Un éxodo al fondo de nuestro ser.

Un éxodo al fondo de nuestro ser.

Viajar al fondo de uno mismo es adentrarse en un territorio donde el tiempo se repliega sobre sí mismo, como un pergamino que guarda los ecos de lo que fuimos y de lo que nunca llegamos a ser. Es un pueblo olvidado por la memoria del mundo, donde los recuerdos cuelgan de los árboles como frutos marchitos y los miedos duermen bajo el polvo de los siglos. Un viaje sin brújulas ni mapas, sin GPS. Un descenso al corazón de la propia sombra, allí donde el ser se desnuda de sus artificios y enfrenta la incómoda verdad de su naturaleza. Para emprenderlo, hay que apagar el estrépito del tiempo, silenciar el bullicio ajeno y escuchar el murmullo de los silencios heredados, esos que laten desde antes de nuestro primer aliento en las paredes de la casa ancestral.

La escritura es la lámpara de los viajeros de la conciencia. No es solo una herramienta, sino un conjuro que ilumina lo velado. Se escribe como quien desentierra reliquias bajo un diluvio, dejando que las palabras se filtren en la tierra húmeda de la memoria y germinen en relatos que no sabíamos que habitaban en nosotros. Y así emergen las sombras de la infancia, las despedidas nunca consumadas, las promesas que quedaron varadas en la orilla de los años.

Pero el viaje no se detiene en la memoria, porque más allá de ella acechan los sueños, esos emisarios de lo inefable que susurran en la lengua de lo olvidado. Descifrar sus mensajes es un arte sutil, pues en sus símbolos se revelan angustias preteridas y alegrías que aún no han sido vividas. A veces, el viajero que osa descender al abismo de sí mismo descubre que los monstruos que temía no eran sino niños exiliados en su propia conciencia, esperando ser vistos con ternura y no con espanto.

Y entonces me miro. Por fin me miro. Descubro que mi conciencia no es un pozo oscuro, sino un lago cristalino donde todo está en calma. Contemplo mis equivocaciones como senderos errados que no fueron errores, sino variaciones de un mismo aprendizaje. Fui —veo ahora— un niño absorto en su propio universo, demasiado serio, demasiado introspectivo, como si desde el principio hubiese sentido la urgencia de la intimidad o de las preguntas sin respuesta.

Comprendo entonces el origen de mis recelos, la raíz de mi desconcierto ante la vacuidad de las ideas repetidas como letanías sin alma. Desde niño fui sordo a los himnos que se alzaban en honor a dioses que nunca respondían, y a los sacrificios orquestados para mesías cuyo único milagro era el dominio de las masas. Siempre me inquietó la muchedumbre y su inclinación a aplaudir la nada.

Ahora entiendo que mi visión del mundo no fue impuesta del todo por programación mental, ni por algoritmos familiares o sociales. No. Había en mí un esquema anterior, una estructura primigenia, algo más antiguo que mi propio nacimiento. Era como si hubiera elegido mi modo de ver el mundo en eones previos, en algún instante antes del Big Bang de mi existencia.

Y si mi percepción del universo se forjó antes de mi primer aliento, entonces mis angustias no son meros accidentes de la vida, sino ecos de un ayer anterior a todo ayer. Tal vez por eso me sentí atacado, incomprendido, señalado como un loco inteligente, un pensador desequilibrado por no encajar en la arquitectura preestablecida del mundo cuerdo. Así me fui quedando solo, arropado únicamente por otros locos que, en su rebeldía, resultaban más lúcidos que todos los sensatos juntos.

Y ahora que he descendido hasta lo más hondo de mí, sonrío con la certeza de que la locura no es sino otra forma de mirar lo real con los ojos desnudos, sin la venda que los cuerdos llaman cordura.

Nevada, EE.UU.

A los siete días de un marzo del 2025.

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