Viaje con retorno al Deus ex Machina

Viaje con retorno al Deus ex Machina

Christian Aiello

06/03/2020

(Extracto de la novela «El preludio y la fuga»)

Collisio II

Dormir parece otra necesidad sin sentido, casi como la de comer. Las condiciones de vida en el mar, en la casa de Berti, en lo de Guglielminetto, la práctica científica, la biología especulativa son cosas que, al final, terminan teniendo cierta relación entre sí.

El equipo se reúne para sermonearme en lenguas incomprensibles. Les hice perder plata, entiendo. Algunos se ven genuinamente contrariados, para otros reunirse conmigo parece ser solamente una molestia necesaria.

Aunque nunca fui bueno para los asuntos prácticos, pienso un rato en cómo resolverles este problema. No se me ocurre nada, salvo que la contrastación empírica, la verificación práctica de la realidad, no son más que vicios de la ciencia moderna.

Algunos discuten, gritan entre sí. Los que no están enojados ahora deciden fingir que lo están. Les pregunto quién me noqueó, pero una vez más simulan no entenderme. Por momentos, vuelvo a la sospecha de que es una broma, en especial cuando hablan de tirarme por la borda o abandonarme en las Laquedivas. Debería ser una broma en cualquier planeta. Pero aún las bromas tienen un terrible trasfondo práctico y, en ese punto, ya no soy capaz de entenderlas.

Poco después atracamos en Durban. No me consiguen un contrincante. Me despreocupo. Trato de disfrutar de la vida en el océano, hago mis faenas aplicada y competentemente, aprendo algunas nuevas expresiones en maltés y turco.

La ciudad de Maputo está una bahía. Confluyen en ella tres líneas de ferrocarril que la conectan con Sudáfrica, donde atracamos recientemente, con Zimbabwe y con Swazilandia. De ese modo, Mozambique cobija al segundo puerto más importante de África oriental.

Vicent es enviado a hablarme. Acude respaldado por los dos griegos con los que me acechaba en Ciudad del Cabo. La tripulación lamenta cómo me trató antes, me explica, que no es mi culpa haberlos malentendido, que esperan poder congraciarse conmigo y empezar de cero.

Esa misma noche me enfrentan a un obrero del embarcadero, un moreno como de mi estatura, pero de gran musculatura. El mallorquín aclara que “sólo es una pelea de entrenamiento”, una especie de exhibición. Podría escapar, se me ocurre, en el tren conecta a Maputo a otros tres países del sur de África, subir a cualquier otro barco, quedarme a vivir en Mozambique ahora que aprendí portugués.

Pero no. Soy el responsable de mis laberintos y ni siquiera estoy decepcionado. Es más fácil pensar que el corto período de bienestar fue un sueño. El desaliento y la resignación son más fuertes que cualquier otro intento de actividad emotiva.

Por un instante estimo la posibilidad de insistir: no soy un luchador, nunca me metí en una pelea, no sabría ni cómo ponerme en guardia. Pero me doy cuenta de que argumentar solamente empeorará las cosas. Me las arreglo para restarle seriedad.

Es cierto que alcancé el primer dan en judo, pero fue únicamente porque era un arte pacífica y un gran ejercicio físico lejos del cúmulo de alergias del aire libre. Recuerdo a sensei Okada, el amigo del abuelo Aléxios. No me ayuda mucho pensar en eso. Me desanimo. La pelea ya comenzó y el recuerdo oportuno del abuelo despejó el umbral para evocar otras pérdidas, hasta llegar al profesor Hansen. Una lágrima se confunde con el sudor de mis mejillas. Esquivo ataque tras ataque, pero cada movimiento conlleva una enorme fatiga. No se me cruza por la cabeza arremeter. Me paso la contienda evitando a mi oponente.

En cada nueva acción mis fuerzas declinan, mis reflejos se nublan, no soporto el cansancio y la tristeza. Me dejo rozar por un golpe en el torso y me desplomo abrazándome el abdomen.

Soy la vesícula biliar de un pugilista de los años treinta. Soy el instinto de conservación de un licaón de África central. Me quedo en el piso, fingiendo un impacto en el hígado. No miro a mi alrededor, me concentro en retorcerme. Si hubiera podido vomitar o desmayarme lo hubiera hecho.

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