Shinji Kirihara se despertó sobresaltado. Tuvo un sueño de lo más extraño, rayano en el surrealismo, pero no por eso menos vívido. Una angustia oprimía fuertemente su pecho, un lazo en su garganta cerraba el paso del aire. “Soy muy pequeño”, pensó. Claro que los doce tatamis de su departamento no ayudaban mucho, mirara en la dirección que mirara una pared ponía un límite inmediato a su horizonte.
Como buen sintoísta que era no dudaba de que los elementos tuvieran un ánima y una consciencia propia, creía firmemente en el concepto de consciencia universal. Pero el sueño fue más allá. Cuanto más lo recordaba más le parecía un viaje astral embozado bajo un antifaz de ensueño. “¿Será que el universo es un ser vivo?”. Esta duda se volvía hegemónica mientras desayunaba su sopa de miso. “Tiene que ser un ser vivo, no hay otra explicación posible”.
Un átomo, esa minúscula porción de materia que es la forma más elemental de lo tangible (físicos cuánticos, por favor, abstenerse), está formado por una especie de bola grande, densa, pesada alrededor de la cual giran constantemente unas nubes de electrones. Van y vienen, vienen y van, así, segundo tras segundo, día tras día en una serie de movimientos estáticos, inmutables aunque extáticos. El conjunto se acerca a otro conjunto, igual o parecido. Más igual que parecido, pues a esa escala todo se ve más o menos igual. ¿Quién podría detectar alguna diferencia entre un átomo y otro? Solo un ente de tamaño similar sería capaz de distinguirlos. Decíamos entonces que un átomo se acerca a otro. Se acoplan. Así, hermanados, van en busca de otro. Y otro. Y otro más. de esta forma se van uniendo, formando moléculas. Moléculas iguales (¡o parecidas!) se juntan y terminan formando una sustancia con características definidas. Las sustancias se juntan, se entremezclan y van formando así estructuras cada vez más complejas. De esta conjunción nace en algún momento un tejido. Un conjunto de tejidos forma un órgano. Increíblemente, un conjunto de órganos, así, con la impersonalidad de todos y cada uno de sus componentes, termina formando un organismo.
Vaya a saber mediante qué mecanismo diabólico una serie de reacciones químicas genera un pensamiento. No sólo la vida, que en sí no es poca cosa, pero partiendo de tan pequeñas alimañas como son los átomos se genera un pensamiento. ¡Un pensamiento, señores! Un pensamiento, una idea, un sentimiento, un sueño. Cuanto más me pronuncio al respecto, cuanto más elucubro sobre estas cuestiones más entiendo a los que me llaman pagano: es muy difícil aceptar tanta casualidad cósmica. Comprendo que no es fácil vivir creyendo en la nada, no es un hobby para todo el mundo, hay que tener un temple muy especial para poder convivir con el nihilismo.
Resulta difícil in extremis vivir sabiendo que no vamos a encontrar respuestas a ciertas preguntas. Sobre todo para la gente que tiene una necesidad absoluta de controlar todo a su redor. Gente como Shinji. Gente como yo. Que el amor y la pasión, lo único que justifica nuestra existencia, se generen de la nada, simplemente como consecuencia de una reacción química es un tanto desalentador. Me encantaría, como piensa Dolina, que haya un ser superior, un demiurgo encargado de la planificación y ejecución de esta maravilla. Pero no solo creer que haya una especie de dios, me gustaría que lo hubiera en serio. Pero ya soy un hombre grande. Un viejo que está de vuelta, a pesar de no haber ido nunca a ningún lado. No puedo autoconvencerme a esta altura de que hay un dios. Posiblemente si lo hubiera en serio también descreería. Soy así, el escepticismo está enroscado en mis cadenas de ADN.
