Pulsando.

Tiresias uso una ramita para recorrer los laberintos lodosos de sus zapatos. Sus ropas caladas se ceñían sobre su piel morena, los pliegues le dejaban viajar a Lemnos para seguir con la temática, sabía que no habría ni gigantes de bronce o dios, solo entretenimiento vacío. Sintió miedo al dejar colgada su segunda piel como una masa confusa al entrar a casa. Desnudo, tiritando, confronta los vestigios pétreos, formas eruditas y volúmenes ensortijados que tanto gustan a sus padres. A él le aterran. Esta seguro que a ese cielo y paredes les sostuvieron manos desconocidas, tallando en parte su ahora estado vulnerable, tocándole todo lo que le importa en lenguas e idiomas paganos. Así, dentro de esa casita victoriana en remodelación situada en The Annex, su soledad. 

A su madre no le interesa mucho la compañía viva, prefiere la avenida Bloor y los juegos de hallarle a sus cositas maravillosas (artísticas si me atrevo) algún lugar para sumar polvo. Justificando a través de velos traslúcidos una suma de materia inerte que justifica sus horas de ausencia. El afamado complejo eduardiano le pesaba en todo el cuerpo.

Deseoso de entablar otra conversación, llevando su desnudez, tarareó algo sobre hilos hasta las clavijas y la ecografía disparó verano en las amplias avenidas, reverberando esa floración clásica e hinchando sus venas de hálito. Schicksalslied
rotundo, ese otro octubre de mil ochocientos setenta y uno en Karlsruhe, la escenificación perfecta, así por las venas, los altos como las copas modulares danzando lentamente, para introducir el jahr lang ins Ungewisse hinab[1], la respiración agitada luego de dos horas de extravío hasta Toronto, la escapada necesaria para afianzar algo de modernidad en el modelo conservador instaurado por memorias heredades, honor por la cultura, cultura por la abofeteada que recibe cuando yerra la transición. Detrás del cambio existe esa otra naturaleza que debe poseer su instrumento, es él quien debe introducirla hacia las cuerdas, profetizar las vibraciones perfectas a los velos plásticos de la casa. Así podrá resolver pasados, ser expectativa de fantasmas que le confían fórmulas, goznes chirriantes, demás.

Un invierno moderado, por fuera de casa y en los modales de Tiresias padre. Bastan los gestos corporales, las arrugas en su ojo derecho, para helar las texturas de la caja acústica, los tímpanos expuestos a educación superior. El cerebro bailando y los hilos desdentados de la varilla, otro cuerpo más, sin vida, en sus manos. ¿Cómo pretendía el silencio de su madre dar vida sin respiración o tocar con un cadáver en mano? Siempre, incluso ahora cuando se le congelaba la piel desde la puerta abierta, sin atreverse a cruzar el recibidor, prefería verlos confrontados en danza altiva, a merced de intervenciones sutiles, violentamente apropiadas, frente a él nunca se tocaban.

El compás le escalaba la pierna, la mano gélida en menos de una fracción de hora debería batirse contras las paredes perfectas, perder ante la ira de Tirestias padre. Iniciaba un tremor en los huesos, cuerdas vibrantes de la anticipación, cuando otra mano se desprendió de la propia. Tirestias seguro de su desnudez se paraliza mientras la nueva extremidad parece formada de algún plástico traslúcido. Corre al fogón del estudio, se acerca para que las llamas toquen esa otra mano y observa como le pasan sin quemar. Un nuevo miembro al parecer destejido de su cuerpo, que con alguna  independencia consciente le dirige a un objeto cilíndrico, dispuesto al lado de la colección de Baroja en la librera. El rodo tiene tallada una figura humana grotesca, algo excesivo en su manierismo que serpentea hasta recubrir en espiral el cilindro, la cabeza cegada parece que grita o abre la boca dislocando su mandíbula. La mano polimérica toma el cilindro y retrayéndose en contorciones controladas lo acerca a sus ojos. Nota que la osamenta de aquel extraño ser esta fragmentada y la piel elonga estructuradamente ese dimorfismo. Se le coló desde el estómago ese hartazgo de las nuevas adicciones de la madre, más ocultistas que góticas y disonantes con la arquitectura de su hogar. ¿En cuantas otras casas…? Ni le importaba verse en esos miles de rostros a través de la historia, en dedos que construían casas, miles de intestinos cerebrales que evacuaban ideas paranormales. Soltó el rodo con algo de ardor. En su mano había piel ausente, fluyó el dolor lento, constante, en gotas, precipitándose en transe sobre un cuerpo acuoso, carmesí como las paredes. Observó el rodo yaciendo en posición de cetro con el charco de sangre. Advirtió curioso que la piel no estaba allí, nada se advertía distinto. La figura sin ojos le poseía su extremidad plástica. Sin mayor obstáculo lo dejó en la mesa de té que retrataba una dama descalza, sus pies sostenían una superficie dismórfica que le apartaba de una congregación infernal. Se repetía en silencio jahr lang ins Ungewisse hinab. Su nuevo extremo ya no estaba, pero percibía otro vacío en la textura externa de su cuerpo. Dos esferas no uniformes en su palma, el espectro de colores transmutaba de ocre a cálido. En la estancia todo era vibrante, luego negro, todo negro.

