuidemos de reorganizar la información mentalmente a la hora de revisar la estructura: porque los puntos de giro mantendrán sus posiciones como elementos que anudan esos tres grandes bloques, tanto si se exponen en orden como si nuestra escritura ha preferido desordenarlos.
La pasión de la historia
Nos vamos a adentrar en la observación del funcionamiento de los puntos de giro a través del análisis de uno de los más conocidos —y con justicia reconocidos— relatos de Chéjov: «La señora del perrito». Un texto cuya división estructural no presenta, en principio, grandes problemas, ya que respeta el orden lineal de los acontecimientos. Os lo mandamos con este envío. Sería bueno que lo leyérais antes de seguir adelante…
Planteamiento
El planteamiento del relato ocupa cuatro páginas de texto —según nuestra edición—, y cumple el objetivo de dar al lector la información básica que necesita para que la historia comience: encamina el desarrollo, enfoca —como un faro— sobre el camino que enseguida vendrá. Como ya sabemos, es importantísimo que ya el comienzo de la historia consiga atrapar la atención del lector. Por eso es muy aconsejable comenzar con una imagen, como Chéjov hace en este relato: una primera imagen significativa, la de Ana Sergeyevna ante la mirada de Dmitri Dmitrich Gurov, en un espacio definido. Esta imagen primera engancha el interés y perfila la historia, al mismo tiempo, y esto sucede ya en el primer párrafo…
Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco.
Con esa imagen, los lectores vemos ya a los dos personajes principales, y también una parte representativa del espacio en que se moverán; percibimos el ambiente apacible en el que se desarrollará la historia, así como el tono pausado de la narración. Al mismo tiempo, se nos anuncia el tema que ocupará el centro de atención: la relación entre el hombre y la mujer. Gracias a esa primera imagen, los lectores entramos de inmediato al centro mismo del conflicto que desarrollará la narración. Más adelante confirmaremos que esa primera percepción no contenía ningún elemento que condujera a equívoco: que realmente era un anticipo de la historia. Y el pensamiento de Gurov que sucede a esta primera visión de Ana —éste primero, y también los sucesivos— inclina la balanza hacia una de las posibles orientaciones que podrán tomar los acontecimientos…
—Si está aquí sin el marido y no tiene amistades —pensaba Gurov—,valdría la pena trabar conocimiento con ella.
Justo después del planteamiento, enseguida comienza lo que es propiamente la historia. El narrador nos informa de lo que los lectores necesitamos saber para terminar de situarnos: de lo muchísimo que a Gurov le gustan las mujeres, y de lo poco que le gusta la que está casada con él; de que Gurov es un seductor nato que suele aprovechar las oportunidades… Y también el narrador nos avisa ya de que los amoríos que pretenden ser efímeros y ligeros tienden a complicarse. Y también el aspecto de Ana y la compañía del perrito blanco apuntan ya a algunas de sus peculiaridades y nos hacen formarnos una primera imagen, todavía borrosa, un tanto enigmática, como le sucederá al mismo Gurov. Y llegamos al primer suceso con el que arranca la acción: una primera acción específica que viene a ser el primer empujón, diríamos, el detonante de la historia. Es el primer encuentro entre Ana y Gurov. Mientras Gurov se encuentra comiendo en el jardín municipal, ella llega —acompañada de su perrito, claro— y se sienta a la mesa de al lado. Ella ni siquiera le ha visto a él todavía, pero Gurov aprovecha la presencia del animal para llamar su atención e intercambiar las primeras palabras. Después de este primer contacto, trivial, una conversación más larga y un paseo. Y así comienza a tomar color el asunto: el aburrido paisaje de Yalta, las vacaciones insulsas de dos personajes, comienzan a animarse… El narrador no escatima detalles. Entre el planteamiento y el primer punto de giro, encontramos aún diversas informaciones que nos orientan, que nos permiten saber más acerca de los personajes… Que Gurov es moscovita, que estudió letras pero trabaja en un banco, que tiene dos casas en Moscú… Que ella es muy joven —poco menos que la hija de él, estudiante de secundaria hasta poco antes—, que se ha criado en San Petersburgo y se ha casado en S… —incógnita que, curiosamente, se mantiene a lo largo de todo el relato— y que allí vive desde dos años atrás… Y, sobre todo, algo muy importante: que no está segura de dónde trabaja su marido —si en el gobierno provincial o en la administración rural—, cosa que a ella misma le parece ridícula. Y otro dato importante: que el marido quizás se reúna con ella allí. Otras informaciones básicas nos llegan a través del pensamiento de Gurov: piensa en el cuello fino y delicado de ella, en sus bellos ojos grises, en su timidez, en la inexperiencia de su risa y su modo de hablar; y hay algo en ella que le inspira lástima.
