Lo que va antes del principio
24 de Junio. Ese fue el primer día que vi a Emma. Me habían trasladado desde el barrio del Cañabel. Ya llevaba seis años trabajando para la empresa. Pero decidieron reestructurar la plantilla y acabé allí, en Zurala. Solo cambian a los que trabajan poco o mal. En mi caso, le partí la cara al jefe cuando le descubrí tratando de metérsela a mi novia, la pescatera. Todos callamos y yo me fui y él se la acabó metiendo y yo no volví a metérsela nunca más.
La noche anterior fuimos al cine y hablamos del futuro, del matrimonio, de anillos, de perros, de hijos gordos y pecosos, de hijas malcriadas con aparatos en los dientes, de seguros de vida, de papeles, de avestruces, de esa clase de porquerías. Lo veía como algo ineludible y a la vez quería que fuese así, directo a chocarme, sosteniendo el volante con fuerza. Me gustaba aquella sensación, el aire en las narices antes de partirme los dientes. Pero joder, ¡estábamos bien! Nos acostamos juntos, nos besamos en los labios tras hacer el amor con el pijama a medio poner, y nos dijimos que nos queríamos. Después apagamos la luz.
Recuerdo la puerta metalizada y a él tras empujarla. Calzones y bragas por los suelos. Levanté su enjuto cuerpo de la camisa, arrugándola entre los dedos de mi mano. El primer golpe lo erré y me hice algo de daño en la muñeca, así que lo zarandeé y repetí el movimiento. Tras dos intentos, mi mano se deslizó entre las suyas y fue a estrellarse contra su mejilla. Una vez conseguí el primer impacto, el resto fue coser y cantar. Convertí su cara en un amasijo de carne hinchada y sanguinolenta y entumecida y roja y morada.
Apenas había más luz que el fulgor de las estrellas en aquella playa del Cañabel cuando regresé al día siguiente. Mi pelo, enmarañado y grasiento. Dijeron que unos ladrones habían atracado y agredido al jefe y me largué robando una botella de vino.
En fin, allí estaba yo, en la caja principal, con veintisiete años, la mano vendada y los nudillos magullados. La recordaba desnudándole y me apresaba un atroz vértigo. Arrancaba las bolsas de plástico de la caja y se las arrojaba con rabia a la clientela. Me guiaba por mi olfato. Podía distinguir si era un hombre o una mujer, un borracho o un ricachón, si estaba buena o era una gorda emperifollada hasta la médula. Pero al final todo olía a mierda, la gente olía a mierda y sus vidas olían a mierda y la mía peor. A veces, hasta creía olerla a ella, o a cualquier amigo, pero al levantar la mirada, solo había ojos desconocidos y miserables.
- Aquí tiene.
- Gracias – me decían algunos.
Tenía ganas de pelear o de beber, o de ambas. La luz era intensa afuera. Y yo allí, encerrado en aquel cubículo, entregándole una bolsa a un hombre sudoroso y tartamudo.
Me miré en el espejo del pilar de la tienda. Aún estaba algo en forma y mis ojos verdes se asomaban entre dos espesas ojeras, casi tan negras como mi pelo. “Con lo que yo había sido”, pensé. Llegué a tener un buen cuerpo de tanto entrenar, con mis proteínas y mis rayos uva. Pero el espejo reflejaba a alguien diferente de aquel que fui: a mí. Tenía un labio seco y ambos parecían hinchados, pero supongo que yo soy así.
Era el primer día en la tienda, y estaba cubriendo la caja. Mi trabajo no era ese. Yo llevaba la sección de bodega, realizaba algún que otro reparto a domicilio y descargaba por la noche.
Y no pensaba demasiado. Y simplemente, trabajaba por deber, bebía cuando quería, follaba cuando podía y hacía deporte cuando me apetecía. Sin embargo, los libros siempre estaban allí. Pero la falta de inspiración para escribir estaba cansándome ya. Y pensé en aquello y en aquello otro y otra vez en aquello.
