Una Tarde de Invierno

La helada se había devenido como un aluvión en la ciudad. Juan sentía cómo se le entumecían cada vez más las manos con cada paso y la nieve crujía bajo sus borcegos. Esa sensación derivó en un diluvio de recuerdos y emociones, principalmente su viaje a San Petersburgo en 1997. Ahora en 2024 a sus sesenta años de edad las repercusiones de semejante clima hacían mella en su cuerpo. La sangre le transitaba lentamente y la diástole y sístole era apenas imperceptibles por lo que empuñaba con firmeza sus píldoras para el corazón en caso que ocurriera una fatalidad. Curiosamente, su mente revolivió en su subconsciente más sensaciones vividas y sucesos extraviados en lo profundo de su corazón. Embebecido por este sentimiento, visualizó cómo la nieve caía a mansalva y cómo los copos se arremolinaban en torno al suelo debido al fuerte viento. Recordó el calor que le transmitía el vodka para contrarrestar el frío crudo, así como el sabor fresa del lápiz labial de la joven que había conocido en un bar se mezclaba con los remanentes del alcohol en su boca. Era vívida la imagen de la piel pálida, suave y aterciopelada de la muchacha; ojos azules como la gema del lapislázuli, punzantes como agujas que desnudaban su alma hasta la mínima expresión. Una figura esbelta, de vientre chato pero con cintura de anchura exacta para que el dar a luz no provoque mayores percances. Subiendo la mirada, la copa era del tamaño que a Juan más le gustaba sumado a que el vestido color carmesí oscuro dejaba entreveer de manera sutil pero segura la zona más interesante tanto para los infantes como para los hombres adultos.Tras unas noches de lujuria y pasión, poco anticipó que esta señorita sería su amor frustrado durante los años venideros. 

Ahora que su cabello se tornó gris y las arrugas abundan en su rostro, la idea de una vida con esta mujer lo intriga y lo llena de pesar y remordimiento. Pero la vigorosidad de la juventud pudo hacerle frente a su resolución y pobló su lecho de acompañantes temporales y amores pasajeros. Tales acciones fueron imperdonables por la muchacha quién lo apartó de su vida de un plumazo, sin consideración a reclamo alguno. Ni siquiera los pendientes de oro que Juan le había regalado fueron suficientes para aplacar la rabia y el pesar de la traición en el corazón de la joven.

Los noventa habían sido el último momento donde el calor en su interior no sería trasmitido por el vodka, sino por algo más. Y aquello lo había olvidado y abandonado, pero él estará condenado a recordar hasta que su corazón diga que hasta aquí cumplió su ciclo.

La ventisca lo acompañaba de vuelta a su cabaña como si fuera una vieja amiga. Y, tal vez, lo era. La nieve se iba apilando poco a poco en torno a su bufanda de lana y su papaja parecía que hubiera crecido diez centímetros más de lo normal. Sentía cómo las mejillas y la nariz se hinchaban con el roce de los copos y se tornaban rojas, haciendo su rostro más redondo y congestionado.

Ya en el albergue, tomó un baño caliente y junto a la salamandra tendió las prendas. Estas chorreaban nieve, ahora agua, copiosamente derramandose como raudal y Juan quedó hipnotizado por cómo las llamas del brasero iluminaban con tonos amarillos y rojos el hilo de liquido que se vertía sobre una toalla tendida en el suelo. Ya en pijama, sus pensamientos volvieron a trasladarlo a Rusia, a ese témpano helado. Envuelto en sábanas y frazadas y, acobijado por el calor de la salamandra, su respiración se fue atenuando hasta volverse un silbido cada vez más imperceptible y su vista fue nublándose paulatinamente.

Esa noche, Juan tuvo un sueño. Divisó una neblina espesa o quizá se trate una ventizca, de cualquier manera, dificultaba el poder ver con claridad. Una casa de madera, seguramente una cabaña, en medio de la bruma se iluminaba en soledad con una única luz tenue sobre una repisa. A su lado, una cama ancha bien mullida en edredones y almohadas. Sobre ella una persona. La visión era reducida, pero la persona probablemente sea una mujer o, cuanto menos, eso dedujo su subconsciente. Cabello largo, blanco y lacio; rostro algo demacrado y arrugado por los años y, tal vez, por una vida de experiencias bien vividas. Las manos flacas, de venas bien acentuadas, sujetaban un pequeño libro con firmeza y Juan notaba como los músculos de las muñecas y las falanges desde la base hasta las puntas de los dedos se tensaban. La luz del farol, reflejaba un brillo dorado muy bonito sobre los pendientes de la mujer y esto le permitió dilucidar sus labios, su nariz y sus ojos. Estos, entreveían una expresión de sosiego y satisfacción. Eso lo hizo feliz.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS