Nunca supe expresar mis sentimientos.

Aprendí a hablar cuando me enseñaron a escribir letras incompletas y trozos de oraciones nunca acabadas.

Nunca supe armarme de valor para colocar sonidos, uniformes, uno detrás de otro, componiendo escenas en las que resonaran los ecos de un corazón roto o de una alegría desmesurada.

El silencio se convirtió entonces en mi mejor amigo.

Nunca supe murmurar frases de amor si no era con la tinta de mis lágrimas derramándose sobre una pluma que convertía mi sufrimiento en el sonido de un alma atormentada, atrapada en el silencio eterno de un páramo desolador en el que encerré para siempre mis palabras.

Un alma vacía, eternamente silenciada, un alma que vive y muere dentro de un trozo de papel.

Nunca supe comunicar emociones, aprendí a gritar sentimientos esparcidos como polvo, descolorido y desubicado, que intenta desesperado encontrar su sitio entre hojas de papel arrancadas. Me obligaron a ocultar mis labios y desconectarlos de mi garganta para que mi voz muriera asfixiada por el veneno del que surtieron mi mente, y que más tarde, devoró para siempre mi alma. El pecho comenzó a arder en llamas con el transcurso del tiempo, dejaron de insuflarle aire que convertir en sonido, y en lugar de eso, solo le llegaba oxígeno quemado por la ira de otros, por el desorden en forma de realidad que instauraron en mi cuerpo.

Los recuerdos solo podían ser vistos a través de ojos quebradizos, viejos y moribundos, los cuales llenaron de hastío hasta el último sonido.

Y al final, un día, sin más, hasta el silencio quedó enmudecido.

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