Sombras en tiempos perdidos

Sombras en tiempos perdidos

Omar Sánchez

08/01/2018

No soy de los que disfruta dormir compartiendo mi cama durante una noche entera. Cuando lo hago, siempre termino encorvado y volteado hacia el otro lado. La excepción siempre fue esa espalda, su espalda.

Nunca he esperado encontrar alguna espalda igual a aquella. No existe. Pero desde que conocí la de Ana, supe que al menos la suya la podría sobrellevar.

En realidad no ha pasado tanto tiempo desde que lo mío con Ana comenzó, sin embargo, hace un rato que la rutina ya nos abraza. Y la rutina es justo eso; nada es nuevo, nada es viejo. Si la ves solo de reojo, pareciera que no duele, pero aun viéndola de frente, jamás pareciera sanar.

Mientras contemplo el aroma de la habitación el timbre suena. Ana lleva el vestido negro que usaba cuando la conocí. Ana es una mujer lo suficientemente bella y atractiva. Siempre he pensado que en otras circunstancias incluso la encontraría hermosa, y en que una mujer así difícilmente se fijaría en mí.

Ana había quedado en traer la cena, pero no lo recordó hasta varios minutos después de haber llegado a mi casa. Por mi parte, tenía que comprar los tragos pero le resté importancia al ver que aún quedaban algunas cervezas de nuestro encuentro anterior, en el refrigerador. A decir verdad, me resulta un alivio no tener que comer por el mero compromiso. Hace tiempo que cada vez siento menos hambre a estas alturas de la noche.

Ya que nos ahorramos el tiempo de la cena, pensamos en que tal vez hoy podamos ver una película un poco más larga. Al final elegimos una de 129 minutos, en realidad no tan extensa, pero hace tiempo que sentía el impulso de verla y ahora es un buen momento.

Ana se quita los zapatos y se acomoda en el sillón. Yo regreso de la habitación, pongo la película y nos cubro con una cobija que nos reconforta, pero los dos sabemos que el frío en serio viene de adentro y más bien se suda.

La pantalla está en negro y suena el arpegio del piano. La imagen aparece pero es borrosa, confusa, incierta, casi improbable. Después la pantalla se llena con los ojos de Irene, quien corre por el andén tras el tren que Espósito abordó unos minutos antes.

Son incontables las veces que he visto y escuchado esta escena, pero nada cambia, la sensación de que algo que no existía dentro de mí se parte, sigue siendo igual. Algo se enciende pero no brilla, solo se empieza a apagar. Recuerdo. Electricidad. Soledad. Un punto muerto.

La película termina y hay que hacer lo que hay que hacer. El vestido de Ana cae, y deja a su camino su espalda, que miro, beso, acaricio, floto; hago lo que sea necesario para convencerme de ella.

Ya estoy adentro. Ella junta su monstruo dolido con el mío. La miro, la miro a los ojos. Busco, pero solo encuentro la misma pregunta en los suyos. En realidad, no hay qué responder.

Al terminar nos abrazamos con fuerza brutal. No se trata de cuánto calor queramos dar, sino del que necesitamos recibir, pero al final da igual, seguimos sudando los dos.

Luego de que se nos fuera la fuerza nos dejamos de abrazar. Ana se recuesta. Con mis dedos empiezo a hacer trazos sobre su espalda. La misma figura una y otra vez. Sé que pronto Ana se levantará, tomará sus cigarros y se irá al baño a fumar con la puerta cerrada. Mientras ella no está, yo cierro los ojos y respiro tan profundo como puedo. En realidad, no me hace falta oxígeno, es el aire lo que busco. Lo encuentro, ahí está.

Ana regresa a la cama y se acuesta a mi lado. Para esta altura de la noche sus ojos son húmedos, salados, brillan más, son más claros, más limpios, aun así, siguen apagados.

—¿Así se llama?

No le respondo nada a Ana. Mi mirada se absorbe.

— Es bonito.

Es hermoso. Pensé.

—Me costó un poco descifrarlo, pero hoy estoy segura de que ese es su nombre.

Seguí sin responderle.

—¿Es lo único que escribiste con tus dedosven mi espalda?

—Sí. Solo eso.

Ana toma otro cigarro, pero esta vez no se levanta al baño, sino que lo fuma sobre la cama. Habla sin que yo diga una sola palabra durante varios minutos, ella lo nombra, deja de hablar, pero tarda más en parar de llorar. Ya con las lágrimas secas, pero con aún más brillo en los ojos, me dice que la habitación aún tiene un aroma muy bonito y me pide que no lo deje desaparecer. Eso lo tengo claro, el aroma jamás se irá. Y pienso en lo que le dicen a Espósito en “El secreto se sus ojos”: una pasión es una pasión.

Ana se da la vuelta y apaga la luz. Deja su espalda descubierta, la abrazo. Otro punto muerto.

Sombras, somos sombras.

De Ema y Pablo nunca volveremos a hablar.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS