Hacía mucho que no leía, casi había perdido la costumbre de hacerlo, pero hoy lo necesitó. No supo cómo esa mañana sus pasos lo llevaron a una librería de viejo y se encontró revolviendo en unos cajones profundos hasta dar con ese libro de cuentos ajado. Cuando lo compró tuvo la certeza de que no iba a poder leerlo, pero tenerlo entre sus manos le daba seguridad. Al salir caminando tranquilo con el libro bajo el brazo, entró al café de la esquina. Se ubicó en la ventana con sol, de espaldas a la calle, pidió un café y se puso a hojearlo.
Buscó algún parroquiano con quien cruzar una mirada, pero no encontró a nadie. ¿Dónde estarían todos? El café estaba vacío, hubiera sido bueno que alguien lo viera. Al final aunque el libro no le interesara, era su único pretexto. Detrás de la ventana y entre alguna que otra oración del libro, se dedicó a ver si entraba alguno de todos esos que pasaban por la ventana que daba a la otra calle, por la que él había llegado. Quiénes eran, qué hacían, le interesaba ver las expresiones que traían sus rostros… Incómodo en la silla, algo destartalada, atento al tumulto callejero, trató de matar el tiempo. Fumó un cigarrillo tras otro, jugando con el humo y haciendo que leía. Su memoria se había vuelto frágil, le costaba retener nombres extraños e imaginar paisajes desconocidos o seguir largas descripciones. Su mente se iba de allí con facilidad a ese trabajo que ya lo tenía cansado. Notó cierto fastidio al tener que releer aquella historia descabellada, en esa silla torcida, que mantenía su cuerpo en un leve vaivén, encima el café ya se había enfriado.
Pensó que había tenido suerte, más allá de los ventanales había encontrado un refugio, y era mejor si no salía. Nadie reparó en sus ojos, ni siquiera el mozo, pero supuso que recordarían a un hombre mayor leyendo un libro viejo contra la ventana. Palabra tras palabra, continuó la lectura a pesar de que su tranquilidad estaba quebrada por los sucesos que a esta hora serían de público conocimiento. Esto antes no le pasaba, podía seguir con su vida como si tal cosa, pero ahora se ponía así. Se estaba volviendo senil. Hizo un esfuerzo denodado por seguir la trama, por no perder cada detalle que lo haría avanzar en la historia y distraerlo, pero leyendo el párrafo donde una mujer caminaba por la calle bajo el sol del otoño con flores en las manos, se le volvió intenso en su mente el grito ahogado de esa otra mujer de andar tan apacible y real, que vio primero comprando flores al lado del puesto de diarios, con la sonrisa luminosa, tan ajena a todo.
No debía tomar mas café y menos si estaba frío, pero lo terminó y pidió otro, por dentro un fuego le quemaba la boca del estómago. Este trabajo iba a terminar con él. ¿Por qué lo hacía? La prosa cansina del cuento se estiraba lenta, como los relojes de Dalí y pensó que esos fragmentos se parecían mucho a su vida de todos los días, menos los días como hoy, por ejemplo, que había tenido que hacer esa changuita. Tal vez lo llamaban a él porque no se le escapaba ningún detalle. Podía recordar con minucia cada momento preciso, cada gesto, seguir cada movimiento inesperado. Lo cierto es que jamás perdía el rastro y nunca fallaba. Eso lo cobraba caro y vivía bien, aunque sin grandes lujos.
Todo estaba escrito allí, hasta lo que no debía pasar, pero pasó. El sol pegó de lleno sobre sus manos, y dio vuelta la página casi desesperado. Ese fragmento que terminó de leer le hizo sentir un frío agudo en la nuca y volvió a la página anterior. Leyó bien, casi pegado a las hojas. Ella compró flores en un puesto callejero. Desde la vereda de enfrente en una ventana del segundo piso, el hombre reparó en el tapado color canela, en su reloj y en el color de su pelo. Cuando ella levantó la cabeza él pudo ver su sonrisa. Era como un espejo, pero eso no tenía que disuadirlo. Un hombre elegante cruzó la calle mirándola, iba esquivando autos y bicicletas, hasta llegar a la vereda del puesto de flores. La niebla gris de la mañana otoñal comenzaba a recortarse para dar paso al sol. El diariero tenía que estar distraído y justo se agachó a recoger alguna cosa que él desestimó. La florista no tenía que ver nada y dio la espalda en ese momento para acomodar unas flores. Leyó dos o tres fragmentos más y comprendió todo. Comenzaron a temblarle las manos y el estómago revuelto casi lo lleva de urgencia al baño. Iba a terminar con una úlcera.
Primero el amante, mas tarde esa historia entre familiar y extraña, luego ella con su pelo y su sonrisa radiante yendo a su encuentro con las flores. En lo alto dos ventanas. Una con las persianas bajas y la otra entreabierta. En esta última el brillo de una ráfaga silenciosa, un instante después el grito de ella, el cuerpo de él dejándose caer, unas palomas en estampida surcando el cielo, los pasos del asesino buscando la puerta, saliendo a la calle. Caminando como si nada sobre la hojarasca ocre y entrando a la librería de viejo.
OPINIONES Y COMENTARIOS