Mientras almorzaban en una celda, Sixto Alcides oyó su nombre por una radio. El prisionero que estaba a su lado le habló con la boca llena, sin hacerse entender. Se pusieron de pie, se miraron con los ojos brillantes y se abrazaron con fuerza. Alcides no podía creerlo. Era como si nunca hubiera estado preparado para una ocasión así.
Entre cada bocado, Alcides comentaba de las sorpresas de la vida, que ahora, cuando menos lo esperaba, había obtenido un premio internacional de novela. No se le cruzó la idea del reconocimiento ni del estatus de escritor ni cualquier otra vanidad por el estilo. Al contrario, sintió una descarga de pena que recorría su organismo: extrañaba la bulla y el calor humano de la calle y de la libertad.
Era una madrugada de abril cuando fue detenido. En aquellos días, una dictadura había tomado el poder con tanques, balas y detenciones masivas. Lima era un caos. Cualquiera podía ser sospechoso. Cualquiera si era estudiante de San Marcos, vestía jean o tenía el rostro muy andino; y Alcides, quiéralo o no, tenía los rasgos que buscaban los militares.
Al cabo de unas horas, los prisioneros estarían enterados de la noticia. Seguro que no tardarían en llegar las felicitaciones, entonces Sixto Alcides las recibiría azorado, sonriendo como un niño. ¿Por qué sonríes, mi amor? Te traje una sorpresa. ¿A mí? Mira, fíjate en los colores que tiene, en su textura. ¡Es una piedra preciosa!
Caía la noche y Sixto Alcides estaba en boca de todos. A esa hora, la prisión tenía el perfil de una montaña en el crepúsculo.
desde de la madrugada ya no pudo dormir. Su pijama estaba empapado en sudor. Se recostó en la cama con ese aburrimiento que a veces invade todo el cuerpo y buscó bajo el colchón otra ropa para cambiarse. Recordó que desde semanas atrás tenía esa extraña calentura por las madrugadas. Deben ser las emociones del día. Sintió sed como si hubiera bailado durante horas.
Se levantó preocupado, se desperezó sin ganas, sin la fuerza suficiente para levantar los brazos o ponerse de puntillas. Hubiera deseado retornar a las frazadas y echarse a dormir profundamente, total había ganado un premio y merecía un descanso, pero el excesivo calor del cuerpo amainó sus deseos. A tientas, tropezándose con el desorden de la celda, buscó un vaso de agua y se lo bebió con desesperación. Apenas terminó, una tos suave le vino de golpe. Me he ahogado con el agua, se dijo, y enseguida tomó otro.
Amanecía. Los presos políticos entonaban cánticos y agitaban consignas a voz en cuello mientras los policías hacían disparos al aire. Alcides estaba despierto pero la fiebre y la tos constante, lo mantuvieron echado. Abrígate, mi amor, la madrugada está muy fría. Si, mi Mar, pero no voy a salir; me quedaré contigo. Ven, abrígame.
Hasta bien entrada la tarde, Sixto Alcides permaneció en la cama, por ratos leyendo algún libro que luego dejaba por otro, por ratos dormitando bajo los efectos de una pastilla desconocida.
A lo lejos, oyó que alguien gritaba su nombre. Se levantó con pesadez. Su olor a transpiración era fuerte, y cuando se acercó a la reja para ver quién lo llamaba, sintió convertirse en un muñeco de trapo.
—¿Te sientes bien? —preguntó su compañero de celda.
¿Qué le pasaba? ¿Acaso no había enfrentado tantas pruebas en su vida? Solo faltaba que una simple afección bronquial lo tumbara, que cualquier otra cojudez empañara su euforia. Sixto, ¿qué nombre le pondremos a nuestro hijo? No he pensado en ninguno, pero tendrá que ser algo bonito, tal vez Omar como el poeta persa. No me gusta, mejor ponte la chalina que hace frío, ¿entendiste?
Alcides carraspeó para darse fuerza.
—Sí, solo un poco cansado —dijo, disimulando el malestar. Hablaba con una voz apagada que no era la suya. El prisionero, cogiéndolo del brazo, lo ayudó a sentarse al borde de la cama. El chirrido de un cerrojo en el pasadizo les hizo voltear la mirada.
—¡Ese que se llama Sixto Alcides! —oyó una voz ronca. Algunos se sumaron al grito que parecía un gruñido.
—¡Alcides, te buscan!
—¡Agua para el policía!
