Arrastraba los pies por la casa, como si sus dos piernas fuesen dos pesadas columnas de fino y blanco alabastro, y no lo hacía precisamente por la edad, era joven aún, sino de aburrimiento. Llevaba, sin que nada surgiera de su voluminosa cabezota, más de un mes. Y nada, era nada. Ni una letra siquiera que diera entrada a una palabra, y esta a una frase, y esta a una idea y la idea a la historia.

La desesperación, comenzaba a trepar por sus nervios de acero, el pasillo se estaba transformando en un «slalom» imposible.

Sobre la mesa del escritorio, desde donde podía observar el mundo exterior, alimento primario de su musa, incontables tazas de café, daban crédito a su estado crítico de secano, cinco días prácticamente sin dormir. Nunca le había sucedido esto.

Ni siquiera el último viaje que realizó con inusual espíritu aventurero, aportó materia alguna, a su exigua creatividad.

Recorrer caminos salvajes de piedra, al borde del vértigo de los abismos, bañados por lluvias torrenciales, en el límite de las fuerzas, cuando casi se podía presentir el desastre, y la adrenalina aceleraba el pulso hasta ponerte el corazón en la sien, ni tan siquiera entonces, bajo ese miedo, era capaz de sentir apego por la existencia. La prueba no funcionó y la apatía continuaba allí, no se despeñó por barranco alguno.

-¿Me habré muerto por dentro? Se preguntaba.

Esperó a verse de nuevo en casa, quizá era eso lo que necesitaba, regurgitar la vivencia, pero no había novedad, !con el dineral que le había supuesto la tonta idea de la aventura!, desde luego esperaba más de ella, como si la aventura viniese con un paquete incluido, de inspiración. Absurdo a todas luces.

No lo pensó dos veces, en arrebatada decisión, irracional total, agarró su p.c., arrancó literalmente los cables, lo cogió bajo el brazo, bajó al contenedor y en un acto, nada ecológico por cierto, lo tiró dentro.

Subió al piso, entró en su estudio y con la desolación pisándole los hombros, recogió paulatinamente todo su material de escritura, incluido, las ganas.

El cielo se estaba cubriendo de nubes, en breve comenzaría a llover.

Observaba a través de los cristales, la avenida, podía ver donde había arrojado parte de su historia y ni aún así sentía nada.

Por la derecha de la fila de contenedores, se aproximaba alguien. Según se acercaba pudo distinguir a un hombre empujando un carrito de bebé, era una figura que se estaba convirtiendo en un elemento cotidiano en el paisaje urbano, tanto que ya no se reparaba en ellos.

Asomó su cabeza cubierta por una gorra, apoyado sobre la punta de sus zapatillas agarrando el borde metálico, oteando el interior con la agudeza y precisión con la que un águila acecha su presa.

Soltó la tapa y tranquilamente regresó a su cochecito y cuando parecía que se iba a marchar sucedió. Con un palo alargador, apalancó la tapa para que no se cerrase y en un ágil salto se introdujo dentro, al poco asomó una mano, luego la otra y de otro salto salió fuera

Portaba algo dentro de su chaqueta pero no llegó a ver qué, hasta que se sentó en el bordillo de un parterre del parque y con candorosa delicadeza, retiró de entre sus ropas, el ordenador.

Lo sostenía sin atreverse a abrirlo, sin la osadía de comprobar cuál sería el destino de ese objeto, si la chatarra o la raída mesillas de noche, de su triste habitación alquilada. !Oh si fuera verdad que funcionaba!. cuantas veces podría ver y hablar con sus hijos y prometerles una vez más que pronto estarían juntos. Paco era muy generoso con él, pero ahora, si ese trasto se podía poner en marcha, ya no tendría que abusar tanto de su amigo. Tenía tan buena apariencia, estaba seco y limpio, apuntaba a estar en buen estado y no era solamente una corazonada, un buen informático podía distinguir estas cosas. Sentía que la felicidad había llegado en color cían.

Él no daba crédito, bajo el aguacero, un hombre reía alegra, casi a carcajadas, con algo sobre sus muslos, algo de color familiar.

Entonces, mirando en torno a sí, comprendió que lo que realmente ocurría, era, que tenía demasiado.

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