Cuando me percaté de que acababa de aceptar escribir un artículo sobre el color para una revista leída principalmente por diseñadores, sabía que la cosa se iba a poner, tarde o temprano, color de hormiga. Hoy, ante la página en blanco, confirmé mis más negras predicciones porque no encontraba por dónde comenzar a abordar el tema. Afortunadamente, recordé una anécdota que en su momento me pareció pintoresca y me hizo reflexionar, o como dirían en el barrio, “me ayudó a darme color,” sobre algunas cosas.
Mi amigo Jaime trabajó en África para Médicos sin Fronteras durante dos años. Cuando regresó, en una comida en mi casa, hizo una brevísima encuesta: “¿De qué color son las cebras?”, nos preguntó a todos los asistentes.
Un aplastante 100% de los interrogados contestó: “blancas con rayas negras”. Jaime sonrió con ironía y nos explicó que los africanos afirman que los famosos animales empiyamados son “negros con rayas blancas”.
¿De qué color son las cebras, señores diseñadores?
¡Por favor, no vayan a empezar a calcular porcentajes de áreas de piel cubiertas con uno o con otro color! Las cebras que aparecen en los National Geographics y las que se exhiben en los zoológicos mexicanos, incluso las que salen en la tele, tienen la misma lógica de color en su piel que las de las estepas africanas.[1] Sin embargo, la mayoría de las personas caucásicas afirmarían que son blancas con negro, mientras que las personas de raza negra dirían que son negras con blanco…, naturalmente.
De esta anécdota surge la intuición que me gustaría compartirles: hablar de color es sin duda hablar de percepción, de experiencia y por lo tanto de interpretación.
Por años intrigó a los científicos determinar si todas las personas percibimos el color de la misma manera; si la pigmentación del iris de los ojos afecta la forma en que se ven los colores. Sabemos ahora que las respuestas a ambas interrogantes es que no; que existen los daltónicos y que ni el color de los ojos (por no meternos en las honduras del color de la piel) no hace ninguna diferencia en nuestra capacidad visual. Pero, además de la dimensión fisiológica de la percepción, existe una dimensión psicológica y emotiva que hace que las personas miremos algo distinto cuando nos exponemos a la presencia de los colores.
Vemos los colores, pero también los nombramos
Los colores son signos ante los cuales nuestra percepción reacciona remitiéndonos a imágenes mentales con cargas psíquicas y emotivas. Pero por si esto no fuera lo suficientemente complejo, además, existe una palabra (signo del signo) para nombrar cada color y existen también un sin número de expresiones para dar precisión a nuestra percepción y tratar de comunicar eso que sólo el ojo entiende. Pensemos en vocablos como: tono, matiz, saturación, luminosidad, intensidad, brillo, oscuridad, reflejo, absorber, interacción, combinar, armonía, sombras, contraste, espectro. Todas estas palabras son esfuerzos por expresar la experiencia de un color. Y lo logran nada más en cierta medida, puesto que aquello que el ojo y el cerebro perciben está más allá del lenguaje hablado, está en el misterio de comprender que “ese tono de rosa tiene mucho amarillo” o en ser capaz de descubrir varios colores en algo aparentemente monocromático.[2]
Aún más, todas estas palabras además de emplearse para definir y calificar el color y para referirnos él y sus comportamientos, a su relación con la luz y con las ondas electromagnéticas; también se emplean, en el lenguaje diario, para referirnos a la capacidad de las personas de otorgar sentido a las distintas experiencias y a las situaciones cotidianas, para colorearlas.
Los significados asociados a los nombres de los colores, hacen pintoresco y preciso nuestro lenguaje.
