Perdió la mirada a través del sucio cristal del enorme ventanal de la sala de estar, fijándose en las viejas fachadas de las casas que habían escasos metros de donde se encontraba, al otro lado de la acera.
Hacía apenas unas horas que había pasado por delante de ellas, y la idea de que había escogido el día equivocado para hacerlo, todavía rondaba por su cabeza: si no se hubiera dejado llevar por la nostalgia que le causaba el pasear bajo un brillante sol de febrero, no habría presenciado la más horrible escena que jamás había visto en su vida.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Estaba convencida de que aquella noche no podría dormir: en cuánto cerrara los ojos, la mano inerte que había escapado de debajo de aquella sucia manta que aquél individuo había dejado caer al suelo sin ningún tipo de miramiento, sería la única imagen que acudiría a su mente, provocándole una horrible pesadilla que sin duda alguna, se repetiría una noche tras otra.
Abrazándose así misma para intentar entrar en calor, quiso apartar la mirada de aquél grupo de casas desocupadas, pero no pudo: ¿seguiría allí el cuerpo que aquél hombre había abandonado? ¿Por qué lo había hecho? ¿Quién sería la víctima?
Una tras otra, las preguntas se amontonaban en su cabeza, empezando a crearle un fuerte dolor de cabeza.
Tal vez era mejor volver para averiguarlo. «¿Estás loca?», se dijo, sacudiendo la cabeza enérgicamente, intentando apartar aquella estúpida idea de su cabeza. «Es peligroso. Tal vez ése individuo todavía ronde por ahí; además, no olvides que estuvo a punto de atraparte…».
Había logrado reprimir ése momento en cualquier rincón de su cabeza, a pesar de que había puesto su vida en peligro de un modo absurdo: cuando la mano había quedado al descubierto accidentalmente, las uñas le habían llamado especialmente la atención -dos de ellas estaban rotas, fruto de un fuerte forcejeo-: estaban pintadas de un color rojo intenso e incrustado meticulosamente en ellas, un pequeño brillante soltaba débiles destellos debido a la escasa luz que entraba por el hueco dónde había habido una puerta, años atrás.
Le resultaron familiares.
Y había sido ésa curiosidad la que la había llevado a adentrarse en aquella casa en ruinas, manteniéndose pegada a la pared, consciente de que podría ser descubierta en cualquier momento, cuando sus pies habían chutado una piedra que había en medio de su camino, rebotando a lo largo del suelo, logrando llamar la atención de aquél individuo, que no había tardado ni un segundo en volver su cabeza para mirar por encima de su hombro, sorprendido.
Sus miradas se habían encontrado durante apenas unos segundos, pero ella había podido ver la maldad reflejada en los ojos de él.
-¡Eh! -había vociferado, irguiéndose con rapidez, dispuesto a darle alcance. Aquél grito había sido el aviso de que debía dar media vuelta y largarse de allí inmediatamente.
Así pues, sin pensárselo dos veces, había girado sobre sus talones, y había echado a correr, muerta de miedo, mientras aquél tipo seguía vociferando tras ella, empezando a correr también; si aquél tipo hubiese conseguido atraparla, probablemente, hubiera acabado bajo una de aquellas sucias mantas.
Sin embargo, algo dentro de ella insistía en que debía volver, a pesar de que el miedo la paralizaba: saber que el cuerpo de una mujer -lógicamente, lo sabía por las uñas- yacía bajo una maloliente manta, abandonado en una casa prácticamente en ruinas, le dejaba una especie de malestar en su interior. «Pero no puedo volver ahí sola», se dijo, apartándose finalmente de la ventana, intentando pensar con claridad. «Debo llamar a la policía y avisarles».
Decidida, buscó con la mirada su teléfono móvil, mientras notaba cómo la melancolía la invadía por completo: llevaba prácticamente toda su vida viviendo en aquél barrio, aquellas calles la habían visto crecer, y al mismo tiempo, ella había sido testigo de los cambios que el tiempo había hecho en los adoquines de las aceras o las reformas de la calzada; la gente había sido siempre tan amable -obviando, claro está, las vecinas que no perdían detalle de su vida-, ofreciéndole una tierna sonrisa que no necesitaba palabras para desearle un buen día, a la que ella correspondía con ganas, había cruzado miradas de las cuáles podría haberse enamorado sin problemas de con quién las cruzaba, pero que el tiempo había decidido que no era el momento e incluso conocer algún sabio mendigo que la había aconsejado cuando había visto preocupación o tristeza en su rostro.
Y aunque no pudiera presumir de vivir en un barrio dónde el lujo se respiraba en cada esquina, el estar rodeada de casas antiguas -algunas en ruinas- y un paisaje sencillo la hacía sentir que tenía todo cuánto necesitaba.
Pero el hecho de haber presenciado cómo «alguien» de su barrio -aunque no estaba segura de que realmente viviera en él- pudiera tener la sangre fría de haber asesinado a una persona y dejarla tirada en un lugar dónde nadie pudiera encontrarla en unos días, rompía totalmente el concepto que ella tenía de vivir en un barrio tranquilo.
Era por eso que necesitaba hacer algo que lograra limpiar la sucia imagen que aquél hombre había logrado transformar de las calles por las que tantas veces transitaba.
Finalmente, localizó el teléfono al lado del televisor.
Se acercó con rapidez y lo cogió con un ligero temblor de manos, y regresó junto a la ventana, dónde en aquél momento, los cálidos rayos del sol iluminaban la casa dónde permanecía -supuestamente- la víctima, y tras marcar el número de la policía, se llevó el aparato a la oreja.
-Vamos, vamos… -murmuró, nerviosa-. Cogedlo de una maldita vez… -no podían perder ni un segundo más: cuánto más tardasen, más era probable que el cuerpo, que los indicios del homicidio y que el propio «asesino» desaparecieran.
Finalmente, descolgaron al cuarto tono, y una voz adormilada se dejó oír a través del otro lado de la línea.
-Comisaria de la Policía Local de Llagostera, ¿en qué puedo ayudarle?
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