Un amor, mi alma y vos.

Un amor, mi alma y vos.

Y dirán: Señor Nicolás, ¿Cómo conoció a la señorita Verónica?

—Bueno yo estaba de vacaciones por México, irónicamente me fui hasta allá escapando de las penas de amor y acabé encontrando uno nuevo por allá, será que cuando de amor se trata la única víctima es el amor, siempre dicen «sufrí por amor, me mudé por amor, mató por amor»; pero nunca dicen «hizo esto o pasó aquello por atolondrado e idiota».
Fue más o menos al cuarto día de llegar al país que por recomendación de unos amigos fui a ver una obra, un tanto tediosa la verdad, lo único que me retenía en mi asiento eran los comentarios ocurrentes de la señorita de al lado que entre acto y acto pasó a ser mi cómplice de charla y risa, la molestia de unos tantos que seguían atentos, la pobre actuación de los actores…

Entonces pensé que sería una verdadera pena no volver a ver esa espaciosa sonrisa, esa mirada cándida y su voz siempre calma acompañada de una pequeña carcajada que por momentos molestó tanto a todos que casi nos sacan de la sala.
Casi, pero no, la tomé de la mano y le dije «querida, éste lugar no es para nosotros», apenas sabíamos nuestros nombres pero como buenos cómplices se puso de pie acomodó su brazo por debajo del mío y dijo «vámonos, igual ya estoy cansada y aburrida», nos dirigimos a la puerta de salida y una vez en la calle reventamos de la risa.

Reímos y nos miramos tanto que sin darnos cuenta ya íbamos de la mano, hacia dónde no importaba, la noche era aún bastante prematura. Quise invitarle un café y me dijo que ya para clichés teníamos la playa, las estrellas y hasta la ciudad, me sentí intrigado, por momentos agobiado, era tan sencilla y a la vez impenetrable. Honestamente me sentí avergonzado, se dio cuenta de mis nervios no solo por el sudor incesante de mi frente, también por mi temblor de manos que me llegó hasta la voz, me sentí un puberto -¡que fracaso!- pensé.

Entonces me dijo algo que me calmó bastante aunque también fue reticente, me dijo que si al fin y al cabo vamos a pasar solo una noche, para qué perderla en preguntas y cortesías, entonces pensé -¿qué tipo de mujer sería?, ¿me estaría probando?- me calmó, pero entonces no sabía si solo quería caminar y conversar o que fuéramos a casa y comenzáramos por ir diciéndonos adiós. Así que lo hice y se lo propuse sin más, pero con una cara de espanto tremenda y si tanto quería dejar de lado lo común y corriente luego termino volviéndome un escape casual en casi una cita común y corriente.

Me propuso el juego de las diez preguntas y acepté (parecía divertirle verme la cara de espanto), calculamos a simple vista unos diez pasos hasta el final de la calle y por cada pregunta un paso más cerca de tomar ese taxi que me llevaría (o no) a la gloria. Fue difícil responder a ciertas preguntas por demás de incómodas para que al final me guarde las peores, ¿Porqué estaba yo en México? ¿Con cuántas mujeres estuviste? Y fueron un par de respuestas que me hicieron retroceder en los pasos hacia el taxi para avanzar en mis propios escalones «nota mental no hablarle de una ex a otra mujer», pero como era un juego acabamos por ir al hotel por fin.

Me hizo un minitour mientras íbamos en el taxi, de la pequeña ciudad a mí nada más me importaban dos cosas el hotel y la distancia que recorre desde una comisura de su boca hasta la otra, a una ya la conocía ya que al presentarnos formalmente sin querer le besé de más y pareció no molestarle. Llegamos al fin al hotel y pese al elevador ella prefirió las escaleras y pensé -por dios… que no se le ocurra hacerme 223 preguntas otra vez-, pero no, ésta vez solo se le ocurrió golpear las puertas de algunos huéspedes y correr arrastrándome como un cometa por detrás.

Llegamos a la habitación y fue inevitable el beso bien correspondido, mi mano sobre su cadera acariciando ese vestido vaya uno a saber de qué tela y de qué diseñador pero vaya, qué bien le quedaba, nos tumbamos sobre la cama, sobre nuestras ansias y entonces pasó lo que tenía que pasar. Al día siguiente al ver su espalda desnuda con su cabello enredado en mis dedos, al sentir sus piernas enredadas con las mías y mis manos sobre su agraciada cadera aún palpitante y tibia pensé -qué lamentable no volver a ver su espaciosa sonrisa, su cándida mirada y su calma voz-.

Todo era diferente en la mañana, incluso pidió el ascensor rechazando mis anheladas escaleras que si bien me dejarían al final del camino sin aire y sin Verónica, al menos me darían tiempo para pensar en un pretexto para volver a vernos, fuimos todo el camino en silencio hasta la calle dónde llamó un taxi y antes de subir me obsequió un beso que lejos de ser tierno me dejó un resabio, casi sintiendo que se vengaba de mi, yo nada más le obsequié mi mejor cara faldera preguntándole si volveríamos a vernos, me dijo un estricto no, pero yo lo sentí reticente, tal vez por eso que dicen que uno escucha lo que quiere escuchar y nada más. Cual fuera el caso ese día perdí dos cosas y gané una, un amor, mi alma y un arete.

