Cuando eres apenas un niño las sombras son escalofriantes, los ruidos del viento en la ventana y los bultos extraños en la oscuridad que parecen crecer brazos y piernas cuando parpadeas te causan pesadillas. A medida creces también lo hace tu valentía. La luz de noche se vuelve sólo decoración y el escudo en contra de los espectros se vuelve tan solo una manta más, tu madurez te hace creer que eres superior a toda maldad, a todo miedo. Dejas de correr al cuarto de papá para que te cuente historias y comienzas a enfrentar tus temores viéndoles directamente a los ojos, te das cuenta que todo estaba en tu cabeza y que aquello no puede dañarte. Excepto cuando tu temor te devuelve la mirada y en sus ojos puedes ver el horror reflejado.

Elias había crecido en una casa que todos podrían considerar el escenario perfecto para una catástrofe. Sus columnas se alzaban como gigantes, con arcos pronunciados de intimidante arquitectura, candelabros que colgaban y se balanceaban como si fuese un cuerpo colgando desde el techo. El vacío y las sombras eran lo más atemorizante. La casa era inmensa, como un palacio donde únicamente vivían un rey solitario y el príncipe cobarde. Con secretos que se escondían a plena vista en las pinturas renacentistas o con sonidos de pisos crujiendo y lamentándose del paso del tiempo. El padre de Elias era un médico con muy poca paciencia para la decoración de interiores, por lo que aquella casa se sentía como la tumba de un sueño que jamás pudo ser realizado.

Tobias, su padre, siempre había dicho que la decoración era el talento de su madre, quizás si ella hubiese sobrevivido el parto aquel lugar se sentiría más como un hogar. Elias ha pasado su infancia corriendo por los pasillos, escapando de la oscuridad y huyendo de las sombras. Resguardandose bajo las mantas o en los brazos de su padre y esperando que el amanecer llegara a salvarle. Su padre siempre insistió en que debía ser más valiente y que cuando tuviese miedo recordara que Alisa lo cuidaba.

Alisa era el nombre de su madre, Elias jamás la conoció y por orden de su padre no tenía permitido indagar sobre ella, ni siquiera poseer una foto. Aún así, siempre que Elias se encontraba aterrado y solo en aquella enorme casa, cerraba los ojos y se imaginaba que su mamá estaba a su lado.

Elias creció y la casa dejó de dar tanto miedo. Todas las sombras, ruidos y crujidos se han quedado olvidados junto con los coches de juguete y las risas infantiles. Ahora Elias camina orgulloso por su hogar, admirando el arte y el detalle de cada esquina, incluso por la noche. Todos los miedos han desaparecido, excepto uno.

Desde que Elias tiene memoria en la mecedora de su habitación se encuentra una enorme muñeca. Su ropa es elegante, con un vestido floreado como si descansara en una eterna primavera. Su cabello está casi totalmente cubierto por un pañuelo pero leves mechones rubios se escapan en su rostro. Su piel parece impoluta, pero al mismo tiempo rígida. Y lo que paralizaba el corazón de Elias eran sus ojos, su mirada parecía detenida en el tiempo, leves arrugas como si lucharan por dibujar una sonrisa.

A Elias aquella muñeca le daba pánico, la forma más cruda y real del miedo. Había noches donde no podía dormir hasta entrada la madrugada porque cada vez que giraba su rostro la muñeca se encontraba ahí. En las noches de invierno era aún peor, la brisa se colaba por la puerta y la mecedora se movía. La gran muñeca balanceándose, casi amenazando con caer sobre la cama de Elias donde él debía estar descansando.

En cientos de ocasiones Elias había suplicado a su padre el mover a la muñeca de habitación, su padre solo respondía con indiferencia, diciendo que debería dejarse de tonterías y simplemente ir a dormir. La muñeca no iba a moverse y Elias tampoco, ambos eran los eternos habitantes de aquel cuarto.

En distintas ocasiones Elias observó a su padre arreglando la muñeca, pequeños detalles, ajustando su ropa o incluso acariciando con adoración su mejilla. Elias no entendía cómo su padre podía adorar tanto una muñeca tan horrible, y aún cuando Elias creció jamás se atrevió a investigarla más de cerca.

No fue hasta que cumplió 16 años que Elias decidió que aquello debía terminar. Esa guerra silenciosa entre la muñeca y él debía cesar, con únicamente uno de ellos resultando victorioso. Elias finalmente se acercaría a esa muñeca y la sacaría de la habitación.

