Nunca pudo explicarse por qué tenía remaches, láminas, placas y todo un sistema de metal dentro de ella ni por qué tenia en el centro de su pecho un pequeño agujero. Nunca pudo explicarse cómo es que solo recordaba haber despertado en un claro de bosque donde la luz de la luna se volvía sorda entre la neblina y que ella no llevaba más prenda que una llave colgada en el cuello con un trozo de cuerda.
Pero hace ya mucho tiempo de eso. Y aun así no puede explicarse nada.
Trabajaba con un sastre y vivía en el ático de su almacén. No sabía que propósito tenía ni porque se permitía seguir allí.
Un día quedó prendada de un hombre joven de semblante oscuro. Lo vio mientras el sastre le tomaba medidas a sus brazos.
Sintió un tintineo en el pecho y corrió hasta llegar a él. Se inclinó a su rostro y con la mirada en blanco pero perdida en sus ojos dijo: Déjame tocar una canción para ti.
Entonces, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a desabotonarse la blusa de encaje que llevaba encima.
El sastre, indignado ante tal escena, ordenó que se fuera al ático y se disculpó con el joven. Este no dijo nada. Ni si quiera se veía reacción alguna en su rostro. Solo sombra y nada más. Dejó una buena suma de dinero en el mostrador y se marchó, dejando atrás el eco de la campana de entrada y a la muchacha, más perdida que nunca.
Ella lloró hasta esconderse en luces pálidas. Y a media noche sintió los golpes de su apagón en los oídos. Eran rocas chocando contra la ventana. Se incorporó sin saber si había despertado o seguía soñando. Abrió la ventana y sintió como el aliento de un augurio de invierno le besaba el rostro. Miró el mar de luces que cubrían el cielo y, al bajar la vista, vio las estrellas. Dos. Una a lado de otra encima de unos labios. Y el tintineo volvió y supo que él también lo había escuchado.
Se enfundó en un suéter largo, corrió escaleras abajo y salió por la puerta hacia la ciudad de estrellas, descalza.
Lo vio a unos metros de ahí y corrió hacia el. «Déjame tocar una canción para ti» dijo de nuevo.
Esa vez la sinfonía no sería fantasma.
Se despojó de toda ropa que cubría su pecho y, sin bajar la vista de los ojos de él, tomó la llave que colgaba entre sus senos. Se disponía a encajara en el agujero de su pecho pero el joven reparó en el brillo metálico que ella desprendía y por primera vez un sentimiento se apoderó de su fisonomía: miedo.
-¿Qué es eso?- alcanzó a decir mientras hacía amagos de alejarse.
-Es mi corazón- dijo ella, confundida- quiero que lo escuches.
El joven la miraba con tal confusión que a ella le dieron ganas de llorar.
Entonces, sin razón alguna, sintió mucha rabia e introdujo bruscamente la llave en el orificio; la giró con todas sus fuerzas hasta sentir que se desgarraba el alma y la soltó.
Todo el universo se detuvo y el mundo se calló. La llave empezó a girar. Su pecho se iluminó y de el empezó a emanar un sonido. Al principio era ronco, ecos incomprensibles, pero luego empezó a formar una melodía suave y melancólica.
El joven no cabía en sus pensamientos -Qué es esto- susurro de nuevo.
Para cuando la chica terminó su sonata, él ya no estaba. La melodía se apagó y el cielo se nublo. Se desplomó en el suelo, con el pecho abierto y sangrante, expuesta a la noche y al dolor
-Parece que mi armonía no es para él- se dijo a si misma, y cerrando los ojos, decidió que su corazón no merecía ser escuchado.
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