Una entrevista de trabajo

Una entrevista de trabajo

Luisaco

28/11/2023

Una entrevista de trabajo

Me gusta y me fascina el trabajo. Podría estar sentado horas y horas mirando a otros cómo trabajan.

                                                  Jerome Klapka Jerome, Humorista inglés

Mientras me aburría en la sala de espera llegué a la conclusión de que, si aquel edificio fuera una persona, sería el típico personaje gris que solo habla de trivialidades. Alguien que te pregunta si tienes novia, que te comenta el partido de ayer aunque no te interese lo más mínimo o que te habla de la póliza del seguro de su coche. El reloj parecía marcar los años más que las horas y la máquina de agua se había quedado sin vasos de plástico, aunque tampoco importaba, la garrafa estaba vacía.

Todo en aquel lugar me parecía deprimente y sentí varias veces el impulso de tirarme por la ventana, a pesar de que estábamos bastante altos. Pero, por desgracia para mí, formo parte de esas millones de personas que necesitan ganar dinero para vivir. No podía marcharme, estaba ahí atrapado.

Abrí por enésima vez la carpeta de cartón que llevaba conmigo y me aseguré una vez más que mi currículum seguía ahí. Aquella pequeña foto en blanco y negro era mi versión más aburrida. Era yo y, a la vez, era lo más ajeno a mí. Aquel “yo” sin color tenía una mirada triste y ahogada, como la de un fumador sin cigarrillos. Pobre, le podría haber impreso en color, por lo menos.

Tras dos horas de cavilaciones y desidia, una mujer ataviada con lo que parecía un uniforme de azafata de vuelo apareció por una puerta que estaba a mi derecha. Me miró con cara inexpresiva y con un hilo de voz me pidió que le acompañara.

Caminamos en silencio por un pasillo mortecino hasta llegar a una puerta de aspecto tosco. Todo en aquel corredor era gris y blanco y aquella puerta era, por supuesto, grisácea. “Le esperan dentro. Buena suerte”, dijo la mujer antes de marcharse sin que pudiera siquiera darle las gracias. “Están acostumbrados a que pasemos tantos por aquí que ya no se molestan ni en mirarnos”, pensé. No tenía sentido quedarse mucho tiempo en aquel pasillo. Me conozco lo suficiente a mí mismo como para saber que si no actúo rápido empiezo a tener dudas y a ponerme nervioso. Lo mejor era armarse de valor y saltar al interior de esa habitación y lidiar con lo que le esperara ahí dentro.

Giré el pomo y abrí la puerta con decisión. Pasé con la cabeza bien alta y una mirada que decía “sé lo que hago”. Hice a la perfección el numerito del candidato seguro de sí mismo. Pero claro, por muy bien que se me diera interpretar ese papel, no pude disimular mi sorpresa al ver a un hombre vestido de plátano que me miraba con frialdad. El tipo estaba sentado en una pequeña silla de madera en medio de la habitación. Junto a él había otro señor vestido con traje gris y, justo frente a los dos, una silla vacía. Una bombilla de luz blanca colgaba del techo y no había ni mesa, ni ventanas ni nada más que cuatro paredes asfixiantes.

¿Cuánto tiempo habría pasado el hombre plátano mirando con esa expresión intimidante hacia la puerta para sorprender al próximo candidato? Fue el primer pensamiento que cruzó mi mente.

– ¿Es usted Mateo Finigann? –preguntó el hombre vestido de plátano con una voz ronca y severa. Aún no había salido de mi asombro. Estaba preparado para todo. Había pensado de todo durante las horas que había estado en la sala de espera. Cualquier posible pregunta, cualquier posible test de conocimiento técnico o cualquier estrategia psicológica de recursos humanos. Pero, definitivamente, no estaba preparado para un hombre vestido de plátano que miraba como si le debiera dinero.

– Sí, –respondí finalmente.

El hombre del traje gris señaló la silla vacía con un movimiento de cabeza.

– Siéntese aquí por favor.

Me acerqué a la silla y me senté en silencio. Que no hubiera mesa me hacía sentir incómodo y era casi como estar desnudo. Apoyé la carpeta encima de los muslos y crucé los dedos sobre ella. El hombre del traje gris cruzó las piernas y me dirigió una mirada de curiosidad mientras que el que estaba disfrazado de plátano me observaba con una expresión de furia sin ni siquiera parpadear.

El silencio se prolongaba y la situación era cada vez más incómoda. Nadie decía nada, así que, intentando recuperar el valor, me atreví a abrir la carpeta, mi única aliada en la habitación.

– He traído mi currículum, por si…

– ¿El currículum? ¡El currículum no! ¿Por qué el currículum?! no nos vale de nada, ¿es que no lo entiende? –gritó de repente el hombre vestido de plátano mientras se levantaba, agarraba la silla en la que había estado sentado y la lanzaba con furia contra la pared de atrás. Las astillas saltaron por los aires y un crujido sordo resonó en todo el cuarto. Acto seguido, se irguió y me miró con seriedad, como esperando a que volviera a hablar. No se me ocurrió nada que decir. El hombre del traje gris observaba la escena sin inmutarse.

– Levántese, en nombre de Dios –dijo el hombre vestido de plátano en un repentino tono calmado.

Obedecí al instante de manera autómata. El plátano ocupó la silla y yo, tras dudar un instante, me senté en el suelo con las piernas cruzadas entre los dos hombres. Ahora, para dirigirme a ellos tenía que mirar hacia arriba.

– Bien, veamos, –comenzó a decir el hombre del traje gris a la vez que se encorvaba sobre mi rostro. Te vamos a hacer unas preguntas para conocerte mejor. Aquí va la primera: ¿Cuándo fue la última vez que vomitaste?

–¿Perdón?

– ¿Cuándo fue la última vez que vomitaste? –repitió el hombre de gris sin cambiar un ápice de su entonación robótica.

Notaba la mirada del hombre plátano clavada en mí.

–Pues no sé, –comencé a decir bastante confuso–. Creo que la última vez fue hace unos años. Me parece que pillé un virus del estómago.

–¿Qué clase de virus? –preguntó el plátano con tono irritado.

– Pues uno de esos estomacales. No sé decirles el nombre –mantenía la mirada en el hombre de gris para evitar todo contacto visual posible con el hombre plátano.

– Está bien –dijo en tono conciliador el hombre de gris–. No importa que no tengas claro la última vez que potaste como un cerdo. Vamos a por otra pregunta. Para esta, necesitamos que te concentres y des lo mejor de ti. Veamos… Si en la mano derecha tengo cinco monos pero se me caen tres, y en la mano izquierda tengo siete, pero también se me caen tres, y le paso a la otra mano dos más… ¿Por qué eres tan hijo de puta?

Mi rostro debió perder toda expresión y sentí un débil mareo. No sabía si había escuchado de verdad lo que había escuchado. El hombre gris me miraba con toda atención, como si estuviera esperando alguna respuesta que le revelara el sentido de la vida.

– ¿Qué? –llegué a decir con un hilo de voz.

De repente, el señor vestido de plátano se lanzó bruces al suelo y comenzó a hacer flexiones –¿Cuántas crees que me hago hoy? –gritaba.

–¿Cuántas crees que se va a hacer hoy, Mateo? –me preguntó el hombre del traje gris mirándome directamente a los ojos–. Es más, si las flexiones fueran tú, ¿Cuántos tues podríamos hacer?

–¡Veinticinco Mateos! –gritó el plátano mientras el hombre de gris no apartaba la mirada de mí

– El plátano está haciendo Mateos y tú eres una flexión. Estás ahí, sin decir nada. ¿Por qué no dices nada, Malexión? Ese eres tú ahora, Malexión. ¿Te gusta?, lo ha elegido tu madre para ti. A las flexiones os suelen llamar así, ¿no?

No sabía qué responder. No había nada que responder. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas mientras el hombre plátano no paraba de hacer flexiones a mi lado. ¡Voy a llegar a los cien mateos!, gritaba de vez en cuando. Simplemente, no podía pensar.

– ¿El puesto es mío? –dije sin saber en absoluto por qué preguntaba eso.

– ¿El puesto? –repitió el hombre de gris-. Me preguntas que si el puesto es tuyo mientras clavas tu pupila azul en mi pupila. Y tú me lo preguntas, Maxilón, el puesto, eres tú.

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