Hace calor. Con la primavera ya avanzada, los mediodías son calurosos. Sobre todo si, como hoy, luce un sol brillante en medio de un azul claro transparente y luminoso. La vida sigue adelante, en su ciclo anual, impasible a las dudas de los hombres…
Como una extensión de ese mismo ciclo vital, una pareja, hombre y mujer, entrelazan los dedos de sus manos sobre la mesa de la terraza de un bar. A un observador casual que, en ese momento, cruzase por delante de la pareja, la visión le resultaría habitual por lo cotidiana y extraordinaria por la alegoría. Habitual, porque no hay nada más antiguo que el ciclo de la vida. Los seres nacen, crecen y, cuando les llega su momento, se reproducen. Ver una pareja con sus manos unidas bajo el sol primaveral es una escena tan antigua como la vida misma.
Pero también es extraordinaria. Que la vida dependa de escenas como ésa no deja de ser maravilloso y preocupante. Maravilloso porque la magia de la perpetuación de la especie aparece de nuevo. Preocupante porque uno no deja de tener la impresión de que hay muchas cosas que pueden salir mal, y si lo pensamos bien, la vida está constantemente pendiente de un hilo.
Como dijo alguien alguna vez, la vida es peligrosa porque en cualquier momento puedes morirte…
Pero no es de muerte de lo que vamos a hablar. Aunque su expresión resulta demasiado sombría para un día tan luminoso, la mirada del hombre refleja más esperanza que tristeza. Mira a la joven fijamente y de sus labios sale un frase corta y simple, una pregunta.
—¿Por qué me quieres tanto?— le dice a la mujer.
—Yo no he dicho eso— responde ella, no del todo sorprendida. —Yo no te he dicho que te quiera tanto.
Ella retira su mano de la de él, que se queda sobre la mesa, como un raro insecto panza arriba, con sus dedos vacíos, absurdos y carentes de sentido ahora que no están unidos a los de ella. Él agacha la cabeza y, lentamente, retira la mano. Es como si se diera cuenta del aspecto ridículo que tiene su mano solitaria pero, al mismo tiempo, le diera vergüenza retirarla rápidamente.
—Pero…— la mirada de él es un gran interrogante que observa la cara de ella. —Pero tu me quieres, ¿no es cierto?
Las palabras de él, más que una pregunta suenan a súplica, a un intento de aferrarse a algo cuando se está vacilando con el cuerpo al borde de un precipicio. Para ese observador casual que sólo hubiera captado la pregunta de él, resultaría casi patética la actitud del hombre.
—Sí, claro que te quiero— responde ella con un gesto de cansancio, aunque ha tenido cuidado de que su voz no lo revelase. Aún así, su gesto no ha pasado desapercibido al hombre y la respuesta, en lugar de tranquilizarle, lo deja aún más ansioso.
Miles de años de evolución no han conseguido aún que el cerebro masculino acepte la complejidad de los sentimientos en los demás. Reacio a dejarse gobernar por el instinto y a ser feliz con lo que tiene, en cambio es incapaz de conceder a los demás su propio derecho a la duda eterna, al inconformismo o a la frustración.
¿Acaso él no la ama con toda la fuerza de su corazón? ¿Qué necesita ella que él no le esté dando ya? ¿Por qué ese cansancio en sus gestos, esa tristeza en su mirada, la falta de interés por las cosas que él le cuenta? ¿Qué le falta a ella para sentirse feliz?
—Sabes bien que no es eso— insiste ella, tratando de suavizar el mal momento que él está pasando. Llevan ya algunas semanas así, con conversaciones que siempre terminan yendo a parar al mismo punto muerto. Él la ama. Quizá no de la forma que ella quisiera que fuese el amor, pero lo hace. Y ella también lo ama a él. ¿Porque lo ama, no? Sí, ella está bastante segura de que lo ama.
No hay nada peor que sentirse lejos del mundo, sin ganas de nada, cuando a tu alrededor el mundo sigue girando y empieza un nuevo ciclo. Florece la primavera, pero en tu corazón sólo hay nubes grises…
Así se siente ella, incapaz de expresar con palabras sus sentimientos a ese hombre que la adora pero que no ve más allá de sus narices. ¿Cómo explicarle que la vida ha de ser algo más que levantarse cada día para hacer las mismas cosas, una y otra vez, semana a semana? Ella se está ahogando lentamente en las arenas movedizas de una relación monótona y previsible. Puestos a decir citas, nos viene a la mente aquella que dice que el aburrimiento es la muerte del amor.
No se trata, pues, de que no lo ame. Ella lo ama. Pero una relación que no tiene ningún incentivo ni variante resulta claustrofóbica a largo plazo. No se trata tampoco de que él tenga que sorprenderla cada día, ni llenarla de regalos, ni ir a buscarla al trabajo montado en un caballo blanco. Ella ya es mayorcita para saber que los príncipes de los cuentos de hadas no son más que personajes de cuento. Pero si tan sólo por una vez él pudiera ser imprevisible, hacer algo que no fuese lo que toca, ella se sentiría menos atada de pies y manos, ahogada por un entorno cada vez más cerrado.
Es inevitable que la sonrisa que le dedica el hombre que acaba de llegar a la terraza, y que se sienta en la mesa de al lado, le provoque un escalofrío. Él apenas la ha mirado un segundo, ha sonreído, y se ha sentado. Ella ya tiene un tema con el que empezar sus fantasías esa noche…
© 2016 — Pitufox27 — Edición especial para Club de Escritura Fuentetaja
© 2016 — Portada original de Pitufox27 sobre una fotografía de NREY (adnrey.deviantart.com)
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