La noche cayó como un telón de terciopelo negro sobre los pinos. El silencio en el bosque era tan espeso que parecía tragarse el crujido de las hojas secas bajo los pies de Lucía.
—¿Estás segura de que aquí era? —preguntó mirando a su alrededor.
—Segurísima. —respondió Andrés, señalando una cabaña de madera entre la bruma—. Este es el lugar del que hablaba el anuncio. “Aislada, perfecta para desconectarse”.
Lucía arrugó el ceño.
—¿Y por qué tan barata?
—Crisis inmobiliaria, supongo.
La puerta chirrió al abrirse, como si gritara una advertencia. Dentro, la cabaña olía a humedad y madera podrida. Una silla mecía sola frente a la chimenea.
—Esto no me gusta —murmuró Lucía.
—Siempre tan miedosa… —Andrés sonrió—. Vamos, no seas paranoica.
Pero la risa de Andrés no era del todo suya. No esa noche. Algo se deslizaba detrás de su mirada, algo que había estado practicando frente al espejo durante años. Un monstruo domesticado.
—
**02:13 a. m.**
Lucía despertó por un sonido seco: *toc toc toc*.
—¿Andrés? —susurró, levantándose de la cama.
Silencio. El viento rugía afuera. Caminó por el pasillo, con la linterna del celular temblando en su mano.
Entró al salón. Andrés estaba de pie frente a la chimenea, inmóvil.
—¿Qué haces?
Andrés no se giró.
—¿Has oído la historia del hombre que hablaba con su reflejo?
—¿Qué?
—Le decía cosas, cosas que nadie debería oír. Pero el reflejo le contestaba, ¿sabes? A veces decía “hazlo”. Otras veces, “aún no, aún no”.
Lucía retrocedió un paso.
—¿Estás drogado?
Andrés giró la cabeza, lentamente, como una bisagra oxidada.
—¿Y si te dijera que el reflejo tomó el control?
Lucía tragó saliva. El celular vibró. *Sin señal*.
—Andrés, basta.
—Ya no me llamo Andrés.
Lucía corrió, pero él fue más rápido. La empujó contra la pared con una fuerza desconocida.
—¡Tranquila, Lucía! ¡Aún no! —se gritó a sí mismo, golpeándose la sien—. ¡NO TODAVÍA!
Ella aprovechó la confusión y escapó al baño. Cerró con llave. Él golpeaba la puerta.
—¡Sabes que no es personal, ¿verdad?! ¡No eres tú, es lo que ella representa! —gritó con voz llorosa.
Desde dentro, Lucía temblaba. Llamó al 911: *sin servicio*. Buscó una ventana. Cerrada. Cristales gruesos. Inquebrantables.
Mientras tanto, del otro lado…
—Vamos… respira, Andrés… no Andrés… otra vez no… tú dijiste que esta vez no ibas a… —murmuraba él, hablándole al espejo del pasillo—. Tú prometiste. Prometimos. ¡¿No fue ese el trato?! ¡UNO MÁS Y BASTA!
Golpeó su reflejo hasta que el cristal se rajó. Luego se abrazó a sí mismo y rió como un niño.
—
**03:02 a. m.**
—Lucía, ¿puedo contarte un secreto? —preguntó él, agachado frente a la puerta del baño.
Silencio.
—Cuando tenía ocho años, escuchaba a mi papá hablar solo en el sótano. Le decía a las paredes que no lo dejaran, que él no quería lastimar a mamá. Yo me escondía. Y después, ya era tarde.
Golpeó suavemente la puerta con la frente.
—Yo soy como él, ¿sabes? Pero yo lo controlo. A veces. Y tú… tú me gustas. Tú fuiste amable. Eso lo complica.
Lucía sollozó.
—Por favor, Andrés… por favor.
—NO ME LLAMES ASÍ. —La voz cambió, como si se desgarrara desde dentro—. Andrés duerme. Yo estoy despierto.
Se oyó un clic. Un cuchillo de cocina.
—Te haré un trato —dijo, con una voz más tranquila—. Sal y jugamos a las preguntas. Tú haces una, yo hago una. Si me mientes, pierdes un dedo. Si te callás, también. Pero si ganas, te dejo ir.
Lucía temblaba. No respondió.
—Muy bien… empiezo yo —dijo él—. ¿Has sentido alguna vez que estabas con alguien que no era quien decía ser?
Lucía apretó los ojos.
—Sí…
—Ja. Perfecto. Tu turno.
—¿Por qué a mí?
Silencio.
—Porque estás rota. Y eso me atrae.
Lucía cerró los ojos. Se obligó a recordar cada rostro amable de Andrés. ¿Eran todos mentira?
La puerta tembló.
—Última ronda. ¿Te gustaría morir dormida o despierta?
—¡No quiero morir!
—Respuesta inválida.
Y entonces, un golpe. La cerradura cedió.
Pero Lucía ya no estaba.
Una ventana rota. Un rastro de sangre. Huellas hacia el bosque.
Él salió corriendo, cuchillo en mano, riendo como un lobo.
—¡Siempre corren! ¡Siempre lloran! ¡Y siempre, SIEMPRE me hacen amarlas antes de romperlas!
—
**04:21 a. m.**
Lucía se escondió entre la maleza. La sangre de su pierna herida manchaba la tierra. Lo escuchaba acercarse.
—¿Dónde estás, Lucíaaa? ¿Querés saber qué pasó con la anterior?
Se detuvo. Hablaba solo.
—Ella no lloró… no… ella suplicó. ¡Como mamá! Y entonces supe que no podía dejarla ir. ¡Nunca se van!
Lucía gateó en silencio hasta una roca. Golpeó el celular contra ella. Una chispa. Otra. Hasta que encendió la linterna. Lo cegó. Gritó. Aprovechó y le clavó un palo en el abdomen.
Él cayó al suelo. Y rió.
—Me gusta cuando luchan…
Lucía tomó el cuchillo y se lo hundió en el pecho.
—Y yo… odio cuando mienten.
—
**Una semana después.**
—¿Y dijo algo más antes de morir? —preguntó la oficial.
Lucía asintió.
—Sí. Se despidió de sí mismo.
—¿Cómo?
—Se miró en un charco y dijo: “Buen trabajo, viejo. Uno más… y basta”.
—
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