Era miércoles, inicio de cuaresma a pocos minutos para las siete, así lo indicaba el reloj de la torre de la iglesia aquella fría mañana, un hombre caminaba arrastrando una carrucha, no sé realmente si le pesaban más los años o la carga que contenía aquella carreta; vestía un paltó negro, mugriento y raído, con un pantalón al cual ya no se le distinguía el color, zapatos desgastados, recogidos tal vez en cualquier esquina, un sombrero azul en las mismas condiciones de su paltó, de cabellos canosos y barba larga y grasienta, la piel curtida, la mirada triste y lejana; dos perros lo acompañaban en su lento caminar, un labrador y un pudle, desaseados al igual que su amo, pero robustos y acompasados en la lenta marcha, se detuvieron un instante mientras el hombre arreglaba la pesada carga para poder subir el escalón de la plaza, lugar hacia donde se dirigían.

La misa había empezado se escuchaba el canto armónico de un coro que interpretaba el “Señor ten piedad de nosotros”, apresuré el paso esquivando a uno y otro vendedor que me ofrecía veladoras, rosarios, camándulas y cualquier cantidad de imágenes de santos para ser benditos durante la eucaristía.

La iglesia estaba abarrotada de fieles que iban a recibir las cenizas, símbolo de inicio de la cuaresma, decidí quedarme en el umbral del templo, viendo hacia la plaza observé al hombre ubicado ya en un banco debajo de una árbol sombrío, sacó de su carrucha dos cobijas que extendió cuidadosamente para que cada perro se acostara, y seguidamente dos tazas en las cuales distribuyó algo de comer a ambos animales, entre tanto escuchaba el sermón del cura quien hacía referencia a la cuaresma como el período de 40 días que Jesucristo vivió en el desierto en ayuno resistiendo las tentaciones del demonio, decía el sacerdote: «Es un período de preparación, purificación, reflexión y conversión espiritual»

Gente que iba y venía, hacia las escuelas y a los diferentes sitios de trabajo, jóvenes que hacían ejercicios en barras y otros equipos dispuestos para esos fines, personas mayores sacando a sus mascotas a pasear, una señora dándole de comer a las palomas, unos novios en un banco charlaban plácidamente deteniendo el mundo en sus miradas, otro grupo de jóvenes fumando cigarrillos; fueron algunas de las escenas que podía apreciar desde el portal de la iglesia, pero no sé por qué razón se apoderó de mi atención aquella escena de aquel apacible, anónimo e imperceptible personaje, junto a sus dos fieles amigos.

La vida que fluye en todos los espacios, mientras escuchaba el mensaje del sacerdote invitando a guardar ayuno y penitencia tal y como lo hizo Jesús, “prepararnos espiritualmente para recibir a Dios en nuestras vidas”, decía; “Dios que se manifiesta en el hermano, en el que sufre, en el hambriento, en el enfermo”; para terminar, invitando a todos los cristianos a la caridad, al amor y la reconciliación. La misa culminó con la señal de la cruz en la frente acompañada de una oración que repetía una y otra vez como una sentencia: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te has de convertir”

Con mi cruz en la frente salí de la iglesia y en la distancia pude ver a los dos perros echados en sus paños mientras su amo leía un periódico que encontrara cerca de la cesta de la basura, una escena que podría haber inspirado a Ormans o a Daumier para ser plasmada como una de sus obras cargadas del realismo social que caracteriza sus pinturas. Seguí mi camino con el propósito que me había planteado, conseguir algún trabajo para mejorar mi precaria situación económica.

