Sicilia, la locura

Sicilia, la locura

Diego mmm

14/12/2017

El viento suave agita los espectros, radiantes de negrura, distrayéndome de a ratos, cuando mi voluntad debilitada cede ocasionalmente la guardia ante el cansancio, tal vez el alcohol y otras sustancias.

Se oye música y la percusión de cada cuerda resuena vibrante en cada fibra de mis músculos faciales, torvan mi mirada y me alienan. En una sola convulsión mi ceño contrae y sacude mis brazos.

«¿Allí quién anda?». Si me atreviera a decirlo. Detrás del movimiento ondulatorio de las cortinas hay un volumen que se afirma con soltura y sensualidad mortecina. «Muéstrate; o ¿muéstrame?». Si tan solo el lenguaje fluyera desde mi cuerpo. Me detiene el miedo a la locura. Me ataría al mástil de un naufragio para emanciparme del pesado raciocinio, abandonándome a la sed animal, dejando que mis labios renegridos, resecos como el cuero viejo, partidos como la tierra árida, ya no puedan dispensar vocablo alguno sin antes quebrantarse en manantiales de sangre límpida luego corrompida por mi castigado aspecto exterior.

«¿Quién está allí?», preguntaría un conocido personaje. Pero no tengo el coraje, no quiero siquiera mirar. No necesito preguntar: ya sé la respuesta. Bien adentro de mi cerebro, donde las inhibiciones no alcanzan, donde solo la imaginación habita, allí está la respuesta y no quiero verla. Mi consciencia no quiere verla.

No puedo acercarme a la realidad, me separan de ella siete ríos y miles de enemigos. Cuervos, pájaros, búhos y lechuzas, todos me rondan amenazantes, merodean algunos entre los arbustos. Otros, más descarados, revuelan sobre mi cabeza. Cruzando el primero no me hundo, pero finjo ahogarme, apelando a la piedad y la lástima. Pero tales cosas no existen, son solo otra mentira, otro embuste de la consciencia.

Entonces me atacan con sus picos afilados, infectos de despiadado sinsentido. No puedo contener el embate. Me susurran atrocidades con voz ronca. Me arrancan las orejas, picotean mis tímpanos, pero no me detengo aunque no conozca mi rumbo, agitando los brazos torpemente, tropezando en el fango. Mi cráneo se estropea con el martillar repetido.

Conforme avanzo por el bodrio aumenta el mareo, en parte por la fetidez, pero ya no me hostigan las alimañas: éstas se quedaron en el agua peleando por pedazos de mi carne. Con los párpados lastimados, no puedo filtrar la luz que me castiga de frente y todo lo veo cada vez más difuso en el sentido en el que voy. Aquél mi destino se ve como una macabra obra de arte donde el punto de fuga es oscilante, no sé si tanto por el mareo como por su excéntrica naturaleza.

El calor abrasa mi piel, el último río está hirviendo. Los vapores me sofocan y la piel se desliza de mi cuerpo como un fino paño que jamás hubiera tocado mácula semejante. Un sonido vibrante y siseante sobrepasa mi limitada audición y sacude mi cuerpo con cada oleada invisible. Los músculos comienzan a sacudirse como peces fuera del agua y de a poco repelen el contacto con los huesos, tendones y demás músculos que hacen trizas las desgastadas fascias, y caen sobre la ribera final, convulsionando y contorneándose sobre sí mismos.

No puedo acercarme más. Mis huesos pierden estabilidad y las articulaciones se desgastan con rapidez. Sin embargo, creo poder alcanzarlo. Mis pies se separan del resto del cuerpo los primeros, tal vez por el contacto con ese suelo maldito. De rodillas voy sucumbiendo al acercarme. No obstante mi cerebro, casi completamente expuesto, sigue intacto, aunque arde en fiebre, como en un fragor radiante. Repto el último tramo con la desesperación de Ícaro al comprender su suerte. La tierra es seca, no veo nada, pero la vibración guía lo que queda de mí. Solo resta un húmero con el que avanzo y un brazo que guardé sin tocar el piso para el final, la mitad de mi espina toca ya el suelo y no quedan casi costillas. Mi corazón, mi corazón lo abandoné, tiempo ha. Pierdo el húmero solitario y logro voltearme para avanzar con las escápulas los últimos centímetros.

Creo poder alcanzarlo, estiro el esquelético brazo restante buscando el contacto, ya sin miedo alguno, ya sin siquiera motivos ni impulso más que una primitiva obsesión a modo de instinto, como una enredadera que hace ondear con paciencia infinita su lazo en busca de sostén, como las antenas de un caracol que buscan información sensible en el aire. Así persevero. La vibración es tan potente que mi cerebro parece querer escapar de mí o, dicho de otra forma, parece ser que lo que queda de mi cuerpo me rechazara. Igualmente percibo en la punta de un dedo la proximidad con la fuente de mi obsesión, es inevitable el contacto. Estiro tanto cuanto me es posible los ligamentos que me restan, sale de su órbita el húmero, dislocado, pero me sigue perteneciendo por un fino tendón que supe conservar. Estando por hacer contacto, siento ya el ardor profundo en los vestigios de mi ser. Siento que ello es suficiente para ser yo. Siento la potencia, el fuego.

Perdí la cordura.

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