Y así otro día

Y ASÍ OTRO DÍA

Llevo rato sentado a la puerta de mi rancho, está tan oscuro como el interior de una osera, pero los chillidos de las guacamayas y la algarabía con la que contestan las guacharacas, avisan de que en minutos amanecerá.

Comienza a enrojecer el cielo, la montaña, cubierta de un espeso manto de bucares, pinos y apamates, parece más violeta que verde. Los primeros rayos del sol que asoma por el horizonte, provocan un estallido de amarillos, sobre un azul que parece tan sólido que no se sabe como puede flotar en el aire.

La bandada de guacamayas vuela de copa en copa de los árboles más altos, punteándoles de un intenso tricolor que parece mágico, las guacharacas, que sólo las persiguen para molestarlas, están ya tan ruidosas que parece que estuvieran desplumándolas vivas. Entre tanto bullicio, no se entiende como una pereza alarga con tanta parsimonia un brazo para arrancar un puñado de hojas de yagrumo y desayunar como si fuera el único ser vivo del mundo.

El sol empieza a calentar el suelo y de infinitos agujeros empiezan a salir lagartijas tornasoladas, ostentosamente brillantes, que primero asoman la cabeza con cautela por si las está esperando un gavilán tempranero, y luego salen disparadas como si ya supieran exactamente a donde tienen que ir. Con el calor empiezan a cantar las chicharras, el aire parece húmedo. Luce el sol radiante en un cielo totalmente despejado, pero el continuo, omnipresente, crujido de las chicharras, presagia que no tardará en caer un aguacero.

Han cesado en sus gritos las guacamayas, ahora se dedican a picotear mangos, las alborotadas guacharacas han debido marcharse lejos.

Los viejos no dormimos mucho, como no sea pasados de caña…, con dos o tres horas tenemos. No sé por qué, para lo que hacemos…

Un grito me saca de mi ensimismamiento: -¡piazo’e viejo! ¿otro dia que amaneció? Es la negra Feliciana; ¡Ay, mi negra! si no fuera por ella… cuantos años… tanto tiempo… ella me sigue cuidando, me trae la comida, las nuevas, me lleva… de vez en cuando me ama y siempre parece contenta.

-Negra, bella, ¿y tú qué harás el día que yo no amanezca?

-¡gua,gua,gua! sacate’e abajo’el colchón la foto mia pa`que naiden la vea.

-¿Y tú qué sabes si tengo enterradas morocotas?

-¡Ja!, si tuvieras una sóla tarias pa’la capital…

Hoy me trae dos cachapas con queso de mano entremedio, empiezo a comer mientras la miro y ella con su mirada me reta; ya no es aquella hembra que provocaba tantas peleas, pero conserva esas carnes tan prietas… tan redondas… ¡que hermosa negra!. Ella tiene su marido, que me conoce y sabe de su componenda, pero también que quien estuvo antes estuvo primero y por eso no le importa.

Recuerdo cuando vivía con ella en el pueblo, me parecía que no bastaba…, ¡y tan feliz que era…! le dije que esperaba más de la vida y me fui a la ciudad a buscar fortuna, no hallé nada de lo que buscaba, pero tarde mucho en volver. La encontré hermosa, queriéndome todavía, pero ya estaba muy bien atendida. Me busqué este conuquito para pasar los días y vaya que si han pasado, ni de los años que llevo aquí me recuerdo, pero podía haberme ido peor… recuerdo aquel hombre, ¿como se llamaba?… tenía muy mala suerte, mucha de la muy mala. Decía que si montaba un circo le crecían los enanos. Había querido tener una granja de gallinas y los dos mil pollos que compró no crecieron mas que hasta 200 gramos y gastó su capital tratando de engordarlos; quiso probar sembrando plátanos y le salieron cambures, que por su zona nadie comía y gastaba más de lo que producía en llevarlos a la ciudad para mal venderlos; cuando le contrataban para alguna obra, a los tres días de empezar embargaban al contratista y se quedaba con lo sudado y sin paga. Vamos, que llevaba ya diez años en que no lograba sacar provecho de nada y se había convencido de que tenía que ser por algún mal de ojo que le habían echado. Así que vivía deprimido y todo el tiempo mal encarado. Al fin se decidió: «Voy a irme a Cumbo a que me despoje una bruja» y agarró el camino hacia el famoso poblado.

Caminó horas, porque hasta allí sólo se podía llegar andando, al llegar preguntó por la negra Tomasa; le habían dicho que ella era la mejor santera de por esos lares, le indicaron un ranchito en la orilla de la quebrada, rodeado de matas de cariaquito morado que le dieron mala espina: «A ver si esta sólo va a ser una cuentista» se dijo, pero se acercó. La negra estaba sentada en un banquito arrimado a un mango, la única sombra que había, al verlo venir le grito: -«¡Zape muchacho, tú si que estás cargado!» – «Hay que bañarte con cariaquito morado». El hombre se decepcionó, – Señora, yo creí que usted era bruja de verdad, lo mío necesita un despojo de los parejos. La vieja lo miró un momento y contestó: – Tienes razón, te voy a mandar un baño de los buenos, mañana a estas horas serás el hombre más feliz de tu pueblo.

Encendió un tabaco y arrancó unas ramas de ruda mascullando unas oraciones, empezó a dar vueltas a su alrededor mientras le azotaba con las ramas y le echaba encima el humo del tabaco. Así pasó un rato, luego entró en el ranchito y salió con un papelito todo arrugado; – Vete y compra todo esto en la perfumería del negro Bola’e nieve, que te dé por lo menos para un cubo, lo mezclas todo bien y cuando llegues a casa te lo echas por encima de la cabeza y ya verás que te olvidas de todos tus males El hombre le dio un par de billetes, también arrugados, como pago, y se despidió un poco mosqueado.

Entró al pueblo con el tiempo justo para llegar a la perfumería, – Esto es muy bueno. Le dijo el negro, y le entregó cuatro botellas con un líquido verdoso. Cuando llegó a su casa arreciaba una fuerte tormenta, empezó a bañarse con aquello bajo un chaparrón de truenos y centellas. Mientras se mareaba por el espantoso olor de aquel mejunje, que era poco más que una mezcla de aguardiente con amoniaco y naftalina, pensaba en que aquellos truenos eran la mala suerte que salía de su vida. Tanto se mareó que perdió el conocimiento y cayó, golpeándose durísimo en la cabeza.

Cuando despertó no sabía donde estaba, ni quien era, ni qué hacía.

La última vez que lo vi andaba sonriente paseando por la placita del pueblo, todo el mundo lo tenía para los pequeños recados y a cambio le ayudaban a mantener casa, ropa y comida. Decían que era el hombre más feliz del pueblo.

Pero de aquello hay que ver el tiempo que ha pasado, en el pueblo ya tienen hasta calle con aceras y una parada de camionetas que a cada rato salen para la capital llenas. ¡Hasta en Cumbo han puesto una perfumería y tienda!

¡Cómo había que caminar cuando yo era muchacho!. Recuerdo, de cuando estudiaba, a mi maestra Carmen, tan menudita y tan buena, y lo famosa que se hizo por el cuento que echaban de ella: Había estado todo el fin de semana lloviendo, las nubes, más que grises, negras, no filtraban ni un rayo de sol. La tormenta parecía haberse anclado sobre Río Chico y los relámpagos no cesaban de estallar en traqueteantes truenos. La maestra Carmen apenas oía los estruendos, hacía años, un rayo, caído cerca de su casa, le había dado tal susto, que estaba casi sorda. Para nunca más asustarse había decidido oír sólo cuando le diera la gana. Era lunes primero de octubre y el viento del norte, propio de esas fechas, amenazaba con mantener aún más días el aguacero. Las calles estaban hechas un barrizal y varias zonas se habían anegado, la carretera hacia San José y El Guapo estaba interrumpida a la salida del pueblo y sólo gracias a unos vecinos, que pasaban en curiara a los que necesariamente tuvieran que ir a uno u otro lado, Río Chico no estaba incomunicado. La vía del ferrocarril estaba bajo un metro de lodo.

Carmen ya estaba colando su café a las cuatro de la madrugada, con lluvia y todo habría clases. Ella era la maestra del caserío de San Fernando y allá, en la montaña, la lluvia no causaba tanto estrago. Las clases se impartían en un anexo a la capilla, que disponía de buen techo, así que muchos niños estarían mejor que en sus ranchos. Mientras mojaba en su guayoyo trocitos de casabe, repasó mentalmente su rutina: tenía sobre la mesa el texto de las clases, el cuaderno, los dos lápices, el sacapuntas, dos tizas, unas cuantas monedas de a puya, de a real y de a medio, su cédula, la llave de la casa, el pañito, la estampita de la Virgen de las Mercedes, el cambur y la naranja. Tenía que buscar las bolsas. Las sombras que proyectaban los dos candiles del cuarto hacían que pareciera más alta, ella se movía silenciosamente sólo rozando el suelo. Estuvo un rato seleccionando y pasando un pañito, a unas bolsas de las que vienen con harina, para así poder organizar sus cosas. Cuidadosamente fue guardándolo todo, los dos lápices y el sacapuntas en una bolsita, las tizas en otra, las monedas, la cédula, la llave y la estampita en una más y, aparte, el cambur y la naranja. Detrás de la puerta estaba colgada una bolsa más grande, de las de ir al mercado, y en ella fue metiendo las otras. La de la cédula y la estampita la cerró con una cabuyita y la dejó atada al asa de la bolsa grande. Luego metió el texto, el cuaderno, y por último los zapatos de dar clase envueltos en un paño. El camino lo haría en alpargatas. La naranja y el cambur los llevaba a mano, junto con el pañito, decía que si alguno intentaba robarle, gritaría: ¡llévate mi desayuno!, tirándole con las frutas, y así la dejaría tranquila.

Como a las cinco estaba saliendo de casa. Bajo el inmenso paraguas parecía una niñita. En cuanto llegó a la calle de la estación, que era de las más inundadas, encontró quien la subiera en curiara hasta la vía del tren, más arriba del puente, donde había suelo firme. Conocía a todo el mundo y todo el mundo la quería. A pesar de ser muy joven la consideraban una sabia maestra y muchos le agradecían que se preocupara por cualquiera que tuviera un problema. Nada más empezar la carretera al El Guapo estaba la casa de Matea y el Güigüe. La negra estaba en el zaguán montando el budare para las arepas del marido, y al verla le gritó:

– ¡Carmen!, ¡mi’ja!, ¿a’ónde va con e’ta o’curiá?

– A dar mis clases Matea, que empiezan a las siete en San Fernando y ya sabe… un ratito a pie y otro caminando.

– ¿Y no te’a mieo te sarga un espanto?

– ¡Ay, Matea, pa’espanto los carajitos que tengo en clase! – ¿y el tigre? mientan que pa’ El Pegón anda un tigre…

– Si me sale, le doy un paraguazo y ya…

– Mija, espera’te de una contra.

La negra se acercó a una mata de ruda que tenía bordeando la casa, cortó una ramita y poniéndosela a Carmen sobre una oreja le echó una bendición:

– ¡Dió me la bendiga, mi’ja!

– Gracias Matea, ¡hasta luego, Güigüe! – se dirigío al negro que asomaba, ya con la atarraya para lebranches al hombro.

Se fue riendo, pero miró para cerciorarse de que la bolsa con la cabuyita seguía en su sitio.

San Fernando estaba a unos diez kilómetros, le quedaba un buen rato de camino y como media hora de noche, que estaba oscurísima, pero había amainado algo la tormenta y el olor que desprendía el monte parecía dar fuerzas. Carmen pensó que si por ese camino había espantos ese no era el momento para salir, los espantos deben ser más bien comodones y saldrán en las cálidas noches del verano, animados por el cantar de grillos y no por este croar de ranas. Y el tigre… ya había visto tigres y cuando te ven de lejos corren a esconderse.

El amanecer fue una sorpresa, hacia el oeste se habían abierto claros y parecía más bien el ocaso, pero como el viento corría hacia oriente significaba que la tormenta en ese día pasaría. Empezó a clarear y con ello el bullicio de la naturaleza, el ir y venir de las bandadas de pericos, el griterío de los monos, la cháchara de las guacharacas… A esa hora, el tigre que habían visto por El Pegón buscaba pesadamente dónde pasar la digestión que le esperaba. Esa noche no había dejado más que los huesos de una lapa desafortunada que se atravesó en su camino. Al poco rato estaba completamente dormido.

La maestra Carmen iba ya por la mitad del camino, todavía caía una llovizna que no le había permitido cerrar el paraguas, pero la mañana estaba agradable. Trataba de recordar que tareas había encargado a sus alumnos para ese día, cuando reconoció a poca distancia una mata de mamón que ya conocía. Estaba tupida y se veía cargadita. – ¡Mira qué bien! Ya tengo resuelto el resto del camino. Un par de racimos de mamones la distraerían hasta llegar a la escuela. Se acercó a la mata y, ya debajo de ella, al apartar el paraguas para poder agarrar los mamones, se encontró, justo encima de su cabeza, con el morro del tigre que estaba entre dos ramas plácidamente dormido.

El grito se oyó de San Fernando a Río Chico.

Tuvo la precaución de poner el paraguas hacia su espalda como para protegerse del tigre y salió disparada carretera arriba. Aunque parezca mentira, no paró hasta llegar a la plaza de San Fernando, y llegó gritando:

– ¡que viene el tigre!, ¡que viene el tigre!