Alcides esperó, y durante un segundo creyó que otro acceso de tos lo retorcería, pero no fue así.
—¿Quién es Sixto Alcides? —preguntó un policía, todavía jadeante por el trajín.
Alcides hizo silencio. Han tocado la puerta, mi amor ¿quién será a estas horas? No sé, voy a abrir. ¿Por qué tocarán tan fuerte? No sé, voy a abrir. ¿No será la policía?, mejor no salgas. No te preocupes, amorcito.
—Yo soy, ¿para qué me busca?
—Huevón, has salido en los periódicos —respondió el policía, sacando de su chaleco unos diarios muy maltratados y alcanzándoselos para que los hojeen.
—Cada uno cuesta cinco lucas.
—¿Cinco lucas?
—Si me pescan tengo que romper la mano…
Quedaron en cuatro.
Alcides, sentado en su cama, terminaba de leer uno de los periódicos. Lo que más le indignaba era la falsedad de la información. Uno le calificaba de escritor maldito y otro insinuaba que no merecía el premio. ¿Y él? ¿Acaso alguien había intentado comunicarse? Se puso de pie. Sentía que otra vez la fiebre lo iba ganando a trancos, iba sacando ventaja a su debilitamiento.
Tuvo la idea de mojarse la cabeza, el cuello y las axilas. Dio unos pasos hacia el baño y allí se oscureció todo. Sus ojos se nublaron repentinamente como si de pronto se los hubieran cerrado. Tuvo un miedo terrible a quedarse ciego para siempre.
—No veo nada, no puedo ver —se oyó gritar repetidas veces. Cálmate Alcides, cálmate. Su amigo le ayudó a sentarse en la cama, sorprendido. Y otra vez la picazón en la garganta, esa sensación de atorarse con el polvillo de una tostada. Parecía una confabulación general: fiebre, tos y ahora, la ceguera. ¿Qué otra cosa podría venir? ¿Tanta dificultad concentrada en un solo día? No abras la puerta, Sixto, tengo un presentimiento. Olvídate, no pasa nada. No, Six ¿no te das cuenta?
—Debe ser la fiebre —lo consoló su amigo, recostándole con cuidado— Te voy a poner unos paños de agua fría.
Tuvo otro acceso de tos. ¡Es la policía! Intentó contener las contracciones de su pecho, pero otra vez el cosquilleo en la garganta, esos vidriecitos raspando las cuerdas vocales. ¿Me oyes? ¿Te das cuenta? No, esta vez era en serio. Sentía que las contracciones se producían en otras partes, que había una raíz más profunda debilitando su organismo. No te alarmes, mi amor. ¡Six! Siempre estaremos juntos… Y la tos le atacó. A tropezones llegó hasta el baño y con los brazos sobre el lavadero, arrojó oscuros coágulos de sangre. Junto a él, aún reponiéndose de la confusión, su amigo le pedía calma y corría hacia la reja alertando a los demás prisioneros y hacia él, buscando ayudarlo. Pero la tos no cesaba, por momentos desaparecía, dándole un respiro brevísimo, y al cabo de unos segundos, volvía con más fuerza, trayendo consigo aquellos grumitos gelatinosos desprendidos de sus pulmones. Hubiese querido que alguien contuviera aquella maldita hemorragia, que de pronto alguien le diga tómate esta pastilla y asunto arreglado. Se oyó toser con violencia, aunque ahora poco le importaba; su preocupación era recuperar la vista, volver a mirar las cosas siquiera por última vez. Sus brazos temblaban y sus piernas iban cediendo poco a poco al peso de su cuerpo. Sintió que todo se iba derrumbando desde adentro.
entre barrotes, miradas tiernas y gritos destemplados soñó que flotaba en una alfombra mágica. Pensó en los que seguirían allí, sometidos a un encierro perpetuo, y en los que continuarían en el largo camino de sus sueños. Escuchó una advertencia sobre las escaleras, y notó que su alfombra cambiaba de curso y se llenaba de baches y sobresaltos. Quiso mirar el cielo del crepúsculo, esa piel sin estrellas del firmamento; pero sus ojos no tuvieron la fuerza suficiente y aún cuando lo hubieran logrado, solo habrían visto el cielo raso de la prisión. Escuchó murmullos, que alguien decía es demasiado tarde. Sintió el olor de los medicamentos y la misma voz preguntando ¿Él es el premio de novela? Sencillamente atinó a quedarse muy quieto, no vale la pena responder cuando estás dormido, ¿verdad, mi Mar?
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