Shinji Kirihara sigue tomando su sopa de misto. Aunque está sólo, bebe sorbiéndola, haciendo el mayor ruido posible. Quizás en parte para darse las gracias por tan rico desayuno, pero con la esperanza, en el fondo, de que ese sonido ayude a acallar la voz que retumba en su interior. Shinji piensa. Piensa en el sueño. Lo recuerda, lo revive. Piensa en los átomos, en las moléculas. Piensa en dios. Mira la sopa. “El universo es como una sopa”, piensa. “Es una sopa cocinándose a fuego lento, los planetas y las galaxias no son más que los ingredientes del potaje. Se cuecen a fuego lento, despacito. ¿Quién se tomará esa sopa cuando esté lista?”.
Pero el universo no puede ser una sopa. Al menos no si su sueño fue real. Mejor dicho: si es real lo qui vio y oyó en su sueño. Shinji Kirihara se despertó sobresaltado, y no era para menos. Soñó con la vida. Con una forma de vida un tanto diferente a la que conocemos. O no tanto. Más bien lo que resulta diferente es la forma en la que comprendemos esto que llamamos realidad.
En su sueño Shinji era nada. Si ya considerando el universo entero el se creía poco, imagine ahora que se siente un ser sin sentido, verse reducido a una pequeña fracción de un todo. No ser, si no, simplemente, pertenecer, formar parte. En su sueño el sol, esa enana blanca que es fuente de vida, de luz, era simplemente una bola. Aquel núcleo que nombrábamos cuando hacíamos referencia al insignificante átomo. Los planetas se veían rebajados a la calidad de electrones. Una nube de planetas que orbitan alrededor del núcleo-bola. El imponente Júpiter, un electrón. Saturno con su bijouterie de piedras preciosas, un electrón. La Tierra, nuestra bendita Tierra, con sus maravillosos paisajes, con el tango y el jazz, otro mugroso electrón. Mercurio, Venus y los demás, electrones. Plutón salta en una pata. Plutón, otro electrón. Plutón, otra vez a la altura del resto, con la misma importancia que el resto, con la misma intrascendencia. Bienvenido de vuelta, mi despreciado Plutón.
“No, no puede ser”, decía Shinji en su sueño. “Claro que puede, y no solo que puede si no que lo es”, le respondía Beatriz. “¿Pero cómo podemos ser todos electrones iguales con lo diferentes que son los planetas entre sí, si hasta en tamaño somos incomparables?”, preguntaba el soñador. Me sorprendo al escuchar en la mente de Shinji a Beatriz dar un discurso parecido al mío: “Para diferenciar un electrón de otro habría que ser más pequeños que ellos, solo así podemos ver las cosas distintas. Si cuando vemos una hormiga ya creemos haberlas visto a todas, imagina, Shinji, una partícula tan pequeña como un electrón. Un ser muy superior sería incapaz de distinguir uno de otro. Vos ves eso que llamas planteas muy distintos, pero es solo una cuestión de escala”.
El sistema solar, esa cosa inmensa que ni en la imaginación siquiera podemos dimensionar, era en el sueño un insignificante átomo. Cada conjunto de cuerpos celestes que giran en torno a las estrellas es una nube de electrones. Cada estrella, el núcleo de un átomo. Un cúmulo de estrellas no es otra cosa que una molécula. Una galaxia solo una leve sustancia. Lo que conocemos del universo, su enorme bastedad, su opulencia, su orgullosa cualidad de ‘todo’, lo que hay, lo que hubo y lo que habrá, lo que conocemos del universo, enormemente más finito de lo que creíamos, era en el sueño de Shinji una simple porción de un tejido. Quizás por eso nos parecía infinito, porque se extiende mucho más allá.