Claro, ella no miró ni una sola vez para atrás durante su carrera, si lo hubiera hecho, habría visto que el tigre no la seguía. No la seguía porque el pobre animal al despertar con semejante alarido y ver la negrura del paraguas como una inmensa boca que se lo comía, se cayó de la rama, pero además algo debió fallarle en su corazón, porque le dio un tembleque por unos momentos y cayó de lado, rígido, todo estirado y del todo muerto.

Al poco rato, pasando por allí unos conuqueros, lo encontraron. Al verlo sin señal de ningún ataque, tan recién muerto y tan duro como si fuera de palo, la conclusión fue más que obvia:

– A este tigre le salió un espanto. – y se corrió la voz de que los espantos también “mataban tigres” de vez en cuando.

La maestra Carmen cuando se enteró, no entendía muy bien, pero terminó aceptando que sí, que el tigre se había muerto “de espanto”.

Hace ya años que no sé de ella, se había jubilado pero seguía igual de querida y buena. Me dijeron que los niños todavía cuando la veían gritaban: «¡tigre! ¡cuidado! ¡que ahí viene la maestra!»

El día ha sido fresco, el palo de agua que cayó temprano dejó al cielo clarito. Se me ha pasado el tiempo entre recuerdos y el repaso al libro de geografía que traje de la ciudad en el tiempo de mis sueños, en que el mundo no parecía estar lejos…, o simplemente el mundo no era tan pequeño…, o yo era más grande…, o con más fuego… Ya casi es de noche. Ahí viene Feliciana.

-¡viejo!, ¿ti’e gana’eun poco’e chigüire?

No se olvida de mí, como todos los días, desayuno y cena. Además todos los días me trae unas flores amarillas con pintas negras, color «cambur pintón» digo yo. No sé qué son ni de donde las saca. Llega, me da un codazo, y entra al cuarto con la ollita de mi cena. Enciende el candil, saca las flores viejas, echa el agua de la lata para fuera, por encima de mi cabeza, y pone agua para las flores nuevas. Me levanto y me acerco por detrás hasta ella, como siempre, se me restriega un poco y espera, por ver si yo le sigo el juego. Hoy me conformo con respirar sobre su nuca el olor a verde, a naturaleza, a hembra…, fingiendo hastío me da un codazo y da la vuelta para mirar hacia las flores:

– por si esta noche te mueres, por lo’meno amane’ca florido

Me aparta de otro codazo y sale:

-¡a comé y a domí, piazo’e viejo!

-¡gracias mi negra, bella, hasta mañana cosa buena!

Se va. Y a mi me queda eso, comer y dormir, esperando a que la noche y el frío del sereno me den sueño. Mientras pienso, pienso… Y espero a mi Feliciana con más arepas o cachapas con queso.

Kaicharen Kuadau

Palabras de uso común en Venezuela

  • Pereza: Perezoso, grotesco mamífero arbóreo de extremadamente lentos movimientos.
  • Chicharras: Cigarras
  • Morocotas: Monedas de oro de la época colonial
  • Cachapas: Tortitas asadas a base de maíz amarillo
  • Conuco: Pequeño terreno para cultivo
  • Plátanos: Plátano «macho» plátanos grandes, amargos, para freir y cocinar
  • Cambur: Llamado plátano en España
  • Despojo: Sortilegio para contrarrestar una maldición o brujería
  • Quebrada: Barranco en Canarias
  • Cariaquito morado: Planta con cuyas flores se preparan baños para mejorar la suerte
  • Parejo: Fuerte, grande
  • Ruda: Planta utilizada en brujería y como amuleto
  • Curiara: Canoa fluvial
  • Guayoyo: Café clarito, poco cargado
  • Casabe: Tortita asada a base de yuca
  • Cédula: D.N.I.
  • Cabuya: Cordel
  • Budare: Plancha redonda de hierro sobre la que se asan las arepas, cachapas, etc.
  • Espanto: Fantasma que aparece con el ánimo de asustar
  • Carajito: Niño
  • Contra: Amuleto protector
  • Atarraya: Red de pesca
  • Lapa: Mamífero mediano, silvestre, de carne exquisita
  • Mamón: Árbol y fruto de cáscara frágil con pulpa escasa, muy dulce, de consistencia viscosa
  • Palo de agua: Fuerte lluvia tropical de poca duración
  • Chigüire: Pequeño mamífero silvestre de carne apreciada
  • Cambur pintón: Plátano ya muy maduro

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