La primera vez que tuve noticias de ella fue después de haber ganado mi primer –y único- concurso literario. Yo tenía ocho años, y mi poema fue publicado en la revista escolar Job Pim. «En casa todos dicen que voy a ser escritora o algo así”, escribí entonces a mi abuela. Pero al parecer ella tenía las mismas intenciones, porque al año siguiente, un cuento suyo también apareció en la revista Job Pim y todos creían que era yo, que volvía a repetir premio. Pero no, era ella.

Llegué a pensar que eran muchas, pues la encontré en el liceo como estudiante de bachilJlerato y luego en la Universidad. Mucho después, salía en los diarios como funcionaria del gobierno, gerente de empresas, médico, investigadora, y hasta gimnasta en las olimpiadas. Pero era ella. Supe que fue profesora universitaria, que contrajo matrimonio con un judío millonario, tuvo dos niños y viajó a Francia, donde hoy es una famosa asesora de programas culturales. Lo que no entiendo es por qué, después de tanto éxito, sigue ejerciendo, como yo, el periodismo; escribiendo, como yo, poemas; practicando, como yo, la yoga. Tampoco por qué insiste en aparecer en mis redes sociales y correos electrónicos. Por qué sigue, esa intrusa, usurpando mi nombre.

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