El asunto se complejiza cada vez más: hay riqueza de comunicativa en las palabras que se emplean para designar a los colores, pero hay también un patrimonio de significado en los colores en sí:
AZUL VERDE AMARILLO MORADO ROJO NEGRO
¿Me explico? Nuestro pobre cerebro padece para decidir a cuál de las señales hacerle caso. Sin embargo, la doble carga de sentido enriquece nuestra expresión. Echaré mano de algunas metáforas en las que el español se vale de la fuerza comunicativa de los colores para ganar claridad: Estaba tan furioso que veía todo rojo; Fue un martes negro cuando se desplomó la bolsa; Necesito que me den luz verde en el proyecto; José es, sin duda, su idea de príncipe azul; El conflicto entre Israel y Palestina sigue al rojo vivo; Detesto los periódicos amarillistas. Y sin duda, el mensaje se comunica muy efectivamente. Eso nos ocurre al expresarnos de manera hablada; pero eso también ocurre cuando aplicamos color a un objeto, una tela, un elemento gráfico.
Un listón, ¿de qué color?
Es imposible no tener en cuenta las cargas asociadas a los colores cuando decidimos sobre ellos al resolver un problema de diseño. Resulta que hay teorías del color, psicología del color y algo que podríamos llamar “antropología del color”. Los resultados de lo estudiado por estas disciplinas no son sólo interesantes, sino además bastante acertadas. Es decir, es casi imposible asignar color a un diseño y no hacer un análisis del tipo el rojo es el color de la pasión y el amor; pero también de la violencia, el fuego y la sangre (fuerzas primordiales) y por lo tanto si predomina ese color en mi diseño seguro remitiría a lo primitivo, mágico-religioso y vital…
Si cuando niños nuestro cuaderno de iluminar estaba lleno de grandes soles amarillos, de árboles verdes, de princesas con vestidos rosas y de uvas de un tono de morado (como el que jamás hemos visto en ningún mercado o campo), recibíamos en recompensa una estrella dorada.
Se nos permite reconocer la riqueza de significado que ya está asociada a cada color; pero no catectizar los colores con nuevos significados producto de nuestras experiencias nuevas. Así las cosas, es muy difícil no sucumbir ante la tentación de diseñar pensando todo el tiempo en que los colores cálidos nos abren el apetito y el verde agua ayuda a que los niños se tranquilicen en las escuelas.
Cuesta trabajo permitirnos experimentar con el color, jugar, proponer. Porque sabemos que sería necio desdeñar toda la valiosa información sobre sus efectos psicológicos y sus aplicaciones culturales solamente en aras de esa cosa tan resbaladiza que se llama innovación o creatividad. Es complicado que un diseñador se quite de la cabeza lo que sabe sobre el color, porque esa información se ha probado cierta muchas veces. Pero en ocasiones, por no hacerlo, su propuesta de color se convierte en un lugar común que ya no comunica nada, que ya no le ayuda a colocar a su usuario detrás del cristal desde el que él mira para que comprenda la solución de diseño que se le ofrece y lo que ésta puede hacer por él. Sin embargo, cuando alguien logra hacerlo. Cuando alguien propone un uso novedoso de los colores, los efectos son contundentes, porque la comunicación a través de ellos suele ser muy rotunda, una revelación instantánea, una bomba de sentido.
¿Cómo entonces encontrar el balance o la combinación perfecta? ¿Experimentando? ¿Pintando de azul algunos árboles y de blanco algunas manzanas? ¿Haciendo asociaciones novedosas? Yo creo que sí. Y aunque sin duda no descubro el hilo negro, creo que puede ser un camino. El reto es hacer que los colores nos remitan ahora a imágenes mentales antes no existentes que hagan que los diseños nos comuniquen algo con mayor precisión y que nos lleven a decir cosas como: “Por favor, pínteme ese muro azul pitufo” o “Me gustaría tapizar mi sillón de un café más oreo”.
“Me gusta así, pero ¿no lo tiene en otro color?”
Sin embargo, mientras eso ocurre, mientras hacemos aún más polisémicos a los colores, creo que es importante para los diseñadores tomar con más firmeza partido por sus selecciones de colores y así como no cederían y no cambiarían la forma propuesta o el material sugerido para un diseño, tampoco traicionen su paleta y logren permanecer fieles al número de Pantone © que según su criterio les ayuda mejor a resolver su problema de diseño.
Si un objeto te gusta, te comunica, te atrae o te conmueve, hace todo eso porque es de “ese” preciso color. Si no te gusta el color, no te gusta ese objeto. Son dos caras de la misma moneda. No hay confusión posible. Si para ti las cebras son blancas con rayas negras, está bien; pero es muy distinto a que para ti las cebras sean negras con rayas blancas, porque cada una de las dos visiones comunica cosas distintas, porque sus significados son distintos.
Tal vez alguien objetaría que “no importa el color del gato, lo importante es que se coma a los ratones.”[3] Estaría dispuesta a concederle razón parcial a esta premisa, si se refiriere a un objeto que no es un objeto de diseño, solamente en ese caso, cuando se prioriza la función por sobre la forma y el significado. Por ejemplo, si la premisa se refiere a… un gato. El color comunica significado y en la ecuación del diseño el significado pinta lo mismo que la forma y la función. No hagamos palidecer el valor comunicativo de un color. ¿Diseñamos colecciones de objetos iguales con variaciones de color? Buena idea. Cada usuario sabrá cuál es el suyo. Sabrá qué le dice el objeto del color que eligió. Cada diseñador será consciente de que dice cosas distintas con cada uno de ellos.
Percibir es traducir y al tratar de comprender lo que un diseñador dijo con un color se pueden cometer errores. Su mensaje puede entenderse sólo parcialmente (por falta de experiencias, asociaciones o referentes) o bien malinterpretarse (por pertenecer a una cultura ajena a la del diseñador o a otro contexto).
Sin embargo, aunque a veces no entendamos a cabalidad lo que expresan, lo que nos dicen, los colores no se callarán.
¿Por qué va a ser lo mismo un florero color ámbar que uno verde menta? No. Aunque sean idénticos en forma, función, material, proceso de fabricación, precio… Aunque sean iguales en todo lo demás, dos objetos a los que se les asignó un color distinto dicen cosas distintas. Piensen (si no los convenzo) en los modernos gadgets que nos invitan a “personalizarlos”. Lo primero que eso implica es escoger, por ejemplo, el color de su funda o de su fondo de pantalla. ¿Cabría estirar la metáfora para decir que “personalizar” un objeto implica escoger nuestra postura ante él? Ustedes me dirán.
El azul, el amarillo, el lavanda, el anaranjado, el marrón…son chismosos.
¿Qué pasaría si les dijera que mi computadora es rosita y el edredón que cubre mi cama dorado? ¿Qué si dijera que mi coche es amarillo, que el vestido que usé el sábado es café con verde menta, que tengo una bufanda de arco iris y que siempre he pensado que la letra e minúscula es azul? ¿Qué pensarían de mí, si confesara que sólo uso ropa interior roja o que mi taza consentida para beber té es azul cobalto, que mis pantalones favoritos son anaranjados, la duela del piso de mi oficina está pintada de verde bandera y que jamás jamás jamás me pintaría los labios de carmín, ni los párpados de azul turquesa o las uñas de otro color que no fuera negro? Probablemente asomarse a mis colores les daría más información sobre mí de la que me sentiría cómoda compartiéndoles. Probablemente hablarles de mis elecciones en cuanto a color “me pintaría de cuerpo entero” ante su educado ojo de diseñadores. Y probablemente, también, haría que me pusiera colorada de vergüenza.
Imagen 8/ luchas
Vivimos en tecnicolor
Ya lo dijo Campoamor: “…todo depende del color del cristal con que se mira.” ¡Alerta, queridos diseñadores! Más allá de cualquier profesión, las personas vivimos desde un “color” (el que elegimos en ese momento) y desde la abrumadora carga simbólica asociada a él a través del tiempo, la cultura y nuestras experiencias. Afirmar que nos asomamos a la vida desde un cristal coloreado de azul, rojo, verde, amarillo, negro o dorado es el equivalente a decir que nuestra actitud (fruto de nuestra percepción) otorga un sentido único y distinto –personal y subjetivo– a la realidad objetiva.
