Vincent, llama que pintó el mundo

Vincent, llama que pintó el mundo

En memoria del hombre que escuchó los colores y tradujo su dolor en luz:
para Vincent van Gogh, que murió pobre, pero dejó al cielo en deuda de belleza.

Después de leer varias biografías sobre Vincent van Gogh, de asomarme al abismo luminoso de su genio y de quedarme en silencio ante la fuerza de sus pinceladas, escribo este humilde homenaje al artista que nació en primavera y murió en verano.
La vida breve de una llama.
La vida de un sol que ardió sin tregua.

Vincent Willem van Gogh nació el 30 de marzo de 1853, en Zundert, un rincón de los Países Bajos donde el viento parece todavía hoy murmurar secretos entre los álamos. Su madre, aun con el luto fresco colgándole del alma, le dio el nombre del hijo muerto el año anterior: Vincent. El mismo nombre. El mismo día. La misma sombra.
Y así creció, como si habitara la vida prestada de un hermano ausente, como si el destino le hubiese dicho: “Corrige el error que yo cometí”.

Desde niño miró el mundo con ojos que nadie entendía: los árboles le hablaban en susurros verdes, los colores lo herían con dulzura, y el silencio le parecía un idioma antiguo que solo su alma reconocía.
Su espíritu era un incendio atrapado en el cuerpo de un campesino.
Y aunque fracasó como predicador, como vendedor de arte, como amante, como hermano obediente, triunfó en lo que no se mide con monedas ni medallas: la entrega absoluta al arte, a la creación como forma de redención.
Pintó con el alma, con la fiebre de quien sabe que el tiempo es escaso. Y aunque nadie le compraba un cuadro —ni siquiera por compasión—, persistió, como un girasol que sabe que solo tendrá un verano y aun así se atreve a mirar al sol sin pestañear.

El 27 de julio de 1890, en Auvers-sur-Oise, salió con su caballete… y una pistola. Caminó hacia un campo de trigo, ese mar dorado que tantas veces había pintado con furia y ternura. Allí, entre las espigas que ya conocían su sombra, se disparó en el pecho.
Cayó como un cuadro que se vuelca en su propio marco.
Herido, volvió a la posada, arrastrando su cuerpo desgarrado, con la dignidad de quien camina hacia la eternidad. Murió dos días después, el 29 de julio, con Theo —su hermano, su único cómplice— tomándole la mano en el último aliento.
Theo no soportó la ausencia. Se fue tras él apenas seis meses después.

Hoy reposan juntos, en tumbas humildes, bajo el mismo cielo gris que los vio sufrir y soñar. Nadie habría adivinado que ese hombre pobre, rechazado y desquiciado sería un día reconocido como uno de los más grandes artistas que ha parido la humanidad.

Y, sin embargo, como las estrellas que mueren dejando una luz eterna, Vincent partió… pero su alma sigue pintando en los ojos del mundo.

Y Rachel, aquella joven de ojos cansados y dulzura aprendida —la que abrió el cielo con la oreja que él le ofreció en su delirio de amor—, ríe ahora, libre, en un campo de girasoles dibujado por él, corriendo entre pinceladas de oro que nunca se marchitan.

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