El universo, “nuestro” universo, un despojo, una porción de tejido a duras penas suficiente para una biopsia. Un trozo de carne insignificante que termina en el bote de residuos orgánicos. “Cuando sos pequeño todo a tu alrededor parece más grande”, sintetizaba Beatriz. Shinji estaba devastado. Atónito. Porque uno se sabe poca cosa, pero tampoco abusen así de nuestro conformismo, los humanos tenemos un ego que alimentar. “Shinji, sos una parte y no un todo. Vos y todo lo que conoces: tu familia, tus amigos, tu máquina de escribir, el mate que trajiste de tu viaje por Argentina con todo y bombilla, todo, todo lo que se te ocurra es, en realidad, nada. Quizás formemos parte de un trozo de páncreas, de un fragmento del lóbulo de una oreja. Seamos optimistas, pensemos en positivo, tal vez vivamos en el verde de un iris o en la fibra de un corazón”.
“Abra sus puertas a mi pesimismo, Beatriz, ¿y si somos un pelo pronto a caerse? ¿O un lunar? ¿O el divertículo en un intestino? ¿Y si somos un trozo de tejido que ya está muriendo en una gigante caja de Petri? Quizás eso que llamamos calentamiento global no sea otra cosa que el incremento de la temperatura normal que se da como consecuencia de la iluminación, por ese foco incandescente que tiene el microscopio con el cual nos están observando”. Beatriz responde: “Por supuesto que es posible, ¿pero por qué mejor no pensar que somos parte de una fibra del miocardio de un enamorado, o un trozo de piel que se eriza al escuchar un violonchelo, o un labio besando, o la mejilla de un niño recibiendo la caricia de su madre? Si puede que hasta formemos parte de un hombre gigantesco, llamado Shinji Kirihara y que esté, digamos, durmiendo luego de una ardua jornada de trabajo. ¿Por qué no? Las casualidades operan de manera muy misterios, mi querido Shinji.
“Sé que a la larga me vas a comprender, tengo buena pasta para guía turístico-espiritual. Hace un tiempo me fue muy bien con un hombre como vos recorriendo algunos lugares que también parecen ir en contra de nuestra concepción de la realidad. No eran muy parecidos, no era un hombre como vos, más bien debería haber dicho: un hombre, como vos. Dante quería saber dónde van los hombres cuando mueren”. “¿A dónde van?”, interrumpió Shinji picado de curiosidad. “No importa eso ahora, es un tema para un viaje diferente, no compliquemos más las cosas, intentemos asimilarlas de a una a la vez. Aprende a dejar algunos menesteres como son, no podemos saberlo todo. Si no aprendes a soltar ciertas cuestiones me temo, Shinji, que acabarás cometiendo un harakiri”.
“Gracias por el consejo, Beatriz, es muy Albert Camus de tu parte. El mito de Sísifo”. “A Sísifo también le mostré esto que te estoy mostrando a vos ahora”. “¿Pero qué le podía importar a él que era un dios?”. “No era un dios, solo era hijo de uno. Tampoco sé si le importaba o no. Pero fue un personaje muy cruel, quería darle algo más en qué pensar mientras subía empujando su famosa piedra”. Shinji abrió enormemente los ojos, semi espantado afirmó más que preguntó: “¡¿Pero entonces quisiste castigarlo más?! ¿Es eso lo que estás haciendo conmigo: castigarme?” Beatriz se quedó callada un momento, su vista se desenfocó, parecía estar buscando en un recóndito cofre el tesoro de las palabras correctas. Suspiró y finalmente dijo: “la verdad es el más precioso de los regalos, Shinji. Solo es un castigo para aquellos que quieren vivir en las tinieblas, para los que son demasiado orgullosos para aceptarla. Pero bueno, ya has visto suficiente, es hora de que me ayudes. Necesito que me lleves esta roca a la cima de esa montaña”, dijo Beatriz, señalando primero a la una y luego a la otra. Shinji no se había percatado de la presencia de esas moles, hubiera jurado que habían aparecido de la nada. “Hazlo con cuidado, pues si se cae deberás volver a empezar”, lo alertó Beatriz.
