“Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con palabras halagüeñas, haz lo que quieras; en cuanto a mí, me refugio en Dios y si está en su voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse?… Yo, desde este momento, he cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo posible; tú ejerces tu poder oprimiendo pero llegará el día en que el Buen Juez dicte a ambos, a mí y a ti, la justa sentencia.”
Ducas. Carta de Constantino XI a Mahomet II
Dicen que el día en que el imbatible muro de Constantinopla cedió a los cañones otomanos, un sacerdote que freía unos peces se mostró incrédulo:
“Me lo creeré si estos peces que estoy friendo vuelven a la vida”, dijo. Los chismeríos pueblerinos sentencian que así fue.
Si es que acaso hizo falta que eso sucediera, poco le importó al joven Rastus. El albur de su ciudad estaba signado por la desdicha y la sangre. Sin embargo, no lo conmovió la heroicidad descrita por Homero algunos centenios atrás, ni tampoco la honra de Giustiniani, el protostrator imperial. Él, más sencillo, prefirió el exilio. Su hogar lo sintió impropio, casi extraño. Su tierra no era de los suyos. Según el calendario juliano, ese 10 de septiembre de 1453, este hombre de familia tomó unos ligeros bártulos, besó la frente de su esposa y luego le susurró: “Es hora de partir”. Cargó a su hija, que dormía un sueño profundo, y sigilosos emprendieron los tres la travesía. Su linaje minoico no lo había determinado como un hombre de músculos, tampoco como ilustre pensador, pero sí lo hizo como un sencillo agricultor. No tenía mayores armas que la labor de la tierra ni mayor destino que el que quisiera propiciarse.
La convicción de huir le urgió cuando unos soldados del sultán lo agredieron, con el fin de arrebatarle la comida que destinaba a su morada. Se habían referido a él con desdén y lo habían tratado como ciudadano de segunda, de una casta inferior: “Rum mijo”, le declararon con desprecio.
En ese momento le fue inevitable que la idea de patria le pareciera efímera. Apenas intuía los pormenores migratorios que llevaron a sus ancestros a plantar raíces allí. No le fue ligero suponer que, en su momento, podrían haber tenido una razón semejante a la de él. Suele suceder que las guerras y conquistas traen nuevas patrias, le había dicho alguna vez a un amigo, casi como hilvanando un proverbio acuñado en la sabiduría popular. Lo cierto es que él creía que la única patria era la que residía en la voluntad de los hombres; como también afirmaba que su pasión no se estancaba en una noción colectiva, sino en quienes hacían acopio del saber y se decían humanistas. No era infrecuente que mencionara a Manuel Crisolaras, que regó costumbres griegas al llevar la voz de Platón al latín. No pasó tampoco que pensara a Gemistos como bizantino, más bien como una figura trascendental. Aunque no traía consigo el fuste intelectual de aquellos, los admiraba. Es que sin ahondar en lo profundo de sus obras, por alguna elocuente noción, veía a esos hombres como ajenos al concepto de patria. Sabía que no los recordarían por griegos, lo harían por el lustre de sus ideas.
Esa noche de deserción, con la única luminiscencia de las estrellas y el plenilunio, corrieron a las puertas de una casa baja de adobe, en donde los aguardaba una figura discreta y encapuchada. Una mujer de rasgos endurecidos y de mirada bondadosa.
—¿Los ha visto alguien? —preguntó nerviosa en su franca koiné.
—Nadie —respondió Rastus, con discreta seguridad.
Entraron en una habitación terrosa pero cálida, alumbrada con timidez por unas pocas velas. Sobre la mesa había un malogrado cofre de marfil que lloraba décadas. De él la mujer tomó unas dagas rencorosas y un mapa que trazaba un recorrido con algunas indicaciones. Al dárselos, quedaron a la vista moretones en sus brazos; marcas de la cobardía ajena. Con vergüenza y pocas palabras contó desde su capucha, con la mirada perdida en el acero de una de las dagas, que había sido violada. Ocurrió cerca del barrio comercial de Pera: Dos soldados de notoria apariencia kurda se ahogaban en carcajadas roncas y en alcohol en el callejón donde ella debía hacerse camino; esa presencia tosca le fue advertencia suficiente. Voltearse en dirección contraria le habría implicado delatar su temor. De modo que tensó cada fibra de su cuerpo e intentó pasar inadvertida. No tuvo éxito. Los soldados le profirieron alguna especie de advertencia en una lengua ininteligible. Apuró su marcha, pero fue embestida. La voltearon en el suelo y sólo pudo percibir lo soez de sus atacantes —en la lengua universal de las expresiones faciales—. Le inmovilizaron sus brazos y le lamieron la cara. Inerte y sometida, apenas atinó a desparramar una lágrima por su dorada mejilla. La estaban cambiando. Jamás sería lo que fue. Desde ese día se sintió indigna y leve.
Comprendió que la suya sería, apenas, la vida de una perra marcada. Sus paseos serían remolinos de azar; podían violarla otra vez. Aun así, eso no la contradijo en su tarea de ayudar a quienes sí quisieran librar su suerte al designio del destierro del que ella era incapaz.
Su misión estaba teñida por una propensión altruista: Ayudaba para que otros pudieran vivir la vida que ella hubiera querido. Así es como en los recovecos de las inmediaciones de la iglesia de Santos Apóstoles se arrojaba a la tarea de confraternizar con compatriotas despiertos de una patria perdida. La estratagema constaba de tres simples pasos: Consustanciarse con quienes no soportasen el oprobio; citarlos en su casa en un horario en el que sólo parpadeara el fuego y, finalmente, remitirlos en silencio a un aliado en la frontera para que concluyera el último paso: El exilio.
Rastus intentó sin éxito convencerla de que huyera con ellos. Luego le agradeció con la certeza de que no volvería a verla. Ella lo miró, condescendiente, y le regaló un nazar. Le advirtió (por si no lo sabía) que ese amuleto significaba el amparo de los tres gigantes antiguos: Poseidón en los mares, Zeus en el Olimpo y Hermes como guía. Esa complicidad silenciosa con los dioses le dio coraje.
Se dispusieron a continuar su trajín. Ya en las arbitrariedades del afuera, Rastus, con la mano izquierda, pidió cautela a su esposa, que lo secundaba con su hija en brazos. En una de las calles paralelas a la Vía Triunfal oyeron los sollozos y las suplicas de un condenado. Yacía en el suelo de la plaza que interconectaba el Foro Arcadio con el acueducto. Con el rostro bañado en sangre, imploraba clemencia a un inmutable verdugo, que de forma intraducible pareció recitarle su sentencia (si es que le cabía alguna).
Resultaba indistinguible quién era ajusticiado y quién asesinado; a quién le pesaba la ley de la sociedad o la ley del antojo —en el convulsionado período de posesión turca distinguir era un verbo olvidado—. El llanto finalmente se hizo silencio en el acero de una espada.
No faltaba mucho para la medianoche y Rastus encontraba consuelo en la vaga idea de cruzar el muro, como si acaso eso fuera una solución definitiva. En su interior sabía que no lo era, sólo que acallaba las voces del pesimismo, que ahogaban la añoranza de la libertad. Si bien su propósito no era imposible, era sí más complejo de lo que imaginaba.
Caminar la ciudad le resultó extraño. La familiaridad de su arquitectura había transmutado en una secuencia monocorde de estructuras distantes que no le pertenecían, que no cantaban su historia. De algún modo, en ese momento, se sintió apegado a la reflexión de Heráclito: “No encontrarás los confines del alma ni aún recorriendo todos los caminos; tal es su profundidad”. Vislumbrar su destino en tiempos de zozobra le fue insoportable. No le vino a su cabeza ni el más añorado recuerdo, no hubo rincón que le pronunciara una infancia alegre o una juventud rebelde, y temía eso para su hija.
Ya adentrados en los suburbios de Blanquerna, vieron que seis o siete soldados jenízaros patrullaban la zona. A no muchos metros, quizás unos veinte o treinta, al otro lado de una considerable plazoleta, se veía Kerkaporta, que representaba mucho más que una puerta. Por un momento vislumbró la paradoja de que lo que simbolizaba su libertad inminente a la vez había sido el marco del paso triunfal del enemigo a la ciudad. Lo invadió una fugaz nostalgia de los tiempos bizantinos. Tal vez pensó que el recuerdo lo engañaba y que el ocaso había tenido un origen todavía más lejano que la usurpación de Mehmed II. No fueron precisamente tiempos de abundancia los de Constantino XI, ni tampoco los de su predecesor Juan VIII Paleólogo. Aun así, suspiró por el recuerdo de otra vida y prestó su cara a una brisa pasajera. Se volvió hacia su esposa y le dijo:
—Cuando te lo ordene, corre hacia ese monumento.
Con su mano derecha tomó la roca que se encontraba a sus pies. Sintió el aliento ahogado de su respiración y la arrojó a los vértices de un discreto santuario que miraba al sudeste de la puerta. Los soldados advirtieron el ruido y, sin quererlo, dejaron a Rastus y su familia avanzar unos pocos metros. Sin embargo, luego repararon en la idea de que la roca llevaba una suscitada inercia; no había sido un hecho fortuito. No les pareció que fuera un gato o una rata. De modo que se alertaron y con antorchas como guías agigantaron sus sombras por doquier.
El vocerío de los soldados retumbaba cerca, y bajo el supuesto de que nadie los vio, se escurrieron unos pocos metros más. La agudeza de uno de los soldados los expuso, y los conminó con un grito belicoso. Por acto reflejo, la mujer de Rastus, con su hija en brazos, corrió con fortuna al otro lado de la puerta. Rastus, en cambio, no tuvo la misma suerte: A metros de su objetivo una lanza le perforó su torso. Sus rodillas se anclaron, vencidas, sobre el pavimento, su mirada extraviada se posó sobre lóbrego horizonte. Vio la lejana imagen de su familia eternizarse en la oscuridad: Su progenie estaba a salvo, lo mismo que su patria.
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