“Esperaré que me hayan cubierto totalmente, y después hablaremos por una eternidad” G.Mistral
Siesta Eterna
Esa mañana había amanecido más adolorida de lo habitual, se sentía muy vieja y cansada. Su mayor preocupación era lograr desplazarse sola cuando necesitara hacerlo, porque presumía que no había nadie en la casa ya que el silencio era ensordecedor. Había encontrado un mecanismo para evitar concentrarse en el dolor que la aquejaba, el mismo consistía en traer a su mente la mayor cantidad de recuerdos posibles de aquella lejana época donde en su querida finca podía correr y jugar cómo un niño o meterse a la acequia todas las veces que quisiera refrescarse en los días de extremo calor… un calor tan parecido al de ese 16 de febrero. Ojalá lleguen pronto… pensaba. Tenía sed, mucha sed. Intentó levantarse haciendo movimientos cuidadosos pero la punzada aguda que sintió en su cadera se lo impidió rotundamente y el grito que pegó por el dolor le terminó de confirmar que efectivamente estaba totalmente sola. Antes de desesperarse por su situación, volvió a sumirse en sus hermosos recuerdos de antaño, esperando que volvieran lo antes posible para ayudarla. Pensó también que quizá podría venir a visitarla esa mujer alta, de pelo largo y guardapolvo blanco que con tanto cariño había logrado calmar su dolor otras veces… ¿Cómo era que se llamaba?… no lograba recordarlo. Lamentablemente eso tampoco sucedió. El atardecer que se acercaba traía consigo la sensación extraña de que no era solamente el día lo que estaba por terminar. Esperó y esperó… su corazón taquicárdico y la puntada incesante en su cadera la hacían llorar en silencio. Pasó la noche entre sobresaltos de dolor y cortos sueños. Soñaba que jugaba con Mike al freesbe mientras sentía el olorcito del asado dominguero, también con las caricias y los abrazos de toda la familia. En sus sueños se veía disfrutando de placenteras siestas a la sombra de su sauce llorón preferido.
El nuevo día trajo algo de ánimo a sus huesos cansados e inútiles. Cerca del mediodía escuchó a lo lejos voces, eran las voces que tanto esperaba, escuchó que la llamaban y se quejó una vez más. Todos llegaron corriendo, le acercaron el agua tan deseada, la abrazaron y mimaron, le prepararon su comida favorita mientras le pedían perdón por haberla dejado sola. Ella por su parte se alegró mucho de verlos, aunque solo podía expresarlo a través de sus brillantes ojos negros, ya que el dolor no le daba tregua. Más tarde vio llegar a la mujer alta, aquella que sabía como aliviarla, ahora recordaba su nombre…era Alejandra, sí…Alejandra! Igualmente esta vez algo en su interior le decía que todo sería diferente. La mujer se colocó cuidadosamente los guantes de látex, le hizo un torniquete y luego inyectó en la vena hinchada la aguja que llevaba el fluído liberador. Eran las cinco de la tarde de ese 17 de febrero, cuando el líquido ingresaba lentamente a su torrente sanguíneo. Adormecida, seguía escuchando esas voces que tanto quería, pero esta vez las sentía como muy lejanas y llorando desconsoladamente. Si hubiera podido les habría dicho que se calmaran, que se quedaran tranquilos, que ya era hora, que los amaba entrañablemente, que se sentía tan desanimada, tan cansada que necesitaba por fin descansar, les seguiría diciendo que no se entristecieran más, que ella se había sentido muy amada y que estaba en paz. Entonces su luz comenzó a apagarse y sus profundos ojos negros perdieron su brillo tan característico, hasta que quedaron blancuzcos como papel.
En escasos 7 minutos su cuerpo se rigidizó y su aliento cesó. Todo fue demasiado rápido. Al cabo de un rato, los dueños de esas voces cavaron una fosa en forma de cuna debajo del sauce llorón que ella elegía siempre para sus siestas, muy de a poco y entre lágrimas, la cubrieron totalmente. Después de un tiempo colgaron una placa en el añoso tronco que decía:
“Aquí descansa el ser que por casi 17 años nos regaló su amor apacible y desinteresado, dulce Chiara nunca te olvidaremos.”
Los llantos fueron cesando de a poco hasta que todo fue silencio y recuerdos. Mientras se retiraban del lugar, Mike preguntó refregándose los ojos “Mami, mami… los perros cuando mueren se van al cielo, verdad?”
Romina Franco
OPINIONES Y COMENTARIOS