El asunto central del relato sigue tomando forma, poco a poco, según vamos constatando que Ana y Gurov se siguen viendo, que pasean juntos continuamente, etc. Pero no queda encarrillado del todo hasta el momento en que, cuando ya parecía que la cosa podía quedarse en una buena amistad, nos encontramos ante el primer punto de giro, esa primera vuelta de tuerca de la situación. Se trata de la escena del embarcadero y, muy en particular, del beso. La duda se disuelve: hay aventura, sí; por lo menos, comienzo de aventura. El beso supone el primer quiebro de la historia. Los acontecimientos modifican su dirección, aunque no de una manera imprevisible, desde luego. Era previsible, decimos, aunque también podría no haber sucedido; y sin ese primer paso, desde luego, no habría sucedido. El punto de giro es lo que se llama un punto de acción, y su objetivo no es sorprendernos, sino —insistimos— empujar la historia hacia alguna parte. En ocho días no parecía haber ocurrido nada. El discurrir de las cosas amenazaba con caer en la monotonía… Y llega el beso y se ponen las cartas sobre la mesa. El suceso exige un compromiso de los personajes, les obliga a moverse en alguna dirección —que todavía desconocemos—, eleva el riesgo de una situación que parecía estancada y reconcentra la atención en un aspecto particular de la misma. Éste es el primer empujón importante que sufre la historia: el suceso que encamina los acontecimientos de una manera determinada, que hace que la acción continúe moviéndose hacia adelante porque obliga a los personajes a tomar decisiones. El beso hace que la historia vire en cierto sentido. En consecuencia, reaviva nuestro interés por el asunto central y nos hace dudar acerca de esa respuesta inmediata que exige. En este mismo punto se produce la transición entre el planteamiento de la historia y el comienzo de su desarrollo. Y, como decimos, se abre de golpe un interrogante: cuál será la reacción inmediata de Ana. Pero el punto de giro no acaba aquí: la transición a menudo se produce en dos tiempos. Acabamos de hablar del primer momento; pero queda todavía un segundo momento, que reforzará al primero, que confirmará su efectividad como viraje real de la historia, con consecuencias, y que descartará la posibilidad de que se trate de un simple malentendido, de un conato de cambio que podría quedarse en sí mismo. En este punto es cuando verdaderamente nos introducimos en el desarrollo de la historia. Son las palabras de Gurov, las palabras que siguen al beso…
—Vamos a tu cuarto —dijo en voz baja.
Exactamente éste es el punto en que comienza el desarrollo de la historia.
Desarrollo
A partir del primer punto de giro, se abren nuevos interrogantes. Algunos de ellos obtendrán una respuesta inmediata, y otros quedarán en suspenso hasta más adelante, y ayudarán a mantener en vilo al lector mientras la historia se desarrolla pausadamente. Son numerosos los elementos que constituyen continuos refuerzos, que alientan de manera continuada la narración y hacen que continúe completamente viva hasta su desembocadura. Ana ya no es «la señora del perrito», ya no podrá volver a serlo nunca, para Gurov. Y el relato continúa, en progresión, a lo largo de bastantes páginas. La relación amorosa sufre varios vaivenes importantes. Pero sólo uno de ellos dará lugar al desenlace, como es lógico, y ahí se encuentra el segundo punto de giro. Ocurre en la página diecinueve del relato. En uno de los encuentros furtivos de la pareja en una habitación de hotel, en Moscú. Ana espera a Gurov en la habitación, pálida y triste. No hay reproche en su actitud, sino una certeza profunda: lo desgraciadas que se han vuelto sus vidas al vivir ese amor clandestinamente. Ana empieza a llorar, y Gurov procura mantener la calma, pero también él, en su aparente frialdad, tiene la clara conciencia de que su relación con Ana anda ya bien lejos de ser una aventura. Las citas a escondidas se han convertido en habituales, y mientras los sentimientos se han intensificado. Ya no les llegan esas citas, entonces: como si el traje se les hubiera encogido mientras el cuerpo se ha seguido agrandando. Y en ese punto se hace imprescindible un empujón: algo que impulse los acontecimientos en algún sentido. Por eso, mientras Ana llora, y a causa de ese llanto, llega, sutilísimamente, el segundo punto de giro: la circunstancia que obligará a los personajes a una nueva toma de decisión, ese instante que salvará la historia de esa caída sin fondo que es la rutina. Ana lo acaba de comprender; no hay retroceso posible ante la toma de conciencia de lo que les ocurre, y su llanto da lugar al movimiento de Gurov que, aunque casi imperceptible, marca la decisión final de afrontar ese amor…
