Una aburrida tarde de lunes.

Y soñé, como no podía ser de otro modo, en ella, en sus carnosos y despreocupados labios, en sus ojos de interminable esmeralda, en su lisa melena color trigo que recuerda en cierto modo a la tierra donde me crié, en los halagos, que aunque crea que son falsos resuenan en mis oídos y me hacen crear una falsa esperanza de amor.

Soy aquel Vallisoletano que sin nada que hacer cavila en sus recuerdos de verano, pues el sufrimiento constante surge de esos tiernos momentos de juventud, no es más que eso.

Ah, mi juventud perdida a los dieciséis años de edad. A mi edad los insanos jóvenes suelen beber, fumar y consumir alguna que otra droga mal vista por la sociedad, pues bien, digamos que mi alcohol son todos los amores rotos que tuve o sigo teniendo, y mi tabaco son los versos que ellas me inspiran, y yo de manera inconsciente me tatúo en negro en los recovecos de mi mente perturbada por el pesimismo romántico.

Este es el arte de las falsas esperanzas, o dicho de otra manera más personal, el culmen de mi obra, de mi modo de ser romántico hasta la médula y todo aquello que, a mi modo de ver no gusta en la realidad actual, pues no me creo más de lo que soy, un chaval de tempranos dieciséis años que busca el consuelo en la soledad más profunda y oscura, donde nadie ridiculiza a tu ser y las palabras brotan como por arte de magia, claro está, movidas por el amor de una bella castellana, que tan cruel como irónica, resulta inexistente, e incluso se disfraza en una ilusión ácida que nunca llega a nada, solo a cicatrices que nunca curan.

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