Nuestro día es del color que decidimos asignarle, del tono que somos capaces de ver. Así, un adolescente ve la vida color de rosa porque todavía está muy verde; pero un rígido contador cree que todo es blanco o negro hasta que un día se declara en números rojos; el profesor más aburrido imparte clases tremendamente grises, porque nunca se ha atrevido a contar un chiste colorado durante su lección; aquel diputado es un camaleón en cuanto a sus convicciones políticas; y esa niñita refleja la blancura de su alma con cada uno de sus actos.
Señor diseñador, ¿qué paleta de color me sugiere?
Nos enfrentamos a la vida desde una atalaya pintada con el tono de una determinada actitud que es producto de la combinación y mezcla de un montón de vivencias. Esa es una responsabilidad personal y habrá que asumirla. Sin embargo, estamos todo el tiempo expuestos a los mensajes que cada objeto diseñado nos regala con su color y somos vulnerables a la belleza o fealdad de lo que nos rodea. En eso los diseñadores sí pueden echarnos una manita.
Los colores son precisas y poderosas herramientas para generar sentido, para comunicarnos con claridad y pertinencia; son oportunidades para encontrarnos que no vale la pena desperdiciar o tomar a la ligera. Tal vez más que nadie los pintores, pero también ustedes los diseñadores, tienen el don de comprender y usar el lenguaje de los colores con maestría. ¡Estoy verde de envidia! Así que mejor me pinto de colores.[4]
[1] Confíen en mi afirmación, lo investigué en Google.
[2] Piensen en la secuencia en la que el pintor Johannes Vermeer le enseña a su sisrvienta-modelo a descubrir muchos colores en una nube que para ella había sido, hasta ese día, meramente blanca, en la película La joven con el arete de perla, dirigida por Peter Webber y basada en la novela homónima de Tracy Chevalier. Si no la han visto, se las recomiendo.
[3] Anónimo
[4] Todas las fotografías son mías. Las imágenes de los zapatos y la piel de cebra las descargué libremente de internet.Vamos a ver de qué color pinta el verde
Por Olga Varela
Cuando me percaté de que acababa de aceptar escribir un artículo sobre el color para una revista leída principalmente por diseñadores, sabía que la cosa se iba a poner, tarde o temprano, color de hormiga. Hoy, ante la página en blanco, confirmé mis más negras predicciones porque no encontraba por dónde comenzar a abordar el tema. Afortunadamente, recordé una anécdota que en su momento me pareció pintoresca y me hizo reflexionar, o como dirían en el barrio, “me ayudó a darme color,” sobre algunas cosas.
Mi amigo Jaime trabajó en África para Médicos sin Fronteras durante dos años. Cuando regresó, en una comida en mi casa, hizo una brevísima encuesta: “¿De qué color son las cebras?”, nos preguntó a todos los asistentes.
Un aplastante 100% de los interrogados contestó: “blancas con rayas negras”. Jaime sonrió con ironía y nos explicó que los africanos afirman que los famosos animales empiyamados son “negros con rayas blancas”.
¿De qué color son las cebras, señores diseñadores?
¡Por favor, no vayan a empezar a calcular porcentajes de áreas de piel cubiertas con uno o con otro color! Las cebras que aparecen en los National Geographics y las que se exhiben en los zoológicos mexicanos, incluso las que salen en la tele, tienen la misma lógica de color en su piel que las de las estepas africanas.[1] Sin embargo, la mayoría de las personas caucásicas afirmarían que son blancas con negro, mientras que las personas de raza negra dirían que son negras con blanco…, naturalmente.
De esta anécdota surge la intuición que me gustaría compartirles: hablar de color es sin duda hablar de percepción, de experiencia y por lo tanto de interpretación.
Por años intrigó a los científicos determinar si todas las personas percibimos el color de la misma manera; si la pigmentación del iris de los ojos afecta la forma en que se ven los colores. Sabemos ahora que las respuestas a ambas interrogantes es que no; que existen los daltónicos y que ni el color de los ojos (por no meternos en las honduras del color de la piel) no hace ninguna diferencia en nuestra capacidad visual. Pero, además de la dimensión fisiológica de la percepción, existe una dimensión psicológica y emotiva que hace que las personas miremos algo distinto cuando nos exponemos a la presencia de los colores.
Vemos los colores, pero también los nombramos
Los colores son signos ante los cuales nuestra percepción reacciona remitiéndonos a imágenes mentales con cargas psíquicas y emotivas. Pero por si esto no fuera lo suficientemente complejo, además, existe una palabra (signo del signo) para nombrar cada color y existen también un sin número de expresiones para dar precisión a nuestra percepción y tratar de comunicar eso que sólo el ojo entiende. Pensemos en vocablos como: tono, matiz, saturación, luminosidad, intensidad, brillo, oscuridad, reflejo, absorber, interacción, combinar, armonía, sombras, contraste, espectro. Todas estas palabras son esfuerzos por expresar la experiencia de un color. Y lo logran nada más en cierta medida, puesto que aquello que el ojo y el cerebro perciben está más allá del lenguaje hablado, está en el misterio de comprender que “ese tono de rosa tiene mucho amarillo” o en ser capaz de descubrir varios colores en algo aparentemente monocromático.[2]
Aún más, todas estas palabras además de emplearse para definir y calificar el color y para referirnos él y sus comportamientos, a su relación con la luz y con las ondas electromagnéticas; también se emplean, en el lenguaje diario, para referirnos a la capacidad de las personas de otorgar sentido a las distintas experiencias y a las situaciones cotidianas, para colorearlas.
Los significados asociados a los nombres de los colores, hacen pintoresco y preciso nuestro lenguaje.
El asunto se complejiza cada vez más: hay riqueza de comunicativa en las palabras que se emplean para designar a los colores, pero hay también un patrimonio de significado en los colores en sí:
VERDE VERDE VERDE
¿Me explico? Nuestro pobre cerebro padece para decidir a cuál de las señales hacerle caso. Sin embargo, la doble carga de sentido enriquece nuestra expresión. Echaré mano de algunas metáforas en las que el español se vale de la fuerza comunicativa de los colores para ganar claridad: Estaba tan furioso que veía todo rojo; Fue un martes negro cuando se desplomó la bolsa; Necesito que me den luz verde en el proyecto; José es, sin duda, su idea de príncipe azul; El conflicto entre Israel y Palestina sigue al rojo vivo; Detesto los periódicos amarillistas. Y sin duda, el mensaje se comunica muy efectivamente. Eso nos ocurre al expresarnos de manera hablada; pero eso también ocurre cuando aplicamos color a un objeto, una tela, un elemento gráfico.
Un listón, ¿de qué color?
Es imposible no tener en cuenta las cargas asociadas a los colores cuando decidimos sobre ellos al resolver un problema de diseño. Resulta que hay teorías del color, psicología del color y algo que podríamos llamar “antropología del color”. Los resultados de lo estudiado por estas disciplinas no son sólo interesantes, sino además bastante acertadas. Es decir, es casi imposible asignar color a un diseño y no hacer un análisis del tipo el rojo es el color de la pasión y el amor; pero también de la violencia, el fuego y la sangre (fuerzas primordiales) y por lo tanto si predomina ese color en mi diseño seguro remitiría a lo primitivo, mágico-religioso y vital…
Si cuando niños nuestro cuaderno de iluminar estaba lleno de grandes soles amarillos, de árboles verdes, de princesas con vestidos rosas y de uvas de un tono de morado (como el que jamás hemos visto en ningún mercado o campo), recibíamos en recompensa una estrella dorada.
Se nos permite reconocer la riqueza de significado que ya está asociada a cada color; pero no catectizar los colores con nuevos significados producto de nuestras experiencias nuevas. Así las cosas, es muy difícil no sucumbir ante la tentación de diseñar pensando todo el tiempo en que los colores cálidos nos abren el apetito y el verde agua ayuda a que los niños se tranquilicen en las escuelas.
Cuesta trabajo permitirnos experimentar con el color, jugar, proponer. Porque sabemos que sería necio desdeñar toda la valiosa información sobre sus efectos psicológicos y sus aplicaciones culturales solamente en aras de esa cosa tan resbaladiza que se llama innovación o creatividad. Es complicado que un diseñador se quite de la cabeza lo que sabe sobre el color, porque esa información se ha probado cierta muchas veces. Pero en ocasiones, por no hacerlo, su propuesta de color se convierte en un lugar común que ya no comunica nada, que ya no le ayuda a colocar a su usuario detrás del cristal desde el que él mira para que comprenda la solución de diseño que se le ofrece y lo que ésta puede hacer por él. Sin embargo, cuando alguien logra hacerlo. Cuando alguien propone un uso novedoso de los colores, los efectos son contundentes, porque la comunicación a través de ellos suele ser muy rotunda, una revelación instantánea, una bomba de sentido.
¿Cómo entonces encontrar el balance o la combinación perfecta? ¿Experimentando? ¿Pintando de azul algunos árboles y de blanco algunas manzanas? ¿Haciendo asociaciones novedosas? Yo creo que sí. Y aunque sin duda no descubro el hilo negro, creo que puede ser un camino. El reto es hacer que los colores nos remitan ahora a imágenes mentales antes no existentes que hagan que los diseños nos comuniquen algo con mayor precisión y que nos lleven a decir cosas como: “Por favor, pínteme ese muro azul pitufo” o “Me gustaría tapizar mi sillón de un café más oreo”.
“Me gusta así, pero ¿no lo tiene en otro color?”
Sin embargo, mientras eso ocurre, mientras hacemos aún más polisémicos a los colores, creo que es importante para los diseñadores tomar con más firmeza partido por sus selecciones de colores y así como no cederían y no cambiarían la forma propuesta o el material sugerido para un diseño, tampoco traicionen su paleta y logren permanecer fieles al número de Pantone © que según su criterio les ayuda mejor a resolver su problema de diseño.
Si un objeto te gusta, te comunica, te atrae o te conmueve, hace todo eso porque es de “ese” preciso color. Si no te gusta el color, no te gusta ese objeto. Son dos caras de la misma moneda. No hay confusión posible. Si para ti las cebras son blancas con rayas negras, está bien; pero es muy distinto a que para ti las cebras sean negras con rayas blancas, porque cada una de las dos visiones comunica cosas distintas, porque sus significados son distintos.
Tal vez alguien objetaría que “no importa el color del gato, lo importante es que se coma a los ratones.”[3] Estaría dispuesta a concederle razón parcial a esta premisa, si se refiriere a un objeto que no es un objeto de diseño, solamente en ese caso, cuando se prioriza la función por sobre la forma y el significado. Por ejemplo, si la premisa se refiere a… un gato. El color comunica significado y en la ecuación del diseño el significado pinta lo mismo que la forma y la función. No hagamos palidecer el valor comunicativo de un color. ¿Diseñamos colecciones de objetos iguales con variaciones de color? Buena idea. Cada usuario sabrá cuál es el suyo. Sabrá qué le dice el objeto del color que eligió. Cada diseñador será consciente de que dice cosas distintas con cada uno de ellos.
Percibir es traducir y al tratar de comprender lo que un diseñador dijo con un color se pueden cometer errores. Su mensaje puede entenderse sólo parcialmente (por falta de experiencias, asociaciones o referentes) o bien malinterpretarse (por pertenecer a una cultura ajena a la del diseñador o a otro contexto).
Sin embargo, aunque a veces no entendamos a cabalidad lo que expresan, lo que nos dicen, los colores no se callarán.
¿Por qué va a ser lo mismo un florero color ámbar que uno verde menta? No. Aunque sean idénticos en forma, función, material, proceso de fabricación, precio… Aunque sean iguales en todo lo demás, dos objetos a los que se les asignó un color distinto dicen cosas distintas. Piensen (si no los convenzo) en los modernos gadgets que nos invitan a “personalizarlos”. Lo primero que eso implica es escoger, por ejemplo, el color de su funda o de su fondo de pantalla. ¿Cabría estirar la metáfora para decir que “personalizar” un objeto implica escoger nuestra postura ante él? Ustedes me dirán.
El azul, el amarillo, el lavanda, el anaranjado, el marrón…son chismosos.
¿Qué pasaría si les dijera que mi computadora es rosita y el edredón que cubre mi cama dorado? ¿Qué si dijera que mi coche es amarillo, que el vestido que usé el sábado es café con verde menta, que tengo una bufanda de arco iris y que siempre he pensado que la letra e minúscula es azul? ¿Qué pensarían de mí, si confesara que sólo uso ropa interior roja o que mi taza consentida para beber té es azul cobalto, que mis pantalones favoritos son anaranjados, la duela del piso de mi oficina está pintada de verde bandera y que jamás jamás jamás me pintaría los labios de carmín, ni los párpados de azul turquesa o las uñas de otro color que no fuera negro? Probablemente asomarse a mis colores les daría más información sobre mí de la que me sentiría cómoda compartiéndoles. Probablemente hablarles de mis elecciones en cuanto a color “me pintaría de cuerpo entero” ante su educado ojo de diseñadores. Y probablemente, también, haría que me pusiera colorada de vergüenza.
Imagen 8/ luchas
Vivimos en tecnicolor
Ya lo dijo Campoamor: “…todo depende del color del cristal con que se mira.” ¡Alerta, queridos diseñadores! Más allá de cualquier profesión, las personas vivimos desde un “color” (el que elegimos en ese momento) y desde la abrumadora carga simbólica asociada a él a través del tiempo, la cultura y nuestras experiencias. Afirmar que nos asomamos a la vida desde un cristal coloreado de azul, rojo, verde, amarillo, negro o dorado es el equivalente a decir que nuestra actitud (fruto de nuestra percepción) otorga un sentido único y distinto –personal y subjetivo– a la realidad objetiva.
Nuestro día es del color que decidimos asignarle, del tono que somos capaces de ver. Así, un adolescente ve la vida color de rosa porque todavía está muy verde; pero un rígido contador cree que todo es blanco o negro hasta que un día se declara en números rojos; el profesor más aburrido imparte clases tremendamente grises, porque nunca se ha atrevido a contar un chiste colorado durante su lección; aquel diputado es un camaleón en cuanto a sus convicciones políticas; y esa niñita refleja la blancura de su alma con cada uno de sus actos.
Señor diseñador, ¿qué paleta de color me sugiere?
Nos enfrentamos a la vida desde una atalaya pintada con el tono de una determinada actitud que es producto de la combinación y mezcla de un montón de vivencias. Esa es una responsabilidad personal y habrá que asumirla. Sin embargo, estamos todo el tiempo expuestos a los mensajes que cada objeto diseñado nos regala con su color y somos vulnerables a la belleza o fealdad de lo que nos rodea. En eso los diseñadores sí pueden echarnos una manita.
Los colores son precisas y poderosas herramientas para generar sentido, para comunicarnos con claridad y pertinencia; son oportunidades para encontrarnos que no vale la pena desperdiciar o tomar a la ligera. Tal vez más que nadie los pintores, pero también ustedes los diseñadores, tienen el don de comprender y usar el lenguaje de los colores con maestría. ¡Estoy verde de envidia! Así que mejor me pinto de colores.[4]
NOTAS:
[1] Confíen en mi afirmación, lo investigué en Google.
[2] Piensen en la secuencia en la que el pintor Johannes Vermeer le enseña a su sisrvienta-modelo a descubrir muchos colores en una nube que para ella había sido, hasta ese día, meramente blanca, en la película La joven con el arete de perla, dirigida por Peter Webber y basada en la novela homónima de Tracy Chevalier. Si no la han visto, se las recomiendo.
[3] Anónimo
[4] Todas las fotografías son mías. Las imágenes de los zapatos y la piel de cebra las descargué libremente de internet.
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