Se acercó a ella, le puso las manos en los hombros para acariciarla, para ponerla de buen humor, y en ese momento se vio a sí mismo en el espejo. La cabeza le empezaba a encanecer. Le pareció extraño haber envejecido tanto y haberse vuelto tan feo en esos últimos años. Los hombros en que posaba sus manos estaban tibios y temblorosos. Sentía compasión por esta vida, todavía tan cálida y bella, aunque probablemente a punto de empezar a deslucirse, como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto? A las mujeres siempre les había parecido distinto del que era en realidad; no le habían amado a él, sino a un hombre que creaban en su propia fantasía y a quien ávidamente buscaban en la vida; y cuando luego descubrían su equivocación, seguían, no obstante, amándole. Ninguna había sido feliz con él.(…) Y sólo ahora, cuando empezaba a encanecer, amaba de veras, con sentimiento genuino, por primera vez en su vida. Ana Sergeyevna y él se amaban como personas muy allegadas, como parientes, como marido y mujer,como amigos íntimos;a él se le antojaba que el destino mismo les había designado el uno para el otro. (…)
Gurov se ha visto en el espejo, se ha mirado por fuera y por dentro. La sensación del paso de la vida, de la inutilidad de su tiempo pasado, la sensación de culpa —que ha reiterado en muchos momentos a lo largo del relato— por la infelicidad propia y ajena, ese vivir una vida rota de modo permanente… Este segundo punto de giro, tan sutil que apenas parece que nada ocurriera, también se da en dos pasos: primero, el llanto silencioso de ella, un momento oscuro; después, la mirada en el espejo de él, un estímulo nuevo. Este segundo viraje vuelve a cumplir con el propósito que le está encomendado, aunque se dé de esta manera, tan calmada, tan como si no pasara nada. Hace girar de nuevo el discurrir de los acontecimientos en una dirección distinta, vuelve a reavivar el interés por el asunto central, y hace dudar sobre la respuesta; obliga a los protagonistas a la toma de alguna decisión, realza la importancia de lo que está en juego, centra la atención en un aspecto particular y distinto de los tratados hasta ese momento —la posibilidad de una vida en común—, y empuja la historia, la precipita dentro de su tercer y último escalón: el desenlace.
Desenlace
Gurov no quiere ya consolarse con razonamientos que no les llevarán a parte alguna. Y entonces llega la decisión que es el desenlace del relato: la decisión de buscar una salida; de hablarlo juntos, de pensarlo juntos. La decisión de avanzar, una vez más, hacia adelante, afrontando con valentía la inaplazable certeza del amor con mayúsculas, a sabiendas de que lo más difícil comienza entonces.
Con el segundo punto de giro se ha iniciado una especie de cuenta atrás, de manera implícita: los dos ven con claridad, repentinamente, que así no pueden continuar, y de pronto resulta urgente resolverse. Los sentimientos y pensamientos que dan lugar a la decisión llegan como consecuencia del conjunto de la situación. El desenlace es abierto, desde luego: es la simple y rotunda conciencia del amor, las buenas intenciones. No podemos decir que se resuelva en él nada de modo definitivo, ni que se arregle todo, ni que las dudas se terminen. Además, esa respuesta afirmativa abre, a si vez, un nuevo interrogante: el cómo. Pero la decisión —ese paso siempre previo al avance— es tan clara que todo el párrafo final lo ha querido encaminar el narrador positivamente a través de la presentación en plural; fijaos bien: los planes, desde aquí, los hacen juntos.
