Todo huele igual

     

     Ando extraviada en un vórtice turbulento, buscando soslayar el vivir conmigo y eso ya es suficientemente denso. Todo lo que he conocido, o bastante de lo que he escrito no es “literaturizable”, es como que no iría encontrando la solidez de una idea sobre la cual conformar una historia sustentable. Ando por aquí entre manuscritos unas cuantas veces reescritos buscando insistentemente rarezas en el cotidiano. Ese eje picante sobre el cual una se sienta a escribir no anduvo apareciendo motivo por el cual mostrarse bien oculta detrás de la ficción es muy sentador, otros van diciendo mis dichos. Es como metabolizar lo mío en apariencias más lejanas, esto alivia y así empieza a desmantelarse el velo opaco y alivio mi carestía. Pero hoy sí va en primera persona, pero sin título.

     Últimos años de la década pasada. Nada iba sucediendo que fuera colosalmente sorprendente hasta que de casualidad como suceden las cosas, fortuitamente me crucé con un viejo amigo de la adolescencia en una cancha quilmeña viendo un partido de hóckey, una antigüedad, pero fue así. Ambos enfrascados como corresponde a la edad en situaciones con fecha de caducidad, se corresponde con los hechos.

Esa tardecita hacía frío y no estaba del todo bien. Rodeada de gente simpática y alegre a la que le tenía cariño de verdad y de la que quería, a veces, tan solo su compañía para no sentir de verdad la nostalgia crepuscular, por no decir penumbrosa, que muchas veces me acechaba. Él se acercó a nosotros, al principio no lo reconocí, estaba tan cambiado y mezclado con el bullicio, nada más atiné a agradecer el café doble que me acercaba. Mientras miraba el jolgorio que todos hacían festejando que nuestro equipo iba ganando, pero no por una gran diferencia.

     El café estaba bueno y empezó a mejorar cuando él volvió y se sentó a mi lado en las gradas y con su inconmensurable sonrisa me preguntó si ya no me acordaba de él. Calladita lo escuchaba buscando en los recuerdos adónde había quedado registrada esa sonrisa.

     Me dijo: —Ahora soy Juan Manuel.

     Ese nombre no significó nada.

     Ya está, me acordé, él no era Juan Manuel. Aliviada, hasta satisfecha, porque mi memoria se iba aclarando, lo miré a los ojos y le dije que me recordaba a un viejo amigo santafesino que había conocido en Alemania. No podía acordarme de su nombre, para mí era el Turco Rosarino de Stuttgart. Él me había rescatado una noche invernal como esta, hace veinte años de una tienda de alfombras de un paquistaní.

     Tenía dieciocho años lejos de casa en la Selva Negra. En el fondo una tristeza inabarcable porque intuía que mi padre ya había muerto, y yo muy lejos no podía llorar. Estaba rodeada de amigos, algunos solo conocidos de ese viaje de estudios y de tres profesores que me seguían a sol y sombra. Allá lejos continué aplicándome en las clases diarias de alemán y siguieron transcurriendo los días, dedicándome bastante al estudio para no sentir. Paseando por encantadores lugares hasta que un día me perdí en un mall de Stuttgart, la capital del estado Baden-Württemberg; el suroeste de Alemania todo para mí, pero extraviada.

     Un amigo me encontró mientras charlaba amistosamente con un paquistaní por demás de exótico, vendedor de alfombras de diseños y colores extraordinarios. El Turco Rosarino con cara de pocos amigos me arrastró a uno de los pocos pubs que quedaban abiertos, era tarde, hacía mucho frío y me tomé toda la cerveza del Cannstatter Volksfest que pude, espléndida, mientras esperábamos que el chofer del ómnibus viniera a buscarnos.

