Un instantáneo impulso por hacerme de esa flor, hermosa y radiante, me llevó a cruzar la calle y muy delicadamente tomarla en mis manos. Su increíble aroma me hizo sentir que esta inusual reacción tendría un motivo y si bien no lo conocía, algo me decía que era importante.

Fue raro, porque desde ese momento comencé a notar que todo mi alrededor se convertía en cómplice de mi alocado sentimiento, y opté por caminar sin destino, buscando señales y poniendo todos mis sentidos en la difícil tarea de no perder ni el más pequeño detalle.Por momentos sentía que éste no era más que uno de esos tontos juegos que, a mis años, sólo lograban hacerme sentirme ridículo e infantil, pero mi presentimiento me hacía seguir adelante y fue así que me vi frente a la más hermosa plaza de mi ciudad, por lo que decidí hacer un último intento en recorrerla.

Y la encontré a ella, sentada sola en un banco, con sus ojos armados en lágrimas, sintiendo frío a pesar que los últimos rayos del sol de la tarde le pedían permiso para pasar a través de sus claros cabellos. Me acerqué sin saber bien porque y sin poder emitir sonido alguno, simplemente me nació extenderle mis manos ofreciéndole la flor.Mezcla de grito y llanto hicieron que se levantara y me abrace como si nos conociéramos de siempre, sin dejar de repetir “cuanto te extraño, cuanto te extraño…”

Mas calmada luego de unos instantes, me contaba que esas flores eran las que su amado novio, recién fallecido, le solía regalar y que en sus últimos momentos no hizo más que prometerle amor eterno.

Yo esa noche no dormí, no pude borrar de mi mente a esa niña, pero si pude guardar ese día para siempre en mi corazón y aprendí, por sobre todas las cosas, que las promesas de amor generan una energía inconmensurable.

(dc)

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