Volviendo un poco a lo que me había llevado hasta México, mis vacaciones, decidí salir luego del almuerzo, esa habitación que todavía olía a ella no era ni segura ni sensato que me quedara. Pero al salir no solo noté que el paisaje era distinto (claro está) sino que era aún más opaco que en la noche, faltaba ella. Las primeras horas fueron pesadas, me sentí un adolescente viéndome asaltado por los pensamientos, lo peor de todo es que a pesar de ser una cuidad relativamente pequeña jamás supe dónde vivía ella. Las primeras horas de la noche también fueron las peores dónde fui de teatro en teatro para encontrar olas y olas de vestidos azules pero ninguno contenía esa cintura y esas caderas que yo no buscaba, ya en este punto las necesitaba.
De regreso al hotel con cierto rezago de esperanza no tuve más opción que dormir, o al menos intentar dormir mientras sus fragancia aún latente se me cuela por el olfato, por ratos me abraza. Un poco fastidiado fui a vaciar mis bolsillos y un pinchazo de nostalgia y alegría me hizo dar un brinco, ahí estaba el arete que le había ocultado a Verónica, me quedé como un niño con un juguete nuevo, hipnotizado atesorándolo hasta el amanecer.


—Ahora bien, ya tenía heridas las esperanzas, el alma y un dedo, todo por querer decididamente «querer», nunca me había cuestionado realmente hasta aquí lo sufrible que podía ser querer a una persona, luego, hasta llegué a pensar que fue el karma y alguna fuerza mística cobrándome, ojo por ojo y diente por diente (o mi dedo en todo caso); como si el universo no tuviera otra cosa qué hacer que fijarse en los idilios de un pobre idiota.
Aquél día no muy temprano luego de un pacto con mi almohada volví a salir a la calle, ya con menos ansias honestamente porque el sol estuvo demasiado generoso ese día. Sin indicio alguno que me probara realmente que volvería a ver a Verónica, me fui a la casa de Roberto, un amigo de hace décadas y le conté todo.

Lo primero que hizo fue escupirme todo el tequila de la risotada endiablada que soltó, y bien merecido, -¿quién me manda a mí a hablar de amor con el más pendejo del grupo?- en fin, luego de explicarle que el asunto era de real importancia, a él eso no pareció inmutarle demasiado y continuó hablando, por momentos queriendo cambiar del tema porqué la política del país y el fútbol y qué sé yo qué otra cosa habrá balbuceado, admito que fue egoísta buscar que me prestara la oreja y cuando fuera mi turno se me perdiera la mirada entre los pájaros que andaban en el patio e imaginarme que yo era uno y volaba hasta mi Verónica. Después de casi arrepentirme por buscar a Roberto para posteriormente cargarlo hasta su cama quise ir a una pequeña plaza, pero dudo mucho que la imagen de un hombre con la mirada perdida, oliendo a tequila y los habanos de Roberto sea la imagen que alguien quisiera ver donde juegan los niños así que volví a mi hotel.

Otra vez se repitió la rutina:
Pasillo
Ascensor
Pasillo
Pasillo
Nostalgia
Por la noche, esa noche, no fué tan larga, vi televisión, me duché, lloré un ratito con Juan Gabriel en el radio (típico) y me acosté, di un par de vueltas en la cama y por un par me refiero a que terminé tan envuelto en las sábanas que parecía que estaba en el estómago de una anaconda de seda, otra vez Morfeo había llegado tarde a nuestra cita como tantas otras veces que hasta llegué a odiarlo.

Pero una noche casi agradecí que él no fuera, fue de esas noches que el silencio cubre la ciudad casi como un luto, entonces llamaron a la puerta y lo reconocí, pude reconocer esos nudillos frágiles a través del roble de la puerta, ¡y cómo no reconocerlos si venía hace varios insomnios reproduciendo esos golpes y esas corridas por los pasillos! Lo sabía, era ella, ahí estaba mi Verónica que antes que nada me dijo que venía por su arete, su madre se lo había obsequiado y fue casi la única explicación que me dio.

¿Qué importaba ahora las preguntas, las respuestas, los insomnios, las plegarias? Ahí estaba ella, claro, que ésta vez mucho mas disimulada (o más bien muy distante de su divina desnudez); con decir que apenas podía verle los tobillos (me alcanzaba para imaginar su firme pantorrilla hasta sus glúteos), el cabello bien atado por detrás y hacia el frente cubriendo media cara, cuando quise invitarla a pasar ya estábamos dentro y me dijo -no tenemos mucho tiempo -se me abalanzó entonces con un beso casi mortal de esos que si no te muerden el labio inferior acaban por morderte el corazón para quedarse allí prendido para siempre y entonces… Desperté a solas con mi suerte que no es mucha.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS