En su minuto final Monchiero sólo recordó siete noches de sus setenta años. Las del circo. Cada invierno llegaba una compañía a Los Choclos. Se instalaba religiosamente la misma tarde del 9 de julio, después del desfile patrio. Cuando terminaban de izar la carpa, se asistía a un verdadero acto inaugural de temporada. Había función todos los días. Hasta el fin de las vacaciones en las escuelas. Aquel año tocó la visita de El Olímpico. Menos conocido y apreciado que el favorito y popular, «Hermanos Muñoz».
Pero hubo algo especial. El Olímpico trajo como atracción un oso que, según comentaban, era propiedad de alguien conocido como “el ucraniano”, quien lo alquilaba por temporadas a circos en decadencia. Cobraba un ojo de la cara por cada noche de actuación, pero daba garantía de mucho público.
Su número era único y justificaba cada peso moneda nacional por la entrada: desafiaban a vencerlo en lucha mano a mano, dentro de una jaula negra, redonda y gigante.
Monchiero nunca se había sumado al júbilo popular de los circos, pero esa vez sintió que tanto alboroto era el anuncio de algo importante. Una oportunidad. Pese a las advertencias de su padre, gritadas en un cocochile enajenado, fue el único de los 1764 adultos del pueblo que valientemente se batió con Tahmil, en siete combates memorables.
Hasta entonces había contado con los dedos de una mano sus recuerdos felices. Luchó contra el oso y la negación de un lugar para quien, él, era solo un loco extravagante. Una gran inteligencia desperdiciada. El distinto que no encaja.
Fue entonces que creyó y luchó. Y venció.
¡Hoy última función! ¡Muere el oso, o muere Monchiero! tronó, durante siete jornadas, desde la siesta al atardecer, la voz metálica del «Chino Palacios» en los parlantes de la publicidad ambulante que recorría las calles de Los Choclos.
Un pueblo eufórico, parasitario y sin memoria asistió a todas las funciones y, bajo la carpa de El Olímpico, coronó con ovaciones estruendosas las noches troyanas del gladiador.
Fueron siete cielos estrellados, luminosos, de esperanza.
Todo terminó el 26 de julio siguiente. Alegoría trágica de la Argentina.
Tahmil murió ese verano durante la travesía desde la pampa argentina a Vila do Conde, en el norte pobre de Brasil, buscando otro circo para el alquiler. Lo arrojaron frente a las costas de Japaratinga en medio de un banco de corales que regala bellísimos colores en homenaje a su valentía.
Monchiero lo recordó durante cuarenta y cinco años. Todos los días. Hasta su último minuto.
Ya no llegan circos a Los Choclos, ni se escucha la voz metálica de la publicidad ambulante.
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