A veces no sé qué es peor, si el polvo o las ideas.
Me tocó, hace no mucho, pasar más tiempo de la cuenta encerrado, fijo en
un solo lugar. Aún en la más aseada de las casas — y esta no lo era — un
elegante sombrero oscuro está a merced de las partículas claras que
siempre merodean el aire. No es agradable. En especial porque uno sabe
que tarde o temprano vendrá una señora desconocida a cepillarlo y
zarandearlo como si se tratara de una vulgar alfombra.
Los sombreros estamos muy por encima de los demás objetos de tela que el
hombre fabrica. En otra época se respetó mucho a las banderas, y aún hoy
nos une una gran amistad con los calcetines. Pero la historia nos
enseña que ninguna pieza equipara al sombrero. Porque cumplimos una
función social y estética, más que física. Porque sabemos dar carácter.
Porque somos firmes y esbeltos, no como cualquier maleable trozo de
tejido.
Dicho esto, yo soy un sombrero golpeado. Para cuando alguien me sacó de ese
sitio, ya contaba con unas cuantas abolladuras. No me avergüenza
decirlo.
Mi vida de sombrero fue agitada. Hoy no se me pegan tantas partículas grisáceas por encima del ala, pero sí en el reverso.
Solo un selecto círculo de modistas y marroquineros conocen la capacidad de
las ideas de adherirse a la tela interna de los sombreros. Se dice que
en la antigüedad existió una civilización que dedicaba enormes esfuerzos
tecnológicos a la invención de un sombrero impermeable. Algún
sombre(re)ro poderoso, paranoico del contagio mental, promovió la
monocefalia hasta convertirla en un valor ortodoxo. Aún en la época en
la que yo fui fabricado las “buenas costumbres” de un “sombrero decente”
implicaban servir todo el tiempo de uso a una misma cabeza.
Por los tiempos de mi estreno fui un transgresor. Mis amigos y yo nos
unimos al movimiento de la transferencia de ideas. Nos esforzábamos por
caernos y perdernos, por que nos volara una ráfaga de viento o que nos
olvidaran en el tren. Cuantas más personas nos usaran, cuántas más ideas
lleváramos de un lado a otro, mejor.
Lo que más disfrutaba de ser un fedora libre es esas décadas era que tanto
me usaba una jovencita como un señor formal, tanto una bailarina como
un enterrador.
¿Por qué nuestra rebeldía? Ya sé que los que tienen una cavidad pensante tan
grande y vacía no se dan cuenta, pero las ideas pesan. Son pesadísimas,
húmedas y algunas nos dan cosquillas o picazón.
Cada vez que una persona descarta un pensamiento, este va a parar a su
sombrero — si tiene uno, claro. La tontería que no duró cinco
milisegundos en las neuronas del humano se va a quedar pegada al
sombrero para siempre, o al menos hasta que encuentre alguien o algo
dónde depositarlos.
Un día cometí un error que no quiero rememorar. Deposité el pensamiento
equivocado en la cabeza equivocada y viví para ver las consecuencias de
mi descuido. Era inevitable que algún caos sembrara con mi actitud… No
me arrepiento de mis años de euforia, pero creo haber aprendido algunas
cosas.
En cuanto encontré un sujeto nuevo senté cabeza. No fue fácil. Esta
persona tenía varios proyectos y con frecuencia se mentía a la cabeza
más datos de los que podía retener. Trabajo honrado para un buen
sombrero.
Aún ahora, después de los meses de encierro, guardo la mayoría del material
que me legó el viejo. Clasifico lo mejor que puedo las cosas del nuevo
portador, y casi nunca me equivoco. Yo digo que es la lealtad la que me
volvió responsable. Mis amigos me dirían que yo mismo estoy viejo.
No lo niego, a veces tengo ganas de soltar todas las ideas en la cabeza de este tipo, y que se vayan todos a su boina madre.
Pero me aguanto. Creo que ya no estoy para esos trotes.
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