El ruido se escuchaba lejano, pero se fue aproximando hasta que se hizo inaguantable, ensordecedor. Los oídos comenzaron a sangrarle; primero unas pocas gotas, luego sangraba de forma imparable. Corrió hasta el botiquín y sacó un trozo grande de algodón; lo partió en dos y tapó sus oídos enrojecidos por la sangre. Fue inútil. Se asomó por la ventana entreabierta. Dos máquinas cortadoras de césped se habían apropiado del jardín cortando todo, hasta las flores amarillas de la abuela. Con sus últimas fuerzas buscó las llaves del baúl de cobre, debajo de la pileta de la cocina; lo abrió y tomó la granada de mano. Quitó la espoleta y la arrojó contra las ruidosas máquinas. La explosión hizo que estallaran todos los vidrios de la casa y de las casas del vecindario; el ruido aturdidor de las máquinas cesó por completo.
Sonaba con insistencia el despertador a las siete en punto de la mañana. Hora de levantarse.
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