Quería cambiar mi decepción con la emoción de un nuevo ocaso. La habitación me recordaba que estaba hundida en una soledad dilapidante. Mis amaneceres, culminados con mi excesiva extenuación, no tenían los colores de mis amores diletantes.

La llave del cerrojo se hizo hueca, ya ni el más grande marcador de novedad me sorprendía, como si la llave se ahuecara para imposibilitar la mutabilidad de mis emociones. Mi ánimo se deprimía con frecuencia, mi energía fluctuaba con indecisiones de convenciones en las que ni figuraba.

Hice panfletos de exposiciones con letargos románticos, escritos con mi insuficiente cultura y mi limitada imaginación, que nadie que gustara de Borges o Tolstói, osaría llamarles “arte”.

Me pare de puntillas en el precipicio de las barreras infranqueables de la monotonía, huyéndole, caía en ella. Corría, lo juro, pero su paso lento, cansado y hasta “simplón”, lograba hallarme. Entonces dejé de considerarme su presa, más bien alterné su significado agreste. Monotonía se convirtió en un mismo día –todos los días tenían el mismo olor, como si se rociaran la misma fragancia-. No me pueden culpar de que todo signifique nada, cuando el todo tiene la misma forma, SIEMPRE.

Mi espíritu cansado era débil, acampando en la quietud de las noches, se encontraba solo, solo en soledad. El cálculo de mis decepciones sumaban un saldo que colerizaba mis entrañas: sentirme parte de un todo disuelto, diluido, esfumado. Porque eso que era todo, por la suma de mis desabridos días fríos, hoy me parecía un mero sinsentido. Los días, los sueños, carecían de esencia, -¿Por qué estar?, ¿Qué es el ser?,¿Qué hago aquí?, me preguntaba en divagaciones de pensamientos existencialistas. Mis inquisiciones no iban a ninguna parte, era la forma de dotar de oficio a mi mente, hasta que la noche se instalara de nuevo y esperara la infortuna del otro día, que para entonces, sería el mismo día gris de la monotonía.

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