El aliento de la trama
El desarrollo de cualquier historia —su parte gruesa, digamos— puede ser una losa para el lector si no cuenta con una línea argumental clara o carece de elementos que impulsen la situación, que —de modo similar a los puntos de giro— hagan progresar la acción, conduciendo cada escena a la siguiente de manera viva. Cada escena debe llevarnos hacia adelante; pero si no hubiera ningún obstáculo la historia perdería sutileza y volumen. Como a la vida misma, lo que mayor interés aporta a cualquier narración son los tropiezos. A las acciones que proporcionan algún tipo de impulso a la historia las llama Linda Seger, en general, puntos de acción. Un punto de acción es cualquier suceso que provoca una reacción, una respuesta. Los puntos de giro son aquellos puntos de acción que enlazan, como hemos visto, los tres grandes bloques en que se estructura la narración: planteamiento, nudo y desenlace. Pero hay otros puntos de acción posibles: situaciones de cuya respuesta depende de manera directa el progreso de la acción, y que se pueden dar en cualquier zona del texto. El punto de acción con más fuerza es el revés, que produce un vuelco de ciento ochenta grados en la dirección de la historia. Casi siempre su empuje es más grande que el de los mismos puntos de giro, porque éstos cambian el curso de la acción, pero no llegan a invertirlo. Los reveses pueden tener consecuencias físicas o emocionales. El impulso que proporcionan a la historia es enorme, de modo que habrá que graduar su utilización y no perder de vista en qué medida convienen sus consecuencias.
El relato de Chéjov cuenta con dos reveses de los grandes; tanto, que el primero de ellos desencadena lo que suele llamarse un falso desenlace: una situación que precipita las cosas de modo que parece haber llegado el desenlace —o al menos el final de la relación de la pareja—, aunque después sabremos que no era tal. Este revés tiene lugar cuando Ana recibe aviso de que su marido no podrá reunirse con ella en Yalta porque está enfermo y le pide que regrese. Sin mediar duda alguna, ella hace las maletas, se despide y se va. La despedida es ese falso desenlace en la trama, un amago de fin: los amantes se despiden para no verse más, con la completa convicción de que así será. Y esta idea se ve reforzada tanto por los pensamientos inmediatos de él como por su regreso a Moscú y, en consecuencia, a su banal y cómoda situación anterior. Pasan los días para Gurov, y el recuerdo parece borrarse al principio; pero al cabo de poco tiempo vuelve a renacer, cada vez con más fuerza. Y en éstas anda el protagonista, conteniendo sus deseos de volver a ver a Ana y sin poder desahogarse contándoselo a nadie, cuando tiene lugar un suceso que produce un nuevo revés igualmente crucial en el relato. Se trata sólo de un pequeñísimo incidente: la frívola actitud de otro personaje, un funcionario compañero de juego, despierta la furia en Gurov. Se ve en él a sí mismo —como si de otro espejo se tratara—, y en su interior se desencadena una lucha implacable contra su propio modo de vivir, vacío y sin sentido: «vida manca y raquítica», se dice. Esta brevísima escena con el compañero de juego es lo que se llama una complicación… Una complicación es un punto de acción que no provoca una respuesta inmediata. Algo pasa, pero la respuesta no llegará hasta después. La complicación añade interés a la historia en el sentido de que añade anticipación. Es un obstáculo, pero no insalvable: un problema que tendrá consecuencias. En Gurov se acentúa la intranquilidad: se vuelve impaciente y pierde el sueño, se multiplican sus deseos de huir. Aquel suceso aparentemente nimio le sacude tanto que le lleva a un estado de obsesión cada vez más intenso, hasta que lo decide, poco tiempo después: se marcha a S., se va a buscar a Ana. Casi enseguida encontramos un nuevo punto de acción: una barrera. Son barreras aquellos puntos de acción que no resultan, que no conducen a ningún sitio, y que también obligan al personaje a tomar una decisión nueva. Las barreras detienen la acción por unos momentos y fuerzan al personaje a rodear el obstáculo para continuar. La historia continúa desarrollándose, entonces, a partir de la decisión del personaje de intentar otra acción diferente a la que ha provocado el fracaso.