     Llegó Günther y paulatinamente volví a la realidad, nos llevó a un sitio un poco más decente; después de bastante café y de vociferar en un alemán cerrado, que ninguna latinoamericana se emborrachaba en su ciudad natal con cerveza barata (eso creo haber entendido), vino la correspondiente charla paternal que me devolvió un poco la autoestima extraviada. Así en plena noche cerrada volví al estudiantil albergue Sonnenmatte donde recibí el correspondiente sermón de Hans, uno de mis profesores, en un castellano bastante explícito y el abrazo calladamente consolador de Dani, otro amigo de confianza, que no entendía qué carajos había hecho escapándome.

     Hasta aquí mis recuerdos sobre el Turco Rosarino.

     Terminó el partido, perdimos, volví al hotel contenta con los viejos recuerdos y con un número de teléfono santafesino escrito con una Bic azul en el antebrazo; pero esa alegría pasajera se esfumó mientras me secaba el pelo después de la ducha.

     Y siguieron pasando las estaciones y por casualidad estábamos paseando con Santi de nuevo por Santa Fe y me volví a acordar del Turco Rosarino.

    Santi me dejó en el campo de deportes del Jockey Club de Rosario en el barrio residencial de Fisherton, mientras él atendía sus asuntos cerca del centro.

    Entré decidida, buscando a no sé quién, nunca supe su apellido y no recordaba su nombre. Pregunté por el Turco Rosarino, la moza me miró con sorpresa y respondió con sorna diciendo que ningún rosarino es turco. Salí del salón comedor del club riéndome de la ocurrencia, pero tenía razón por qué ir a buscar a alguien que no es.

     Para pasar el tiempo me fui a dar una vuelta por la cancha de hóckey, estaba entrenando la quinta masculina. Sola sentada en la grada del campo me fumé un cigarrillo esperando que se hiciera la hora en que me viniera a buscar Santi, mientras veía terminar el entrenamiento.

    De repente, ensimismada escucho que alguien me dice desde el campo de juego: —Señora, está oscureciendo, porque no va al club house porque por aquí no va a quedar nadie, ¡digo para que no se aburra! — Con una sonrisa agradecí el comentario y empecé a bajar de los peldaños mientras desfilaban los exhaustos jugadores. El último era el entrenador al que volví a agradecer la advertencia y me atreví a preguntar:

     —¿Disculpame, conocés a Juan Manuel?

     —¿El arquitecto dice usted?

     —Creo que sí — respondí sin saberlo.

    —Ahhh, está en Rosario, ocupado, por aquí hoy no estuvo, aunque siempre viene a ver a la quinta, son sus pichones, juega su hijo.

     Le agradecí el dato que mucho no significaba para mí mientras atendía la llamada de Santiago que me avisaba que estaba en el estacionamiento esperándome.

    Nos fuimos contando las novedades de la tarde mientras volvíamos al Presidente, nuestro hotel por tres días, sobre la Av. Corrientes, cerca de la Plaza Sarmiento, de la Universidad de Rosario y a diez calles del monumental Monumento a la Bandera sobre el margen derecho del Paraná. Paseamos por la orilla este río que parece mar, descubierto por el veneciano Sebastián Caboto, al mando de su carabela “San Gabriel” y Miguel de Rifos, catalán, capitaneando la galeota “Santa Catalina”… Santi me hizo callar y continuamos en silencio.

    Ya en nuestra habitación, atolondrada como siempre, con aires pedagógicos como los que nunca me abandonan, le empecé a contar a Santi que mi tío-abuelo-materno Octavio, era el hermano de José Fioravanti, uno de los escultores del Monumento Histórico Nacional a la Bandera en Rosario de Santa Fe a fines de los cincuenta, en colaboración con Alfredo Bigatti; que había sido nombrado miembro de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; que el Presidente Marcelo T. de Alvear le había encargado la realización de decoraciones escultóricas en el vestíbulo de la Casa Rosada y bla-bla-bla.