De regreso, pasadas la seis de la tarde, rumbo a la casa, luego de un infructuoso y largo recorrido por diferentes lugares de la ciudad en busca de un empleo, me encontré nuevamente frente a la iglesia, y esta vez el coro melodiosamente entonaba: “Caminaré en presencia del señor” Dirigí mi mirada hacia la plaza y allí estaban todavía, ahora el hombre daba de beber a sus perros con la mayor manifestación de ternura de un ser humano, pude percibir el amor leal e incondicional que se profesaban aún en las peores circunstancias, muchas preguntas pasaron por mi mente: ¿Tendrán a dónde ir?, ¿habrán comido suficiente?, ¿pasarán la noche fría en esa plaza? Realmente me sentía muy conmovido, quizás compadecido al ver aquel cuadro y recordé una frase leída alguna vez en un libro que decía: “Más vale una acción que mil palabras de compasión” y sin pensarlo me llegué hasta una panadería cercana, pero solo me alcanzó para comprar tres panes salados, le pasé la pequeña bolsa al hombre que ya no lo sentía extraño; el con humildad recibió el obsequio agachó la cabeza y solo alcanzó a decir: “Gracias”

Seguí rumbo a la casa y de vez en cuando volteaba la mirada sin dejar de observar a quien empecé a considerar como mi amigo, sin saber mucho de él, solo lo que había podido observar durante ese día, en un instante pude ver que compartía con sus dos perros el pan que le había regalado, con una matemática justa y equitativa; un pan para cada uno, ¡cuánta bondad y amor pueden manifestarse en el compartir lo poco con lo que se cuenta! Pensé muchas cosas más durante todo el trayecto y hasta se me olvidó lo infructuoso que había resultado el día de acuerdo a los planes que me había formulado.

A la mañana del día siguiente, ya pasadas las siete, vi que llegaba a la plaza nuevamente mi amigo, aún sin nombre para mí, y se ubicaba en el mismo sitio que el día anterior, repitiendo cada una de las acciones, mientras sus perros, obedientes, atentos y pacientes esperaban por su ración de alimento. El día radiante y soleado resultaba prometedor para mis expectativas, así que emprendí mi camino con optimismo; Al medio día, de regreso y sin mejores resultados que los del miércoles, llegué a la casa; un apetitoso almuerzo me esperaba: caraotas negras, pollo y puré de papas, suficiente para todos, aparté un poco de cada cosa en un recipiente desechable y en una bolsa eché los huesos del pollo dirigiéndome rápidamente a la plaza. Me acerqué a mi amigo, primero dándole la bolsa que contenía los restos del pollo, esta vez viéndome a la cara, pude percibir la gratitud en su mirada acompañada de una sonrisa franca para decirme nuevamente: “Gracias”. Y esto es para usted, extendiéndole la mano le entregué el recipiente que contenía la comida, sólo me sonrió, le pregunté su nombre y alcance a escuchar: “Jesús”, repartió primero la comida a sus leales perros y después se sentó a comer.

Han transcurrido varios días de cuaresma, y no he vuelto a ver a mi amigo, ni a sus perros, y he visto muchos poodles y labradores por las calles, tal vez más aseados y muy bien acicalados, pero ninguno con la mansedumbre de aquellos. Cada vez que paso por la plaza veo la gente que va y viene, me fijo mucho en el banco, bajo la sombra del árbol, algunas veces está vacío y otras ocupado por un circunstancial transeúnte, ahora presto mayor atención a las personas, en sus caras busco a Jesús. Le he preguntado a la gente que frecuenta la plaza por él, sin embargo, todos responden con extrañeza y sin darle mayor importancia me contestan: que no saben de quién se trata, que hay tanta gente así de esa condición en la calle y que si lo han visto no lo recuerdan.

Entonces pensé, tal vez él también anda vagando por el mundo buscando a alguien con quien compartir en silencio la contemplación de la naturaleza apreciando sus maravillas en la humildad y fragilidad de su condición humana, alejado de la opulencia y las trivialidades de una sociedad que margina y etiqueta a los hombres. Tal vez se encuentra en cualquier lugar dispuesto a recibir solo un gesto de amabilidad; un saludo, una sonrisa, una expresión de cariño; sin temores, ni prejuicios, anhelando ser valorado sin intereses, ni halagos, en la precariedad de su existencia. Esperando quizás por alguien que sepa regalar a cambio de nada unos minutos de su tiempo, esa es la esencia del verdadero amor. Y entre tanto me pregunto: ¿por dónde andará Jesús con su pesada carga? ¿Será que se hace invisible ante los ojos de muchos? o que la gente se niega a reconocerlo y lo sigue buscando sólo en las iglesias.

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