Toqué el timbre alrededor de 5 veces, pero nadie respondió. La estática de uno de los micrófonos del equipo de sonido aún encendido era el único sonido que podía apreciar desde afuera de la casa, como un murmullo sordo chocando con todas las paredes. Noté que las luces seguían encendidas, como si en un descuido hubiesen olvidado apagarlas antes de dormir. Volví a tocar para evitar entrar sin ser invitado, nunca he querido pecar de falta de modales, pero justo cuando pensé en voltearme y devolverme por donde había venido, la puerta se abrió levemente tras un suave crujido. En algún lugar dentro de mi mente sentí que debía entrar; después de todo había sido invitado a cenar a las 8:30 p.m. y ellos estaban al tanto de mi rígida puntualidad cuando mencionaban cervezas.

Me costó decidir entrar sin previo conocimiento de su presencia; llamé a través de la apertura de la puerta varias veces desde el escalón de la entrada con la esperanza de escuchar el típico “Pase mijo” o un “¿Qué pasó niño?; o que simplemente alguien me explicara porqué llevaba esperando alrededor de 15 minutos en la entrada de la casa

Nadie apareció.

Sopló una suave brisa que mandó a volar de la entrada todas las hojas secas por el inicio del otoño, y me distrajo el perfecto balance que tenía la puerta de roble, ya que se abrió completamente con esa ligera corriente de aire. Tomé eso como un empujón a investigar y di dos pasos dentro de la casa; todo cambió totalmente. El clima se volvió denso, casi palpable, de esos climas que te gritan que te vayas pero no te permite mover ni los ojos, mis piernas se tornaron rígidas y por un instante, no pude avanzar más. A pesar del clima caluroso, dentro se sentía frío; al principio pensé que habían dejado el aire acondicionado encendido, era lo más lógico, pero ese no era cualquier tipo de frío, venía acompañado de una extraña sensación de angustia y desesperanza.

Soy ansioso, todos ya lo saben, pero en esas situaciones me he sentido curiosamente tranquilo; no en vano no era la primera vez que sentía que mis instintos gritaban “VETE”, y no era la primera vez que tenían razón; volví a llamar a los anfitriones pero al tercer intento entendí que no iba a conseguir respuesta, por lo que reanudé mi camino. Cada paso que daba creaba un eco que viajaba por toda la casa, remarcando lo vacía que estaba; sin embargo ignoré el sentido de alerta y continué.

El corredor tenía un gran número de puertas, daba la impresión que cada una escondía algo desconocido, así no fuese mi primera vez en esa casa me sentí como si fuese un desconocido entre las blancas paredes; la luz era más tenue de lo habitual, como si los focos estuviesen a punto de caducar. “Que inusual”, musité con un hilo de voz; fui abriendo de puerta en puerta buscando a los inquilinos, pensando en la excusa que usaría para explicar el abuso de entrar en su hogar sin su permiso.

Pasé por la sala, todo estaba en orden, las fotos de Carlos con Deyvin, Socorro y los niños, los estantes con algunas botellas y uno que otro libro, la televisión encendida en un canal de deportes, los muebles ordenados como si nadie se hubiese sentado en ellos en años y una inquietante tranquilidad apaciguaba el atardecer dentro del abandonado hogar; tardé rato en fijarme en un post-it plantado en el borde del televisor con la frase remarcada “Ya viene”.

Salí de la sala y bajé al “cuarto de juegos” donde usualmente cantábamos karaoke y disfrutábamos del calor de la chimenea en invierno; tenía el equipo de sonido encendido, un mueble para cuatro personas y una televisión más grande que el de la sala. En la parte superior del aparato yacía otra nota con la misma frase.

“¿Quién viene?”, fue lo primero que pensé, pero abandoné la duda casi enseguida; después de todo Carlos y Deivyn eran personas muy sociables, capaz tenían algún invitado o era algún juego para amenizar la velada. Después de todo no era mi primera vez en esa casa, la sentía casi mi segundo hogar y podía contarme como uno más de ellos.

Continué con la siguiente habitación: se trataba del cuarto de Socorro; ya la coincidencia era muy notable, lo primero que noté nada más entrar fue la nota colocada en el centro de su cama. La misma frase, la misma letra.

Salí enseguida y abrí la siguiente puerta; la habitación de Marquitos tenía todavía su Xbox One encendido, con varios cds repartidos en el piso y un control tirado en una esquina de la cama, un cuarto un poco desordenado, pero suficientemente en orden para enfocar rápidamente la mirada hacia una nota más. ¿Hace falta decir qué decía? Mi preocupación se disparó y no hubo quien la devolviera.

