Un lugar donde el tiempo se para.

Un lugar donde el tiempo se para.

Lyubka Angelova

18/08/2017

Es un día caluroso de agosto y las chicharras cantan su cansina, pero a la vez incomparable sonata de verano y recuerdan que el verdadero calor quizás todavía no ha empezado. El perro-cazador de conejos, cuyos amigos pueden llegar a ser justo estos encantadores animalitos con orejas largas, está durmiendo en la pinada, bajo la sombra de los grandes pinos y estirando sus patas del gusto que se siente al poder dormir a los pies de su amo querido. A lo lejos, se escucha el sonido de las campanadas de la iglesia del pequeño pueblo valenciano que se difunde con el ligero sonido del viento y el canto de la tórtola que intenta repetir la hora. ¿Qué hora es? No le interesa ni al perro, ni a las chicharras, ni siquiera a la tórtola. A nosotros dos todavía menos. Porque en este lugar, en nuestro pequeño paraíso, el tiempo simplemente se para. Lo único que nos interesa es si ha llegado la hora en la que hemos quedado con el hijo de la mujer que nos prepara la paella para ir a recogerla, para abrir la botella de vino tinto, siguiendo la regla no establecida de que el vino tiene que «respirar» al menos una hora antes de ser consumido. Lo que nos importa es que estemos aquí y ahora.

Mientras escribo estas líneas, mi mente se para también, en armonía con el tiempo, y vuelve de repente algunos años atrás, en el lejano año 2008 cuando llegué por primera vez a este lugar, cuando abriste la puerta del coche y me contaste la historia del enorme perro que iba a venir y advirtiéndome que tuviera cuidado. Mis ojos no estaban preparados para la vista que se abrió ante ellos en aquella noche de primavera. La primera impresión de aquella casa envuelta con hojas verdes de dos pisos, aquel camino de entrada, flanqueado de altas palmeras a los dos lados, con dos macetas de cactus al final, abriendo el paso al jardín lleno de naranjos. Y ese olor….aaah…ese olor de azahar, mezclado con el olor de la flor del jazmín que parecía casi mágico. Y tu mirada llena de cariño, diciéndome sin palabras: «Aquí estoy yo y quiero mostrarte mi mundo – un lugar donde el tiempo se para.» Estoy llena de deseo, de impaciencia, de curiosidad para verlo. Hace tan sólo algunos meses desde que te conocí en aquella fiesta de Erasmus, pero me siento como si te conociera desde la vida anterior. Tu mundo ahora es el mío, y desde el momento en el que nos besamos por primera vez, mi corazón está siguiendo otra dimensión de tiempo, el tiempo que cuenta los minutos igualmente pero no los minutos del resto de la gente, sino estos desde el primer beso hasta el siguiente. De repente, en mis pies noto algo suave y peludo, moviéndose con mucha rapidez y energía, giró la mirada y veo este peluche de perro con ojos verdosos, moviendo de alegría su rabo e incapaz a su vez de controlar esa energía en busca de cariños. Cuánto más conozco a este lugar, más me doy cuenta de que no quiero estar en ningún otro sitio que no sea este.

Tin tan. Tin tan. La campana de la iglesia me devuelve en el tiempo de aquí y ahora, y me recuerda que ha llegado la hora de ir a recoger la paella. Antes toca un baño en la piscina, con ganas de portarnos como dos niños en ella, haciendo piruetas y aguantando la respiración bajo el agua para ver quien aguanta más tiempo.

Dentro de algunas horas hay que volver a la realidad, a la ciudad, a la gente, a los coches, al sonido del mundo real. Pero hasta ese momento quedan todavía algunas horas y no quiero saber nada de nadie, sigo escuchando el sonido de las chicharras, sigo acariciando a mi amigo de cuatro patas y sigo observándote recostado en la tumbona con ese libro tan interesante en las manos. Aquí y ahora, en este lugar sin tiempo.

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