Escuché una risa y allí apareció. Fue algo imperfectamente humano. Deslizaba su carro de la compra por la puerta del supermercado. Un carro negro con lunares. Llevaba un enorme tatuaje al hombro y otro en la pierna, asomándose por unos pequeños vaqueros rotos que lanzaban unas preciosas y finas piernas contra el recién pulido suelo. Las piernas. Su rostro era pícaro y arrastraba cierta malicia, como si fuese a engañarte o mentirte sin ni siquiera conocerte. Te, te, te, a ti, a todos. Era guapa, muy guapa, mágica y guapa. Tenía magia, sin lugar a duda. Un nosequé y un nosecuántos. Y ojos de niña, brillantes, perlados y algo rapaces. Era morena de piel y de pelo castaño y liso, como pulido por el sol, con una nariz respingona, fina y apretada. Parecía sorbiendo hacia sus adentros los mocos o el aire, mi aire. Se alejó con esa magia negra que todo lo envolvía, sin volver su cuello. Buff, joder. Única y brillante. Se llamaba Emma, escuché a una compañera.
Lo que sigue después de lo que va antes del principio
Yo llevaba meses sin escribir, demasiado tiempo para alguien con mi vocación. Y me empezaba a doler la cabeza y el estómago azul y quería escribir. Lo deseaba. Aquella imagen, aquella magia. ¡Boom!.
Necesitaba escribir. Sin más. Escribir un soneto, pensaba. Quería escribir un soneto. Así que en aquella caja de un supermercado de Zurala, un miércoles cualquiera, con el corazón en un puño y la mano astillada, me propuse escribirle un soneto a ella. A Emma.
Me esforcé como un computador viejo y oxidado, resoplando, exprimiendo mi entrecejo hasta enrojecerlo, y frotando mis sienes con ahínco, pero nada salió de mí. No creí que estuviese vacío, jamás lo he pensado. Pero no iba a dejar aquello a medias. Conservo un verso de aquel día que reza, “¡Joder! ¡Solo quiero un puto soneto!”, once sílabas, siempre once sílabas. ¿Qué tan difícil era? Tenía que escribirle a Emma un soneto y no encontraba nada. Rebuscando como un loco en mi cabeza, removiéndolo todo, pasé por mi estómago, por el dedo gordo de mi pie y mis pulmones. Y recorrí todo mi pecho y el de otras, pero no estaban los versos que necesitaba y no quería escribir una rima cualquiera, válida para cualquiera. Desordené todo y me di cuenta de que dentro no estaba, por lo que deduje que tendría que estar afuera. Tenía demasiada Raquel en el cuerpo y poca bebida.
Con dos vasos de whisky, una tila y una meada, caí dormido sin tan siquiera un título escrito en la hoja de texto de mi ordenador. Tan solo unas palabras: “Escrito por Miguel Del Moral”, yo.
Yo, yo, yo, yo, yo, ella, yo, yo, yo, yo, yo, yo, ¡mierda!
Maldita pescatera, maldita belleza, maldita belleza, maldita mañana y peor noche y peor maldita maldición. Y así pasaban las semanas. Todo se hacía eterno. Los días tenían 27 horas y las semanas 9 días.
Ella estaba saliendo con el jefe, por lo que pidió el traslado porque iban en serio. Odiaba aquella distracción y aquel dolor estomacal. Si duele el estómago es amor, me decía y cagaba más de lo habitual. Cagar por amor, pensaba. Bebí y escribí un relato de tres páginas y lo mandé a un concurso. Luego me arrepentí de haberlo enviado. Era malo. Todo era malo. Todo lo que hacía y tocaba, porque ella me había tocado antes y ahora tocaba a otro y yo estaba solo y seguía pensando en ella y tocando a mi ordenador. Por esa razón.
El alba era como un champú que me limpiaba el pelo con su sol, secando mi sudor e irritándome los ojos. Era un despertador para beber o trabajar o escribir o lanzarme al suelo a hacer deporte, o todo al mismo tiempo. Y eso hacía: tecleaba unas palabrejas sin ton ni son, bebía un trago de cerveza y hacía unas flexiones o abdominales. Era un tópico andante. No era un personaje tridimensional, habrían dicho los críticos. Yo quería tener tres dimensiones. Y a veces no llegaba a una. Así que rompía la monotonía a base de llevarla al extremo. Que se rompa sola, vaya. Después, el espejo me escupía a la cara un rostro con una mueca de indignación y me empujaba a seguir con aquella pantomima.
Y de vez en cuando, escribía algo que me gustaba y fumaba leyéndolo. Pero no me gustaba fumar.
Le mandé un mensaje a ella, borracho, diciéndole que la quería y que perdonaba lo puta que era. Pero nadie contestaba.
Pronto hice alguna amistad en el trabajo. Con Manolo, con la verdulera, con Juan. Yo era joven y tenía ideas, pero no se las decía al jefe, así que también amisté con él. Solía beber después del trabajo, tratando de ganarme a los bares de la zona para conseguir alguna que otra copa gratuita.
- Trabajo en el supermercado.
- Lo sé. Te compro la comida.
- Lo sé. Te la vendo.
- ¿Quieres algo?
- ¿Me invitas?
Pero no siempre funcionaba. Aunque después de un tiempo, creé una pequeña ruta de varios bares en los que pagaría una proporción de tres de cada cinco copas. Pero nunca eran solo cinco ni tampoco tres, ni tantas, eran otros números.
Empecé a escribir sobre aquello y me sentí cómodo. Hasta entonces había escrito sobre un detective; sobre un hombre acomplejado con problemas de impotencia porque su novia antes había salido con un superhéroe; sobre un deportista; y libros porque sí. Y yo quería escribir porqué sí, y joder, ¿por qué no? Me hubiese gustado ser un clásico. Yo había leído clásicos, de todas las épocas, libros que han marcado la historia. Leía y leía. Y todos tenían en común sutrascendentalidad, si es que se escribe así, y ¿qué tenía de trascendente aquello? Pero empezó a no importarme. Me divertía escribiendo, me desahogaba. Como si fuese un diario. Escribía sobre mí. Yo, yo y yo. Y otra vez yo. Porque no conocía otra cosa mejor, y nadie me conocía mejor. Así que pensé que sería bonito. Y todo lo que veía, hacía y quería, estaban en hojas de papel impresas. Y creaba personajes parecidos, que en realidad eran yo mismo o podrían haberlo sido. Algunos no bebían, algunos inteligentes, algunos. Pero iba desprendiéndome de pequeñas partes de mí y plasmándolas en papel.
Pero entonces la volví a ver. A Emma. A ella. Y aquella vez me miró desde su bicicleta, mientras yo fumaba apoyado sobre el pedido, con sus cajas de plástico gigantes. Y me arrancó el aliento aquella mujer. Pero la miré con desdén. No la veía del todo. Divagué de nuevo y seguí con mis lucubraciones. Tenía un soneto en algún lugar y tenía que escribírselo.
Encontré su nombre en las redes sociales. Y vi sus fotografías. En una leía, en una reía, en una, en otra, en todas. Era preciosa. Así que escribí y todo lo que salía era prosa. Pero era un buen comienzo. Así que continué. Con aquellos relatos sobre mí. Sobre ella. Sobre ella. Buscando de nuevo. Pero eran malos porque me había tocado y todo era malo.
La pescatera me llamó y me acerqué con un taxi. Recogí unas cosas y fuimos distantes. Ella lloró y acabó abrazada a su nuevo novio que me miraba con un ademán protector.
- Ella era mía. Lo fue. Antes – le dije.
- Recoge lo que tengas que recoger y vete.
- Lo fue. Antes – repetí.
Fumé en su casa y recordé que ella me dijo que no lo hiciese, así que me reí desde el suelo, frente al armario. Tenía algún papel por allí impreso, algún relato, todo a medio terminar. Supuse que tendría alguna copia y las metí en una bolsa de basura. Tenía que borrar todo aquello. Tenía que hacer hueco para Emma. Llevaba unos vaqueros algo roídos y los arrastraba por su suelo, buscando mis cosas.
Le pedí al taxista que aguardase un instante en aquella callejuela, observando a los gitanos, con su piel tostada y brillante de sudor, patear aquella pelota con una vieja de luto vigilando. El muerto no estaba. Y el taxista accedió, el tiempo corría con mi dinero y yo corría por las escaleras. Le dije que estuviese preparado para salir pitando. Llamé al timbre y abrió mi antiguo jefe de nuevo. No se esperó aquel puñetazo directo. Le rompí la nariz y me esfumé. Él trató de perseguirme torpemente. Tenía las piernas muy cortas. Subí al taxi y aceleró.
Los gitanos maldijeron aquel violento acelerón que casi se lleva por delante a unos niños. Un hombre con camisa abierta, perilla y cabello oscuro, nos gritó junto al ensangrentado nuevo novio de Raquel. Yo me reía, y asomé casi todo mi cuerpo por la ventanilla.
- ¡Qué te jodan! – grité enseñándole el dedo corazón de mis dos manos.
Eso era literatura, eso era trascendental, eso era un clásico. Un tópico, jodido, clásico. Ahora solo necesitaba pensar en ella. Saqué una libreta y escribí su nombre tratando de componer un verso imposible.
Primera Parte de la novela corta un Soneto Para Emma
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