I.
“Solía contarme cosas en cualquier momento; cosas de su vida, de cuando era muy joven, así como lo soy yo. A veces, bueno, por no decir siempre, lo que contaba me daba pena, Pienso que cuando lo hacía – cuando me hablaba de su juventud- era esa la persona que debió ser siempre; lo que todos debemos ser, por naturaleza, al nacer.
Me daba pena porque cuando me lo contaba sentía que de alguna parte (de las cenizas, el agua o la tierra) esa persona, que era antes, volvía a vivir entre las palabras que escapaban de su boca.
Esa persona debió ser mi padre, y no es que esté negando mi cariño hacia él, sino que la existencia de ambos hombres –uno muerto y otro vivo- me acojoga hasta los huesos.
En muchas ocasiones me repetí una pregunta. Al principio pensé que era horrible que me lo preguntara, y me castigaba por ello. Me pasaba por la mente el por qué nunca se mató; cómo es que puede recordar todo eso sin nunca haberse suicidado. Yo lo hubiera hecho.
A mi padre siempre le he tenido respeto… o miedo. Me daba nervio pedirle que me cuente más sobre esas cosas. Yo solo escuchaba, con los ojos bien abiertos, pero sin tratar de que los nuestros se encontraran.
Mi padre era muy hostil. Silencioso, de voz tronadora, de ojos muy oscuros… pero tenía muy adentro (pienso yo no más) una melancolía y rabia terribles. Cambiaba cuando me contaba esas cosas, y estoy segura de que no era el mismo. Aunqu…”
Dejo de escribir. Había comenzado a hacerlo con fervor sobre una libreta, pero su labor fue interrumpida al escuchar, bajo las tablas del segundo piso, a su padre tararear una melodía desconocida. Permaneció quieta y con los ojos cerrados. “Ahí está otra vez” pensó.
Tan simple, tan puro, tan dicotómico se sentía a este hombre tararear una melodía. La muchacha se sentía una mala persona al haber escrito eso sobre su padre. Pensaba que quizás eran cosas de ella, que tal vez se estaba inventando todo eso y que exageraba demasiado sobre él. “Tal vez siempre ha sido así” se dijo.
Era muy tarde ya, estaba oscuro y las estrellas brillaban vivamente sobre un fondo negro sin nubes. Pasó un ventarrón que azotó la casa. La madera crujió, los cuartos se compactaron y ampliaron con violencia, parecía que la casa respiraba con el aire atracado en sus rincones.
Luego nada se movió; ni los árboles, ni el pasto, ni las flores del jardín, absolutamente nada. Incluso parecía ser que con cada rotación de la tierra, el aspecto de la parcela donde vivían, se estancaba en vez de seguir el curso normal. La casa quedo inmóvil y se apretó.
Todo, incluso el bosque y el incesante canto de los pájaros, se detuvieron. Todo hasta el tarareo del padre.
“¿Estoy sorda?” Se preguntó la muchacha. El mutismo la perturbaba. Se levantó de la cama y se paró junto al borde de la ventana. Nada. Se acercó al vidrio para desaparecer su reflejo y ver el jardín. Oscuro.
Abrió la ventana, y asomo la cabeza. Olía a tierra mojada. “Si no ha llovido, ¿Cómo es que…?”
Pronto estalló en el vacío, en el mutismo, un grito; como un algo que se quejaba espantosamente. Estalló en todos los oídos que existían en la casa. Luego, como la espuma que deja el mar al golpearse violentamente en la arena, el grito lo deja todo empapado por el miedo.
La muchacha quedo inmóvil, con los ojos apretados y los oídos tapados por ambas manos. Parecía que ocurría lo mismo en su interior; el mutismo y abandono del inconsciente. Su rostro palideció, los ojos turbios se desbordaron en espanto y la boca le quedo con una expresión boba.
Bajo las tablas, en el primer piso de la casa, también enmudecieron. También se espantaron.
“Comenzó otra vez” se incorporó a la escena el pensamiento de una mujer robusta que tejía en el sillón; lejos del hombre y a orillas de una estufa a leña. Ella al igual que la muchacha y el hombre, estaba perturbada. Había dejado de tejer, deteniendo la mirada en su tejido.
Pasaron algunos minutos hasta que un aguacero rompió el silencio. Las gotas de lluvia chocaban en el techo de hojalata.
– ¡Dame agua!- gritó rompiendo silencio el hombre- ¡Tráela mujer!
La mujer se levantó resorteantemente del sillón, subiéndose las polleras para no tropezar.
– Está fría – dijo para si el hombre.
Unos minutos de silencio y la mujer permaneció parada junto al marido.
– Creo que ya llego el invierno – dice abstraídamente mirando el aguacero.
– ¡Ah! ¿Y tú piensas que yo necesito que me lo digan? – interroga con prepotencia a su esposa.
– ¡Linda la cuestión ahora!, ¡Si a ti no se te puede decir nada! – Alza su voz la mujer, y se devuelve al sillón puteando entre dientes.
Comenzó nuevamente su labor.
Ahora nada volvería a ser. Al otro día despertarían y se sentirían frustrados, asustados, cansados…
La familia era de tres: muchacha, hombre viejo y mujer robusta. Vivian lejos de todo, casi aislados y escondidos; muy lejos de la ciudad, de los servicios de salud, seguridad y aseo; lejos de las personas, de los núcleos, de la frivolidad; de todo.
Muy allá a lo lejos, vivía una vieja sola. Ella no quería saber nada del mundo ni de nadie, ni de familia ni de gente que se pierde, a veces en el campo. Aquella era la vecina más cercana. Luego seguía un hombre, pero ni sabían si seguía ahí. La verdad es que el hombre se mató unas semanas antes del invierno, porque se le habían agotado las razones para seguir en su casa. Eso sí, a nadie le importaba. Todos quienes vivían o vivieron por ese camino, son personas que no quieren saber de otras y ni siquiera de ellas mismas.
Al otro día, la lluvia continúo. Eran las 9 am y el hombre, en pie ya y junto a la ventana observaba cómo las gotas inundaban el patio. Luego le siguió su esposa mirando con impotencia sus flores que se ahogaban y podrían.
Ellos eran una postal melancólica.
Imagínelo.
Imagine la casa. Techo en punta y de hojalata, ventanas con marcos de madera, levantada con madera nativa, ya opaca ya por los años. Ahora imagine que usted está en frente en una de las caras de la casa donde se ubica la pareja; usted está a 20 metros de la casa. Ve al matrimonio con ambas manos apoyadas en el vidrio de la ventana, empañando los vidrios; usted logra ver en sus ojos algo que le llama la atención. Ve dos caras, una gorda con rosácea en los cachetes y otra raquítica con grandes bolsas bajo los ojos. Usted se burla de ellos; usted siente indiferencia y prefiere irse. Pero algo le detiene. No se había dado cuenta que el suelo está completamente inundado por la lluvia y que usted llevaba unas botas. Entonces se da cuenta que todo está inundado. Ahora se siente miserable, el pelo se le empapa y tiene frio. No se preocupe, ahora desaparecerá rápidamente de esta postal; usted se sumerge bajo el agua donde todo es turbio y se ahoga. Solo imagine que usted se ahoga, y que no le importa, solo para graficar lo melancólico y miserable que se siente bajo la lluvia sin paraguas. Aunque empieza a considerar lo afortunado que es usted al llevar aquellas botas. Usted se ahoga feliz y conformado.
En el segundo piso la muchacha seguía en la cama, pero despierta. Miraba el cielo: completamente nublado y negro, cargado de agua.
II.
Días ya de pura lluvia y de cortos periodos sin ella. El hombre había construido una balsa para recorrer los rincones de su parcela. Era muy novedosa, pero él no la quiso compartir ni con su esposa ni su hija.
– Y para qué quieren salir a mojarse. – Vociferó en una ocasión – La mujer y las mocosas se quedan en la casa. No salen a lesear pa’ fuera.
La huerta, el jardín y el pasto se estaban haciendo algas bajo el agua.
Afortunadamente conservaron sus gallinas; carnearon el cerdo, pero la vaca se les ahogó. Fue una noche repugnante, según recuerdan la mujer y la muchacha. Habían pasado el día y la noche desmenuzando: llegada la noche, las moscas fueron sus compañeras fieles.
Las gallinas las guardaron en el segundo piso, en una pieza contigua a la de la joven. Las dejaron en cajones, apiladas unas sobre otras, como si fueran cualquier otra cosa.
Las noches siempre eran las peores, pues los quejidos no dejaron de hacerse presentes. Inclusive, parecía que cada vez eran más fuertes; que cada vez se acercaban más. No se podía identificar qué era, ni siquiera por el sonido.