Shinji, con una resignación que le llamó su atención, sin decir una palabra comenzó a hacer rodar la piedra cuesta arriba. Tras un esfuerzo ingente logró alcanzar la cima de la montaña, dejando la piedra en el lugar señalado. Cuando la tarea parecía cumplida un fuerte temblor hizo mover la tierra bajo sus pies. La gran roca vaciló unos instantes, dio un pequeño salto y empezó a rodar a toda velocidad colina abajo. Shinji la vio detenerse en la base de la montaña. Se sentó en un promontorio, pero una fuerza sobrenatural lo levantó en el aire y lo condujo al lado de la roca. Beatriz había desaparecido, pero su voz bajó desde el prístino cielo: “lo siento, Shinji, pero tendrás que volver a empezar”.
Nuestro héroe repitió el procedimiento no sin sudar copiosamente. Volvió a llegar con la piedra a la cima pero esta vez no se sentó, creyendo con esta actitud no desafiar al destino. De repente, otra vez el temblor. La roca volvió a dar un salto, iniciando una nueva carrera cuesta abajo. Shinji resoplaba mientras la fuerza sobrenatural lo conducía otra vez al pie de la montaña y lo depositaba justo al lado de su piedra. El cielo ya no era más celeste, unos densos y negros nubarrones lo cubrían por completo. Un estruendoso relámpago tiñó de electricidad la atmósfera. Nuevamente se escuchó la voz de Beatriz: “lo siento, Shinji, pero tendrás que volver a empezar”. Pero esta vez, sus palabras fueron procedidas de una risa macabra, sardónica. El muajaja más denso y oscuro que jamás haya escuchado erizó por completo su piel, poniéndolo en estado de alerta. Un segundo relámpago, pero al revés: primero escuchó el ruido, posteriormente vio el rayo de luz que venía directamente hacia él. En el instante en que la centella lo alcanza Shinji se despierta, sobresaltado. Así lo encontramos en los albores de esta historia.
Ahora comprendemos que sorbiendo ruidosamente su sopa de misto no quería tanto darse las gracias por tan rico desayuno ni tampoco acallar su voz interior que divagaba sobre el ser y la nada. Shinji sorbía la sopa ruidosamente sobre todo para tapar el sonido de esa risa macabra que aún bullía en sus oídos y retumbaba en su corazón.
Tomaba la sopa y recordaba su sueño, recordaba la risa de Beatriz, la nada de la que formaba parte en la quimera de su sueño. De repente sintió una brisa en su espalda, como un aliento en la parte posterior de su cuello. Todos sus pelos se erizaron. Y escuchó la voz. Su inconfundible voz. Esa voz tan dulce y a la vez tan agria, que un oído le susurraba miel mientras que en el otro le pedía un favor: “necesito que me ayudes, Shinji…”. Y tras el pedido la risa, la larga carcajada que ya conocía de memoria.
Shinji Kirihara se despertó sobresaltado. Tuvo un sueño de lo más extraño. Soñó que soñaba con un universo vivo. Un universo que era solo una porción de un hombre completo. Y él, Shinji, era una partícula de una partícula de una partícula que formaba parte de un insignificante átomo. Se levantó angustiado, sin aire, con una congoja que bañaba su alma toda. El pecho oprimido, un lazo en la garganta. “Que mal sueño”, pensó. “Nada que una buena sopa de misto no ayude a olvidar”. Se sentó a la mesa con su plato de sopa. La calidez del potaje lo ayudó a recomponerse. “Qué sueño abrumador, qué poca cosa sería ser tan poca cosa”.
La sopa caliente lo ayudó a calmarse, entró en un estado de sopor, ya mucho más relajado. El sueño era eso, solo un sueño. El trajín del día lo sepultará, pensó Shinji, como suele hacerlo normalmente. Nadie recuerda sus sueños más allá del desayuno. Cuando terminó de beber la sopa su espíritu estaba totalmente recompuesto. Pero de repente sintió una brisa en su espalda, como un aliento en la parte posterior de su cuello. Y escuchó una voz. Aquella inconfundible voz…
OPINIONES Y COMENTARIOS