Las barreras conducen a acciones sucesivas, hasta que el problema es superado; el impulso parte, en realidad, de la acción última de la serie de intentos, de aquélla que da como resultado la superación de la barrera. Cuando Gurov se encuentra ya en S., no sabe bien lo que va a hacer. Se informa de dónde vive Ana, busca la casa, y allí, enfrente, pasmado, se da cuenta del problema: no puede entrar allí, ni enviar una nota que podría ser descubierta por el marido de ella. Ésta es la barrera, la situación que llena a Gurov de desazón, una vez más, y que le obliga a idear otra cosa. Curiosamente, la casa de Ana se encuentra rodeada por una valla gris atravesada por clavos; la barrera simbólica acentúa la importancia de la otra, la barrera técnica, e intensifica la inquietud de Gurov. Ante el obstáculo insalvable, el personaje cambia la estrategia: decide ir al teatro, al estreno de La geisha, por si también ella asistiera. Y sí: allí está Ana, acompañada de su marido. Y el reencuentro produce un nuevo vuelco, un giro radical otra vez en la historia: ahora la certeza es más clara que nunca, y nada puede hacerle retroceder…
Cuando Gurov la vio se le encogió el corazón y se dio plena cuenta de que en el mundo entero no había ahora para él un ser más allegado, más querido y más importante. Perdida entre el gentío provinciano, esta mujer pequeña, que nada tenía de notable, con unos vulgares impertinentes en la mano, henchía ahora toda su vida, era su pena y su alegría, la única felicidad que deseaba para sí; y a los acordes de la mala orquesta,de los pésimos violines pueblerinos,pensaba en lo hermosa que estaba. Pensaba y soñaba.
Enseguida encontramos otra complicación: Ana insiste en que se vaya, insiste. Pero termina accediendo a visitarle en Moscú. El nuevo obstáculo termina por ser salvado. La historia avanza, así, entre barreras, complicaciones, vuelcos… Chéjov consigue que el interés del lector por la historia no decaiga, y la clave se encuentra en esta magistral manera de reavivarla constantemente, de impulsarla de manera continuada por medio de los puntos de acción.
Acciones, omisiones, emociones…
Igual habéis pensado en algún momento que habría sido más apropiado escoger un relato de los de acción para ilustrar un tema como éste… Un relato en donde ocurrieran cosas sorprendentes, en donde hubiera movimientos frenéticos, y puntos de inflexión bien remarcados. Pues es posible… Pero seguramente no. Desde luego, los puntos de giro serían más claros si en el relato hubiera tiroteos, tiburones, vampiros, o grandes sustos de cualquier tipo. Pero también, quizás, nos perderíamos algo importante por el camino… Y es que también se trataba de dejar bien claro que todo esto sirve igualmente para las historias con movimientos más bien escasos y no demasiado sorprendentes; y que quizás en ellas tiene mayor mérito. En el terreno de las emociones, lógicamente, los giros son a veces casi imperceptibles; pero el empuje que provocan en las acciones suele ser, en cambio, enorme, incluso desproporcionado, como todos sabemos. De todos modos, tanto el desarrollo como el desenlace son sorprendentes o no según cómo se mire… Porque el amor del bueno no es tan frecuente, y tampoco es tan fijo que don Juan se vaya a enamorar en serio de doña Inés. Por otro lado, hay que decir que «La señora del perrito» es mucho más que la historia de un amor difícil; que su profundidad no es sólo emocional, sino también, y sobre todo, psicológica y social. Lo que Chéjov está haciendo, en el fondo, es, por un lado, explorar el mundo de las clases medias en la Rusia zarista: la hipocresía, el sometimiento, el vacío vital que es fruto de las normas que rigen los comportamientos sociales y que mantienen apresadas a las personas, contra sí mismas, contra sus propios sentimientos. Por otro lado, a través de la captación de la experiencia íntima de Gurov, se nos muestra su evolución psicológica, paso a paso: una evolución que termina por establecer rupturas importantísimas, aunque lo haga de modo muy progresivo, respecto de la manera de pensar y de vivir de las gentes de su clase. Son infinidad los pequeños y grandes detalles que, fuera de la trama principal —por detrás, por debajo, en tramas secundarias—, dan volumen al relato. Y en ellos en donde encontramos —como es propio de la buena literatura— lo verdaderamente esencial, la riqueza mayor: la idea que el autor pretende exponer, en realidad, aquello de lo que verdaderamente trata la historia. Por detrás de esa suerte de espejo —otra vez— que es la cara visible del relato.
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