Era quizás lo peor. Que era una sombra que secaba las vidas, que penetraba al espíritu y te llevaba el alma. Se llevaba animales y personas, decían las historias. Que una vez le quito de la misma cuna, a una mujer, su hijo; dicen que al otro día apareció solo la piel en la cuna. Solo que nadie recuerda quien contó la historia y qué pasó con la familia. Eso dicen no más, por ahí, entre las pampas. Ni siquiera ellos saben de dónde salió la historia. Más bien, no lo recuerdan.
Es por eso que la familia se perturbó. Sabían que “eso” venia entre las aguas; que era capaz de ingeniárselas para entrometerse, incluso, en las casas.
III.
“Era una luna enorme que estaba sobre nosotras; buscábamos algo o a alguien entre el pasto. Sentía angustia. Sobre todo si miraba el pastizal bajo los pinos. El pasto estaba muy seco, casi como paja. De repente entre la tierra habían caminos hondos, como fosos, y la tierra se veía negrita y mojada.
No me había dado cuenta, pero la luna era morada; y el cielo, era mucho más grande que este cielo. Yo pensé que era porque estábamos en un planeta más grande. La luna recorría, frente a mis ojos, pasivamente el cielo. A medida que la luna se escapaba, comencé a despertarme.” Escribió en la misma libreta.
Había despertado recién luego de aquel sueño. Abrió las ventanas, y el aire le era dulce, fresco y delicioso. Aún era muy temprano. Nadie se había levantado aun, eso significaba que podría usar la balsa, y volver sin que nadie se diera cuenta.
Era un artefacto muy rústico, pero flotaba bien. Se alejó de la casa y “navegó” por todo lo que era el bosque, y el aire se sentía tan bien en las mejillas, en los pulmones; cerro los ojos y suspiró.
Pronto cayó el silencio. Otra vez todo mudo.
“¿Estoy sorda?”
Más. Más de ese silencio.
Luego ya nada le pareció bonito. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué hora era?
Se sintió desesperada, angustiada, aterrada. Quería volver. Entrar en casa, y acostarse otra vez.
Así fue. Dejo la balsa lo más parecido posible a como estaba. Entró en casa y se sintió a salvo. Sin embargo, ese silencio persistía en sus oídos. Necesitaba escuchar algo.
– ¡Hola! –dijo – ¡Hola, Hola Hola Hola Hola…! –repitió.
Sus palabras revotaban.
Caminó por la casa.
Tocó la puerta de los padres; silencio.
Subió las escaleras, otra vez.
Fue a la pieza de las gallinas. Al abrir la puerta, no encontró ninguna. Ninguna que estuviera. Se habían ido y solo quedaban el cuero y las plumas.
Estupefacta. Asombrada. Se dirige escaleras abajo. Llamando:
“¡¿Mama?!, ¡¿Papa?!”
Silencio.
Violenta la puerta y estaban ambos, sentados en la cama matrimonial. Aparentemente se veían bien: respiraban y pestañeaban; pero había algo que los opacaba, era una idiotez. Algo se les perdió; el brillo en los ojos, el color vivaz de la piel, el tono del cabello, la posición de las manos…
No necesitó preguntar ni dirigirles la palabra. Había comprendido que se habían ido; aunque estaban vivos biológicamente y el metabolismo aun funcionaba; ya se habían atrofiado.
“Ha pasado la sombra, los ha dejado tontos. Sin alma; la piel flácida. Se los devoró.” –pensó.
“Lamento no haber escuchado la historia completa.”
No sentía culpa de haber dejado la puerta junta. Quizás, sí, la dejo a propósito abierta, pero ¿Eso importa? Está sola en los campos de aquí en adelante.
Y el silencio, como el óxido en los metales, se fue haciendo de las paredes, el techo y los pisos otro castillo de su gran puñado.
Sonia se llamaba la joven; ha comenzado a olvidar los nombres de quienes vivieron con ella toda la vida; es más ahora solo recuerda su pura existencia sobre los campos. De hecho, ella sabe que la balsa siempre estuvo ahí. Siempre, desde que se acuerda.
Yo lo sé, porque lo he visto antes. Sé que se hace un ajuste para aquellos que no viven solos; porque ese lugar no es para todos, sino que, para uno.
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