Era una de esas tardes de otoño en la que las hojas secas habían estampado todas las calles de la villa cuando Almudena le contó a su hija lo acaecido.

Creo que eres lo suficientemente adulta para saber lo que pasó, para que veas cuán cruel puede llegar a ser la tierra que pisamos, le dije sin temor. Yo, la madre sobre protectora, que temía cuando su hija salía a la calle por lo que pudieran contarle, por fin daba el paso.

Con tu misma edad pisé mi segunda casa de acogida. Con quince años había pasado por dos orfanatos, una casa de monjas y una familia provisional; por tanto, nunca llegué a pensar que esa sería mi última parada del tren. ¿Esperanza? No hija no, eso no se estilaba, vivíamos con la conciencia intranquila por las noches, el rún-rún de una conciencia que no me pertenecía. Tú no elegías quién eras, eras quien tus padres habían sido. Yo era una especie de peste que cuanto pisaba ennegrecía, era la hija de unos rojos asesinados en el campo de batalla que nadie recuerda por cómo eran, sino por con qué brazalete habían optado en el tiroteo habitual de cada día.

Tu tía, casada con un militar del bando contrario no podía acogerme en su casa, allí era mejor recibida una cucaracha hambrienta que yo, más cosa que persona para su marido. Decidí ir por mi propio pie al orfanato más cercano y di mil gracias por ser menor de edad, sino no tendría dónde ir. Esa noche lo odié todo, a tus abuelos, a tu tía, a mí por haber nacido. Quise desaparecer, olvidar, empezar de nuevo, pero eso tampoco se estilaba, como si llevases un tatuaje que pusiese: soy hija de republicanos, repudiadme.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS