Ese tiempo, lo marcó de por vida, le pareció eterno, ya que la madre es todo para un niño. En realidad, no supo cuánto tiempo pasó exactamente, pero su padre, las veces que sabía de su paradero, la iba a buscar para que vuelva a la casa y estuviera con sus hijos. Y así fue un par de veces. Una vez, recuerda que, yendo al colegio en el turno mañana, solo porque en esa época se acostumbraba a mandar solos a los niños a la escuela, o con un hermano mayor o menor, dependiendo el caso, se quedó en una esquina sentado.
En esa esquina había una casa, con techo a dos aguas, hecha de troncos y chapas. Lo que le llamaba la atención de esa vivienda era la caída del techo, estaba tan inclinada que quedaba la chapa a veinte centímetros del piso. Era muy alta de la punta del techo hasta el piso por la forma que tenía. Se quedaba sentado ahí, en la vereda de esa casa, esperando que se hiciera el horario de salida del colegio del turno mañana.
No recuerda cuánto tiempo estuvo faltando a la escuela, pero una semana fue seguro. Hasta que la dirección de la escuela llamó al padre y no lo pudo hacer más.
En uno de esos días, mientras se mantenía sentado, pensando en vaya a saber qué, porque ni él se acuerda que le pasaba por la cabeza, una mujer de unos treinta o treinta y cinco años sale de la casa ubicada en la esquina diagonal de donde estaba sentado. Una mujer, para él, alta, de tez trigueña, pelo ondulado y teñido de rubio se le acercó a hablarle.
– ¿Qué estás haciendo? ¿No fuiste al cole? – Preguntó en modo maternal y retórico, ya que era obvio que no había asistido a clases. Él solo se encogió de hombros, como respondiendo a la obviedad.
– ¿Querés acompañarme? Tengo a alguien que le encantaría verte. Es una sorpresa. –Me dijo mirándome a los ojos. Él se levantó y la siguió. La mujer lo tomó de la mano y caminaron juntos hacia la casa.
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