Elias esperó que llegara la noche, sentado en el borde de la cama su mirada nuevamente se encontró con la de aquella muñeca. De alguna manera ambas miradas parecían reflejar el temor que Elias sentía. Se aproximó a la muñeca a paso lento, sus manos frías y temblorosas extendiéndose hacía el rostro de la muñeca.

Finalmente, la tocó. Y la muñeca se mantuvo inerte, como cualquier muñeca. Elias suspiró. Sintiendose como un idiota al esperar que la muñeca reaccionara de alguna otra forma, era solo eso, una muñeca.

Ya con mayor confianza Elias posó su mano por completo en la mejilla de la muñeca, su piel estaba rugosa pero Elias pudo visualizar todos los detalles en esta. Pequeñas pecas y lunares en su rostro, cada detalle a la perfección. Acarició también su cabello, suave y hermoso, aunque al tocarlo unos mechones cayeron entre sus dedos. Era solo una muñeca extraña, eso era todo.

Elias decidió que de todas formas la llevaría a alguno de los cuartos vacíos de la casa. Con esfuerzo comenzó a tirar de la mecedora, la muñeca era muy pesada y tuvo que ejercer mucha fuerza para llevarla hasta la puerta.

Por el ruido de la madera su padre había despertado, le esperaba con los brazos cruzados y una mirada cargada de ira. El miedo de la infancia azotó nuevamente a Elias, la confusión mientras de forma inútil intentaba justificar lo que estaba haciendo.

“Después de todo lo que Alisa ha hecho por ti, ¿Es así como le deshonras?”

Tobias tomó a su hijo del cuello, lanzandole a la cama y cerrando la puerta detrás de ellos. Se había esforzado tanto por darle a ese niño desagradecido a su madre, aún cuando él era la causa de que ella ya no estuviese ahí. Lo había hecho por amor, para mantenerla cerca y ahora, Elias intentaba robarla de su lado nuevamente.

Elias lloraba en la cama, finalmente entendiendo el cómo su padre cuidaba de la muñeca. Aún ahora, se encontraba asegurándose de que la integridad de ésta estuviese en condiciones mientras que Elias sentía náuseas.

Durante 16 años había compartido el cuarto con eso. Con ella.

La rabia se disipó de los ojos de Tobias, y acercándose a la cama rodeó a Elias en sus brazos, apretandole tan fuerte que el niño sintió que se le escapaba el aire. Sus ojos llorosos mientras pensaba en que aquellas manos habían tocado la muñeca segundos antes. Internamente se reprimió a sí mismo, aquella no era una muñeca, era, o al menos, había sido, una persona. Había sido su madre.

“No puedo protegerte de ti mismo si no lo permites y no puedo aceptar que te vayas, eso rompería el corazón de tu madre.”

Tobias salió de la habitación y antes de que el menor pudiese decidir escapar, volvió cargando diferentes instrumentos y una mirada que aterró a Elias mucho más que la de aquella muñeca.

El formol se obtiene de la oxidación del alcohol metílico, altamente inflamable, incoloro y con un olor penetrante y sofocante. Y todo médico sabe que es el componente ideal para preservar tejidos, todos recuerdan su olor desde la escuela de medicina. Un líquido ideal, para preservar un cadáver.

En caso de inhalación se produce una sensación de quemazón en el pecho, como si un incendio hubiese comenzado por tus venas y arterias, corriendo hacía tus pulmones, la tos y el dolor de cabeza son leves a comparación de las náuseas. Un médico sabe esto y por eso la máscara que Tobias ocupaba era tan necesaria.

En caso de contacto con la piel provoca irritación, ardor, enrojecimiento de la zona, tu piel poco a poco cediendo y moldeandose ante el químico. Claro, un componente tan peligroso nunca está al alcance de los niños y no hay ningún problema cuando sus usos están delimitados para los muertos.

Elias simplemente tuvo mala suerte.

La muerte no llegó rápidamente, fue lenta, el químico formó un edema pulmonar que finalmente acabó con la vida de Elias. Él sintió todo, como poco a poco perdía la sensibilidad de sus extremidades, la momificación de sus nervios, el dolor en su pecho y la traición de su padre.

Cuando todo terminó la casa siguió como siempre, los crujidos, las sombras y el vacío. Y desde aquella noche, la muñeca no iba a moverse y Elias tampoco, ambos eran los eternos habitantes de aquel cuarto.

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