Como todas las mañanas se despertaba a las cuatro y veintinueve, no necesitaba de un despertador, se dormía sabiendo que iba a despertar. Eran ya treinta años que sucedía, bajaba de la cama, calzaba sus viejas pantuflas de lana, en invierno como en verano, y se dirigía a la cocina.

El refrigerador estaba a menudo vacío, pero Él no tenía hambre, desatornillaba la cafetera, la llenaba de agua, ponía el café y esperaba, esperaba que se preparara y que el intenso aroma inundara el pequeño apartamento. Observó mientras el café bajaba a la taza, la vio llenarse y sin azúcar, por costumbre más que por gusto, lo probó. Esa mañana fue diferente, casi vio un niño correr alrededor de la mesa y casi vio una mujer cocinar en la estufa, casi sintió el olor de un desayuno y se preocupó por la velocidad a la que el niño corría. Dejó caer la taza y se despertó de aquel sueño en el que se había perdido por algunos segundos. Renunció al café como un tiempo había renunciado a una familia. Recogió los vidrios y colocó unas hojas de periódico sobre el líquido, ¿Había leído aquellas páginas…?

Pocos minutos después estaba fuera de casa vistiendo sus pantalones grises y la camisa que un día había sido más blanca. Caminó por las callejuelas de aquella ciudad en la que había nacido, pero que no sentía suyas aunque lo conocieran probablemente mejor que su madre.

Eran las cinco de la mañana cuando llegaba frente a la fábrica en la que trabajaba . Esperaba a que abrieran los portones y observaba sentado en el borde de la acera a sus colegas, también ellos vestidos de gris. Atravesaba los pasillos y se dirigía a su puesto de trabajo, frente a las máquinas. Sentía un ruido incesante – pum pum pum pum – que lo acompañaba por doce horas de trabajo diario, obligándolo a mantener un ritmo constante como si también Él fuera una máquina – pum pum pum pum – y sus manos se movían velozmente – pum pum pum pum – un ruido no tan fuerte pero tan intenso de entrarle por las venas, de impedirle perderse en sus pensamientos – pum pum pum pum – se había convertido en la banda sonora de su vida.

Una fuerte luz artificial inundaba el salón en el que trabajaba y con el transcurrir de las horas una tenue luz del sol penetraba por las ventanas del costado del edificio. Desde allí, el hombre contemplaba el alba, era tal vez el único color en su vida. A pesar de esto, Él lo consideraba simplemente un evento cualquiera del día, con el único fin de marcar el paso del tiempo.

Ese día, un día que comenzó de manera inusual, casi vió un pájaro posarse más allá de los ventanales…¡No…ciertamente lo vió! Dejó los tapones de dentífrico que enroscaba interminablemente, día tras día, minuto tras minuto; y se perdió observándolo picotear el viejo vidrio insistentemente – no fue una sorpresa cuando el vidrio cayó por tierra provocando un sonoro estruendo- pero nadie se volteó a mirar.

Debía volver a atornillar los tapones, debía continuar con su trabajo, aquello que en su vida era el único motivo para abrir los ojos a las cuatro y veintinueve cada mañana…y en lugar de eso estaba riendo. Reía ruidosamente, con una risa que cortaba la respiración a quien la oía- y por fin se voltearon a verlo- mientras caía al pavimento.

Entre el alboroto de las máquinas parecía escucharse solo su risa. Ni Él tenia idea de porque reía: si porque el pájaro parecía querer entrar en aquel infierno gris o porque nadie había notado el vidrio que se rompía.

Lo rodearon tantos rostros desconocidos, preocupados tal vez por aquel hombre que en los últimos treinta años nunca nadie había visto sonreír. Alguno le extendió la mano para ayudarle a alzarse y Él la tomó.

pum pum pum pum

Quizás apoyó mal el pie, quizás perdió el equilibrio por la fuerza de la risa convulsa, quizás…quizás… quizás fue solo una casualidad, pero al caer se dió un golpe en la cabeza. Perdió el sentido y debieron llevarlo al hospital.

La mañana siguiente a las cuatro y veintinueve, debido a su insistente solicitud, una enfermera lo trasladaba a una silla de ruedas y lo dejaba frente a un enorme ventanal.

Quedó allí por horas, no permitió que lo separaran de ese paisaje, hasta que sus ojos se cerraban de cansancio. Fue una batalla para la pobre enfermera convencerlo de volver a la cama. Ese día, vivió la libertad verdadera, aquella que no lo obligaba a soportar la monotonía de la soledad. Escuchó atentamente los sonidos que había ignorado por años y vio los colores del alba y del atardecer que habían siempre parecido irrelevantes.

Al día siguiente, no fueron sus ojos a abrirse, sino aquellos de la enfermera cuando descubrió la muerte del paciente. Lo halló en la silla, observando a ojos cerrados el horizonte con una sonrisa en el rostro. La sonrisa de quien al final descubrió la serenidad y no estaba dispuesto a renunciar a ella.

Valentina Mariucci

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