     Y seguí relatando sin que él me escuchara, como dando clase al impávido florero repleto de rosas pálidas… —La obra de Fioravanti se haría prolífica y variada con los monumentos a Nicolás Avellaneda, el de Roque Sáenz Peña y el de mi adorado Simón Bolívar en Buenos Aires, el simpático Lobo Marino de la rambla marplatense y el famoso Kilómetro Cero en Buenos Aires. En la época que nació mi mamá, sabés que Octavio, el padrino de mi madre era pintor…

     Nunca me escuchó… simplemente me contó que habíamos sido invitados a una cena en el hotel, a las veintidós el empresario y sus socios nos esperaban, y que era importante, tenía que cerrar un trato bastante conveniente. Me gustó la idea, conocer gente cercana a Santi siempre era grato. Acordamos que mientras que él se iba a dar un rezo a la virgen de la Parroquia Nuestra Señora de Lima (siempre andaba con esas cuestiones místicas de conocer capillas e invocar los tres ruegos cuando las visitaba por primera vez), yo me quedaba leyendo en la habitación y preparándome para la cena.

     Santi volvió a ingresar a la habitación y me dio un estuche color marfil muy delicado, contenta apuré el agradecimiento a lo que él me respondió que la atención me la mandaba Karpalmian, su nuevo socio para que me los estrenara en la cena. Sin mala intención reí por lo bajo, él era el que iba a estrenar… su primera transacción del día.

     Era un bonito par de aros muy delicados en plata, trabajados a mano, lindos, pero yo nunca usé aros, no me eran cómodos. Santi se fue con la virgen y yo quedé sorprendida viendo el primor con que habían confeccionado esos aretes que ni en pedo iba a poner, sin embargo, con grandilocuencia iba a agradecer.

     De punta en blanco esperé que Santi se terminara de bañar. Mientras se vestía me hizo acordar que me estrenara los aros por cordialidad, aunque sea. A regañadientes los desinfecté con mi Opium de Yves Saint Laurent, toda la habitación quedó impregnada con mi perfume francés de especias: canela, pimienta, flores de clavel… me los puse, me quedaban bien, eran bonitos, tenían un brillito especial casi casi… eran para mí. Un regalo de buen augurio o de inauguración de algo nuevo pensé recordando la etimología, solo pensé en que comenzaba algo, era el preludio de algo novísimo.

     La huella cálida y oriental de vainilla, pachulí y opopánax turco nos secuenciaba en el ascensor, al entrar al restaurante.

   —¡Fue demasiado, me parece! — dijo Santi estornudando. Saqué de mi cartera un Carilina mientras con certeza incierta afirmé:

      —¡Así es la vida Cariño, todo sea por tus negocios!

Un par de sobrios socios nos estaban esperando en la mesa redonda y con gentileza excusaron al tercero que estaba estacionando la camioneta. En medio de la charla informal Santi se puso de pie exclamando:

    —¡Arquitecto, qué suerte que llegaste, te esperábamos, tenemos hambre! Ella es mi mujer, de Quilmes. Querida, él es Juan Manuel Karpalmian, mi nuevo socio con los caballitos.

    —¡Te pusiste los aros! Siempre supe que te iban a gustar, pero qué perfumada está la noche, parece que estamos a orillas del Bósforo cenando. ¡Soy Juan Manuel Karpalmian, un gusto!— dijo abrazándome.

     Miré a Santi sorprendida quien en respuesta dijo que se habían conocido en remate de caballos hace años y que de vez en cuando se encontraban para hacer negocios en el country Fisherton aquí en Rosario donde vivía con su esposa y sus cuatro hijos varones.

    —Me contaron que viste el entrenamiento de la quinta, juega Alex, el menor. ¿Qué te pareció?

    —Sabés que nos conocimos hace veinte años… — dije con un tono emocional desconcertante.

Interrumpiéndome, Santi me dijo:

    —¡Ya lo sé, Juan Manuel me lo contó!

     Poquitas veces me he quedado anonadada sin palabras como en esa cena. Calladita trataba de explicarme las rarezas de lo ordinario como de a poquito se transforman en cuestiones extraordinarias sin quererlo.

     Muchos años más tarde, cuando Santi murió, el Turco Rosarino volvió a rescatarme por segunda vez.

     No tengo forma de agradecérselo, no hay título que alcance para describir que todo sigue oliendo igual.



Alessia Volker-Haagner

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