Perpendicular, observaba el horizonte del patrón geométrico de una Wilton, su inconsciencia debió durar minutos. En otras circunstancias le gustaba imaginar música sobre esos tonos extraños que desencajaban con la rutina. Rememorar los golpes errados adrede en las cuerdas, para mostrarse indominable o ejercer algo de sorna. Odiar y amar el hábito impuesto desde que hacía memorias. De hallar suerte, lograba entre el nuevo pedido algunos días libres de consuelo en los que se reponía el instrumento astillado a brazos abiertos y dolores punzantes. 

Con algo quemante en su mano se apoyó en la alfombra y dejó la primera huella en el tejido tangible, de sus dos esferas, hacia el mundo interno, imprimiendo en los patrones geométricos su marca de luminol. Su arco corporal se tornó en esa postura de duda, encorvada. Sobre la mesa de té permanecía el rodo, pero mostraba nueva y ligera transparencia. Hacia adentro ve un hilillo de cobre y al acercarse sin tocarlo, dos escamas transparentes adheridas. Revolucionó ese sol metálico, buscó aperturas sin hallarlas. Asió cauto el posavasos de tela y engolfó el objeto. Dudaba de que hacer con él, lo lanzó al suelo y estalló en pedacitos. Al mismo tiempo y a pesar que había apuntado a varios metros de distancia sobre el suelo de roble, sintió sobre la piel faltante de su mano unas punzadas ardientes que le quemaban, se agarró fuertemente la muñeca y de rodillas confrontó la falta de sangre, el dolor menguaba, el rodo estaba despedazado y la varilla de cobre había saltado a poca distancia y yacía sobre la punta de la alfombra, sobre ella permanecían fragmentos de vidrio y las dos telillas esféricas adheridas… 

Pausa. El aparato marca el minuto cuatro con veintisiete segundos, rescato lo posible, froto mis cuencas. Me duele el estómago, maldita regla. Pienso en la cita de mañana con el cuervo que nos pellizca la herencia. Inconvenientes de cargos extra que no dan fin, el albaceazgo es una mierda, ir con juez son nuevos infortunios. Mi madre falleció en esos accidentes que alcanzan redes por un par de horas, reemplazados por algún otro animal racional o irracional de protagonista que aguza el sensacionalismo de las masas. Un seguro por accidente me permite mantener la posición y vivir moderadamente de clases musicales a chiquillos sin talento. Últimamente el verano me ha cortado ingresos y edito obras mediocres de autores locales. Aquí me hallo a la sombra de historias que no valen la pena dos páginas.

Esta es de lo peor y termina así:

Triestes o Tiresias o como se llame (al parecer ni el autor se decide en el audio), en una habitación del complejo, ahonda en el misterio mientras extravía partes de su cuerpo que se adhieren al cobre. El padre no le halla al retornar a casa y desespera frente a un bulto desordenado de piel y órganos. Marea, lo toca, se percibe en esa masa grotesca mientras esta se evapora y con cada inspiración él es ese conjunto de carne, sus memorias, su piel desnuda en invierno. Convulsionan sus entrañas y cae al suelo mientras su mandíbula se disloca hasta lo imposible, conteniéndose, sus dedos se posan al centro de su abismo bucal en un metal frio y rígido, lo jala. Siente un peso raspar sus dientes, su lengua escondida en el absurdo, grita por estar mudo, un objeto pesado termina  frente a sus ojos, yace frente el cuerpo de su hijo. La masa amorfa ahora esta ausente y su mandíbula se contrae, se incorpora lentamente sin notarlo y en su mano hay dos esferas vacías. El pequeño rehúsa explicaciones al despertar, le prohíbe a gritos acercarse. Con el cerrojo veta incidentes de riesgo, esa cosa que esta en la habitación no puede ser su hijo. Horas después sin mediar palabra, se abre la puerta. El instrumento es depositado por la mano de la madre, dentro del féretro están las cuerdas que reverberan al alba en ejecución perfecta, el cuerpo de T… (o como finalmente se decida el autor) yace inerte. El padre llora de euforia, telefonea a la filarmónica, mientras un hilillo de sangre perturba su barbilla, forzando esa recuperación imposible de la mandíbula dislocada y articulando los acuerdos con las dos manos y ejercicios desconocidos para su lengua.

¿Qué más da? Cierro el ordenador algo lívida, trabajo por el simple miedo a dejar de existir, rutina.

Las arañas de la casa siempre tienen seis patas, yo les quito dos.

[1] A lo desconocido a continuación, fragmento de la obra de Brahms “Schicksalslied”.

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