Y el Sombrerero Loco le dijo a su sombrero:
—¡Ay, querido sombrero cuántos “no cumpleaños” he vivido junto a ti! ¡Cuántas tazas de té hemos tomado en tu compañía, todas ellas repletas de azúcar! Mi ilustre amigo de la mejor copa, aunque algo gastado, no te cambiaría por nada del mundo. Ni por un bombin inglés, ni por tu gemelo más preciado. Seguro que ninguno de ellos sería compañero y cómplice al mismo tiempo. Ni sonreiría con tu fondo destapado mis más locos chistes.
El sombrero miró con la tapa triste y de las arrugas de su copa brotó una lágrima. Saltó graciosamente, solo como él podía hacerlo, por la mesa llena de teteras y tazas llenas de té y se acercó a su dueño para hacerle una carantoña.
—Lirón y Liebre, hace tiempo que se cansaron de mis juegos y mis deliciosas fiestas de “no cumpleaños”.
El Sombrerero parecía cansado y triste.
—¿Y que haremos ahora que se acabaron los juegos y fiestas?
—¿Trabajar?— preguntó el desaliñado sombrero.
—¡¿Cómo podría trabajar un Sombrerero Loco?!
—Si tanto me quieres restáurame, devuélveme mi porte. A cambio yo iré a por Liebre y Lirón dos días de cada siete, a los que llamaremos fin de semana. Disfruta creando modelos tan locos como tú los otro cinco días y les buscarás amo a cambio de dinero. Podrás cambiar tus roídas ropas y yo recobrar firmeza en mi desgastada figura y harás feliz al resto del reino.
—¿Porqué no? ¡Mis sombreros siempre fueron desternillantes!
El Sombrerero se irguió y sintió recobrar su ánimo. Comenzó a recoger la astillada vajilla mohosa tras el último “no cumpleaños” hace ya tiempo.
Quitó el polvo a sus enseres y se puso manos a la obra. Así fue como el Sombrerero Loco recobró el equilibrio. Gracias a su amado sombrero.
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