Avanzo por la gruta de piedra fría y
suave. Delante de mí se escucha el eco de voces, risas, pasos. La
escasa luz llega en un fino haz que se abre hacia el fondo, a dónde
me dirijo. Poco a poco veo que hay un grupo de gente arremolinado en
torno a esa luz, como polillas alteradas. En ese punto la montaña
forma una especie de terraza hacia el exterior. Al fondo se ven unas
montañas nevadas y justo delante un soleado valle verde, moteado de
florecillas blancas como lunares. Parece casi irreal, como si
hubieran recortado un agujero en la roca para colocar una postal. Las
pupilas se me contraen para tamizar tanta claridad. Lo que tampoco
cuadra en esta escena es que esa gente ignore el hermoso paisaje que
tienen delante y dirijan sus miradas al suelo. Así que trato de
buscar el objeto de su curiosidad. En seguida veo algo que capta mi
atención. Es una ave pardusca, algo despeinada, que, desde el suelo,
mira a su alrededor aterrada. Ahora lo reconozco, es un halcón.
Igual está herido. Pero, al pasar a su lado, el animal se me acerca,
me roza las piernas con su plumaje suave y caliente, me empieza a
seguir con pequeños saltitos desgarbados. Me estremezco. Es muy
tierno, tengo ganas de abrazarlo. Un señor con bigote y aire
asiático, que parece ser el que lleva la batuta en el grupo, me
explica que es muy extraño que ese animal se haya acercado a mí,
que eso significa que me ha elegido para que le ayude a emprender el
vuelo. Me siento halagada. Es un honor muy grande, tanto que casi me
angustia. Tengo que coger al animal, subirlo a mi brazo derecho y
agarrarle las patas de forma que pueda soltarse y no me arañe con
sus afiladas garras. También he de intentar taparle un poco los ojos
con la mano izquierda para que no se asuste al despegar, porque es un
instante clucial. Me da mucho miedo hacerlo mal y, sobre todo, que me
destroce el brazo al darle el empujón para iniciar el vuelo. También
pienso en la posibilidad de que no me suelte, de que me arrastre
consigo a las alturas. ¿No hay otra manera de hacerlo? Me parece
todo muy complicado y poco predecible. Renuncio.

Ahora estoy en el prado. Te dejas
alimentar por una niña que te da pedacitos de carne. Yo sé que esa
carne es mía, pertenece a mi cuerpo. Si hubiera sabido que iba a
acabar desgarrada de todos modos, hubiera preferido haberte hecho
volar. Pero estoy contenta, porque al final has conseguido salir de
la gruta y, aunque no fuera yo la que te ayudara, siempre me llevarás
dentro de ti.

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