Salté de la cama y vine corriendo, porque vi venir el caudal en la acequia y supe que era hora de abrir compuertas y regar, aprovechar el desborde y regar.

Qué increíble que hoy seas sólo un par de páginas, un pedazo de historia que quiero dejar atrás. Fuiste un huracán, que llegó rápido y arrasó pronto con todo. Y ahora te veo en retazos repetidos sobre cualquier rostro.

Te enquistaste y creciste en mi pecho tan fuerte que me entregué por completo a tu irresistible rumbo. Abandoné el timón en tus manos y por mucho condujiste como quisiste.

De pronto, empezó a suceder. Se gestó de a poquito. Quizás fue la distancia, o quizás el tiempo y sus estragos. Te encontré lejos, navegando tus mares, la mirada perdida en un punto en el horizonte que yo no podía ver. Te alejaba, estaba vacía, perdida en su vuelta para adentro. Mirabas sin mí. Me encontré sola en tu compañía, y esa soledad empezó a carcomer.

Creo que ése fue nuestro enemigo. Sembró el campo de minas expectantes, que dio vuelta el reloj de arena e inició el tiempo de descuento.

Aunque te sigo viendo detrás de una etiqueta de vino, en el fondo turbio de un vaso; en el respirar del viento entre los campos y el silbido que se cuela por la ventana del auto, en el negativo de la foto sin revelar, en los colores inservibles de la cartuchera; en las bombachas de gaucho beige, los Clio champagne, la gente con discapacidad, el rock nacional, los montañistas y los guías, los cantos de campamento, los Boy Scout; las acequias y los loteos, el verde seco, el perfume a jarilla del campo; con todo, aunque te siga viendo, hoy escribo sin llorar.

Hay una costra endurecida, pero te extraño.

Extraño tus manos, fuertes y callosas.

Rosadas, ásperas y callosas.

Tus ojos de miel, callados. Brillando en las sonrisas.

Tus mejillas carnosas, tersas y blandas, asomándose limpias entre la vegetación salvaje, desprolija y rala que cubre todo el resto de tu rostro.

Tus labios húmedos, de besos cortos.

Tu pecho alunarado, lampiño y alunarado. Mi piel preferida, blanca o teñida de dorado, siempre regada de pecas.

Mi galán de cine, cuerpo estilizado de héroe grácil.

Tus manos callosas.

Tu piel rasposa, seca, reacia.

Pero ese día, tenías una mirada que me dolía, ensombrecida, altanera, vacía. De cuando te escondías en tu fortaleza y me mirabas desde lejos, desde adentro.

Por eso el 31 nos dolió tanto, porque me miraste cerca, sin escudo. Nos miramos con el dolor desnudo, con toda la inminente verdad descubierta.

Adiós, amor mío.

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