Corrí a buscarlos.

Caía el sol y los árboles dibujaban sombras a través de las ventanas.

Entré a la habitación de Sofi, otra nota en su closet.

¿Eran sombras en la ventana o mi mente estaba jugando en mi contra?

La cocina, otra nota.

En el corre-corre no se distingue nada, y el silbido agudo lo achaqué a mi desesperada mente.

El baño. Escrito con letras inmensas en el espejo: “YA VIENE”.

Sentí el mismo frío en el pecho que sentí aquella madrugada en la plaza de Nueva Casarapa, la sensación de desesperanza intensificada; ¿A quién esperaba? ¿Era yo el que venía? ¿Eran ellos los que volvían? ¿Venían ellos por mí? ¿Alguien más venía por mí? Era más que obvio que no se encontraban en la casa, ¿Por qué el incesante recordatorio? ¿Qué hacía la voz de la señora Pilar en mi cabeza? Mi mente estaba saturada de mierda y no podía diluir ninguna idea; salí de nuevo al pasillo camino a la sala dispuesto a huir, pensando en a donde correr y esconderme de ¿Qué? ¿Por qué sentía que me perseguía a mí? ¿Hasta cuando iba a tener que seguir huyendo? Primero mi casa, segundo Quinta Crespo, y ahora, ¿ahora también de aquí?

Caminando a la sala recordé que el teléfono principal de la casa tenía en marcado rápido sus números guardados; había pasado por encima la idea de llamarlos ya que no tenía pila en mi celular. El impulso de supervivencia me hizo temblar las manos tanto que no conseguía presionar el botón por completo y por este detalle me costó concentrarme al escuchar por fin el sonido de repique.

Cerré los ojos esperando escuchar una voz.

Primer tono.

Segundo tono.

Tercer tono.

“Contesta, por favor.”

Cuarto tono.

Quinto tono.

Sexto tono.

“Sálvame, te lo pido.”

Séptimo tono.

Octavo tono.

Noveno tono.

Las lágrimas ya corrían libres por mi rostro.

Décimo tono.

En el momento que coloqué el teléfono en la mesa detallé que no había investigado la mesa del comedor. Era la única zona de la casa que sin la luz encendida quedaba un poco oculta entre las sombras, y los candelabros puestos encima de la mesa se encontraban sin uso alguno. Decorada con un mantel ligeramente dorado, había sido dispuesto sobre la mesa todo tipo de guarniciones que a simple vista estaban todavía calientes. A pesar del tamaño de la mesa, solo estaban puestos tres platos con sus respectivos cubiertos y en el centro una inmensa bandeja de plata cubierta, del tamaño suficiente para colocar un pavo entero. ¿Prepararon la mesa antes de salir? ¿Por qué todo estaba colocado en perfecto orden sin señal alguna de la presencia de ninguno de ellos? ¿Qué habían preparado que usaron la bandeja? Al dar los 4 pasos que me separaban de la mesa, entendí que ya había vivido esto antes, supe bien antes de levantar la tapa lo que ocultaba debajo de ella, mi pecho se trancó en el instante que entendía que no había escapatoria alguna, que todo lo que comienza debe terminar así huyamos de su desenlace y que no hay otro camino que el que me tocaba enfrentar. No tuve que levantar tanto tiempo la tapa de la bandeja para observar una vez más el velo blanco que muchas veces antes me confirmaba mi sospecha.

“Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario, enfoca con facilidad su verdad. ¿Qué es esa cosa en las entrañas llamada “deseo”? Eso que ocultamos con afán para que nadie sea capaz de aprisionarla, ya que lo único más grande que el amor a la libertad y nuestra pasión es el odio a quien nos las quita.”

Antes de tapar la bandeja y voltearme para salir, escuché que la puerta se cerró.
El ambiente ya no era denso ni desesperante.
El aire que llenó la sala era diferente.
Era un aire de muerte.

La vi sonreir y en un instante lo entendí.

¿Dónde estabas cuando se detuvo el tiempo? Cuando el aire dejó de soplar, cuando la piel dejó de sentir, cuando los corazones se detuvieron, cuando la ciudad dejó de rugir, cuando en las misas dejaron de rezar, cuando Dios dejó de mirar, cuando el Sol dejó de alumbrar, cuando la oscuridad se apoderó de un segundo que duró una vida entera; cuando todo se detuvo y no hubo quien me salvara de su mirada.

Entendí la nota.

El momento había llegado.
Y ella también.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS