Rosita salió de la vieja casona hecha de adobes de tierra y pilares de madera llevando consigo una preocupación inusual que bien hubiera pasado por angustia o incluso desesperación, al llegar al patio volteó y dejó escapar un leve suspiro, como si en ese momento estuviera abandonando su hogar definitivamente. Le llamaron la atención las tejas de barro que sobresalían en el techo y que nunca antes había tenido la oportunidad de admirar, a pesar de llevar 63 años viviendo en esa vieja casona. Se dirigió al portón que daba a la calle y en el trayecto se encontró con aquel enorme árbol de mango que habían plantado sus padres. No era temporada, pero recordaba la algarabía de los niños cuando solían pasar furtivamente a recoger los frutos. Sus dos hermanos, Gabriel y Rosario se enojaban, pero Rosita se regocijaba contemplando las travesuras y correrías de los chicos; a lo mejor todo eso se debía a que nunca supo lo que era ser madre y muy adentro la nostalgia la trastocaba y le hacía imaginar que de haber tenido niños serían iguales o más traviesos que aquellos terribles diablillos. Disfrazaba su tristeza de alegría y a esa alegría le ponía una máscara de indiferencia para que sus hermanos no se molestaran. “Son niños” decía solamente, ocultando para sí el afán de salir y regalarles los mangos y talvez un poco de ese cariño maternal que ya se había añejado en sus adentros.

El portón no era tal, consistía simplemente en dos postes de madera con cuatro vigas que se acoplaban horizontalmente a diferentes alturas, de tal forma que aparentaban una especie de cerca, la cual evitaba por lo menos el paso de los animales grandes. Para salir a la calle, únicamente se tenían que retirar de su lugar una o dos de las vigas que constituían aquella simbólica barrera. El resto del terreno estaba cercado con árboles y arbustos sembrados uno al lado del otro, de tal manera que también ofrecían un buen refugio. Allí dormían plácidamente la siesta marranos y perros que, bajo el influjo de la holgazanería, no les importaba compartir sus aposentos.

Esa tarde, la “trancada” como todos solían llamarle al portón, parecía ser más de lo que era, para Rosita representaba una frontera entre su mundo y el mundo de los demás. Por muchos años, para los tres hermanos, esa cerca había desempeñado el papel de barrera de protección e incluso de encarcelamiento voluntario, pero hoy las condiciones cambiaban y esta salida era distinta; la necesidad estaba de por medio y el único camino para Rosita era salir e ir más allá de donde jamás había ido en toda su vida. Un miedo terrible la invadió de pronto, como si un viento frío se hubiera metido entre sus huesos y amenazara con hacerlos estallar. No era para menos, Gabriel estaba muy enfermo y la única solución era que ella y solamente ella, fuera por un médico a Comalapa, la ciudad más cercana. Sin embargo, no conocía el camino ni sabía pedir ayuda y por eso el miedo fue incrementándose como una ola de enormes dimensiones que amenazaba devorarla. Cruzo la trancada y dudó hacia qué dirección encaminar sus pasos. Incluso el pueblo ahora parecía enorme para sus ojos y para su espíritu acostumbrado por siempre al silencio del encierro.

Rosita y sus dos hermanos nacieron en este pueblo y crecieron juntos, bajo la estricta vigilancia de sus padres, a quienes no les parecía adecuado que sus hijos tuvieran mucho contacto con otras personas, a lo mejor pensaban que al relacionarse con la gente sus hijos terminaran por abandonarlos. No es que los viejos fueran malos, simplemente exageraban en su afán de protección y cuidados para sus hijos y se sentían torturados por la idea de la soledad. Así que Gabriel y Rosario únicamente podían salir a las labores del campo y Rosita se abocaba a las actividades del hogar. Rosario y Rosita nacieron el mismo día y por eso compartían el nombre y el acta de nacimiento, aunque a él siempre lo llamaban Chayo y a ella Rosita.

Ninguno tuvo nunca el suficiente espíritu para sublevarse e ir en contra de los designios paternos. De jóvenes, la represión les pesaba todavía más y sin embargo, su carácter débil y pusilánime no estaba destinado a liberarlos. Aún así, a pesar de las restricciones y el confinamiento constante Rosita llegó a enamorarse en una ocasión; el tipo era un holgazán mujeriego que se llamaba Lorenzo y vendía piloncillo de casa en casa. Así fue como conoció a Rosita y la hizo caer en el embrujo del enamoramiento, mismo que la liberó paulatinamente de su prisión. A escondidas de su madre suspiraba con vehemencia por Lorenzo y hacía volar su imaginación hasta donde sus ideas y su inexistente experiencia se lo permitían. A lo mejor lo suyo no era totalmente un enamoramiento y aquel hombre sólo era un símbolo de que en el mundo existían otras esperanzas, porque la suya estaba más empolvada que sus viejas sandalias, hechas de cuero crudo y paciencia. Le hubiera gustado escribir el nombre de su amado, pero no sabía hacerlo; la escuela no había sido opción para ninguno de los tres hermanos. El viejo Andrés era quien mandaba y dentro de sus ideas no cabía el concepto de estudio; siempre se anteponía el de trabajo y obediencia. Para él sus hijos sólo podían ser hombres formales y rectos y Rosita, una mujer de casa, obediente y abnegada.

Rosita se dejó llevar por el sentimiento y su pasión llegó a los extremos del aturdimiento. Fue así como aceptó fugarse con Lorenzo una noche de octubre, cuando la luna parecía un farol en medio del cielo despejado. Salió de casa con sus dos únicas mudas de ropa y un corazón que amenazaba salirse de su pecho. Temía que sus latidos fueran a despertar a sus padres o que el corazón fuera a salírsele por la boca. Se encontró con su amado en la trancada y en ese momento sintió que las piernas se le doblaban y el aire le faltaba. Intentó regresar a la casa pero se contuvo ella misma. Lorenzo la abrazó y la tomó de la mano para tranquilizarla y evitar su arrepentimiento. Salieron a la calle y rodearon la casa para tomar el camino real hacia Comalapa, desde donde tomarían rumbo hacía El Progreso, lugar de donde era originario Lorenzo y donde vivirían juntos lo que les quedaba de futuro. Sin embargo, su futuro era algo extremadamente inestable y no llegaron muy lejos; apenas a tres calles de la casona fueron interceptados por su padre y sus dos hermanos. No había necesidad de candiles, la luna iluminaba el cielo y daba la idea de estar en un día nublado; los machetes si eran necesarios pues representaban los instrumentos con los cuales los ofendidos recuperarían el honor de la familia. Amenazantes, los tres hombres armados rodearon a la pareja y se quedaron mudos por unos minutos; Rosita pudo ver en sus hermanos aquellos rostros duros e inexpresivos que tanto detestaba y que ellos habían sabido perfeccionar con el paso de los años. Al fin habló Don Andrés; con una voz ronca y sin sentimientos, dirigiéndose a Lorenzo, dijo: “Si no te vas ahora mismo, mañana amaneces aquí tirado, degollado y despanzurrado, para que te devoren los marranos”; los tres blandieron los machetes dispuestos a cumplir la amenaza y Lorenzo salió disparado, como si un tren demoniaco repentinamente se hubiera atornillado a sus pies. Las calles le fueron insuficientes para correr y alejarse del peligro. Rosita vio cómo se perdía a lo lejos, horrorizado por las amenazas y no veía solamente alejarse a su hombre, con él también veía a su libertad, huyendo presurosamente de sus manos. Ella hubiera preferido que Lorenzo se enfrentara a su padre con el orgullo clavado en la mirada, no importaba que los dos quedaran tendidos en ese lugar, más muertos que la esperanza de vivir juntos. Mejor así que quedarse a maldecir fantasmas.

Allí fue donde su amor empezó a desvanecerse y allí mismo empezaron a secarse sus ansias de libertad y sus apasionamientos de mujer. Allí quedaron enterrados sus deseos. Sin embargo, poco a poco fue entendiendo que el amor no se suicida, pues somos nosotros los que, sin pensarlo, le vamos colocando la soga sobre el cuello, hasta que un día saltamos y quedamos suspendidos del rencor, que es un patíbulo al que, cuando menos, nos ata un sólido recuerdo.

Por eso y muchas otras cosas, Rosita hubiera querido odiar a sus padres y a sus hermanos, pero no pudo y entonces se odió ella misma por ser incapaz de sublevarse y no encontrar fortaleza en su corazón, el cual no volvería a latir nuevamente con tanta intensidad. Lorenzo había huido por su vida, pero para ella había muerto irremediablemente.

El tiempo pasó y los años empezaron a acumularse en su mirada, que siempre estaba como perdida en un horizonte inexistente. Murió su madre y después su padre y ella lloró como todos esperaban que lo hiciera, aunque en el fondo no quería llorar sino esconderse en un rincón a repasar su vida y buscarle un sentido a los resquebrajados e imperceptibles suspiros de su alma. Fue un llanto frío y premeditado que no se vio afectado por nada, ni siquiera por toda esa gente desconocida que se reunió en su casa con la intención de dar el último adios a sus padres. Gabriel y Rosario no lloraron porque sabían que a su padre le habría enfurecido que ellos lloraran, aunque por dentro sentían que una enorme y pesada loza les caía en la espalda. Hubieran querido llorar en vez de flagelarse con la incertidumbre del mañana.

Nadie los abrazó. La gente convino en darles el pésame simplemente sujetándoles el brazo y diciendo “lo siento”. La ausencia de sus padres pasó al olvido de la noche a la mañana y ellos tuvieron que volver a la realidad repentinamente, sin estar aún preparados.

La gran pregunta era ineludible y se presentaba ante ellos como un gigante descomunal que reclamaba atención inmediata. No podían postergar más este enfrentamiento; en sus cabezas sólo martilleaban esas palabras: “¿Y ahora qué haremos?”…

Gabriel era el hermano mayor y por lo tanto le correspondía tomar la responsabilidad. Chayo y Rosita eran menores y se refugiaron en ese hecho hasta donde les fue posible, de tal forma que encausaron todas las decisiones hacia su hermano. Así fue como Gabriel tomó las riendas de la casa, con más miedo que convicción. Al principio fue muy difícil, la gente y las costumbres habían cambiado mucho y ellos estaban aislados en el centro de la Colonia, en la cual ya había energía eléctrica, aparatos de radio e incluso televisores; dos o tres personas tenían camionetas de carga y ofrecían el servicio de transporte hacia Comalapa. Había comercios y mucho movimiento, incluso se había construido una escuela secundaria muy cerca de donde vivían. Ellos estaban muy atrás y por esa razón no consideraron la idea de acoplarse al nuevo mundo y al ritmo tan acelerado con el que lidiaba la gente.

La decisión fue clara, la casa seguiría siendo iluminada por los candiles y por la luz de la luna y ellos seguirían haciendo sus caminatas hacia la ciudad, tomando el camino solitario de la montaña, sólo cuando fuera necesario. Gabriel se convenció a sí mismo y luego convenció a sus hermanos que la energía eléctrica y, en general, todos los demás adelantos, eran sumamente peligrosos y más valía no tentar al Diablo en esos terrenos.

Por muchos años en sus cabezas se libraron batallas religiosas de magnitudes inimaginables. Siempre ganaba el Diablo, porque era bueno y les permitía librarse de las culpas y los miedos, aceptando sin reproches ser el responsable de todas las vicisitudes que por decreto tenían que soportar. Dios se quedó más allá de la trancada, esperando inútilmente el día en que lo llamaran.

Las cosas siguieron por el mismo camino y la administración de Gabriel fue peor que la de su padre; se metió en tantos problemas y deudas que no tuvo más remedio que poner en venta la mayor parte de sus propiedades. Al final, únicamente poseían un pequeño terreno y la vieja casona donde vivían. Sin embargo, las deudas no se terminaban y la única forma de mantenerlas controladas era trabajar continuamente como jornaleros. No aceptaban ayuda ni consejos de nadie y temían desesperadamente a los cambios, talvez porque a ellos los cambios habían terminado por hundirlos.

El tiempo siguió pasando y los años no disiparon sus angustias y sus temores. Gabriel envejeció más de lo esperado y cayó enfermo varias ocasiones, pero nunca con tanta gravedad como en esta ocasión. Sus pulmones enfermizos y debilitados por el cigarro fabricado en casa ya no soportaban más, su rostro lleno de arrugas trataba sin éxito de contener el dolor y la desesperación, pues estaba consciente de que sus hermanos eran totalmente dependientes de él y en poco podrían ayudarlo al quedar incapacitado. Se sentía morir; veía a la muerte jugueteando a su alrededor y nuevamente culpaba de todo al Diablo. No había más opción, Dios ya no esperaba al otro lado de la trancada.

Rosita alzó la mirada nuevamente; un cielo azul y con pocas nubes la vigilaba desde arriba, su nerviosismo y su desesperación se incrementaban a cada minuto; volvió a escuchar a su corazón latir desenfrenadamente dentro de su pecho, como aquella noche en que Lorenzo se llevó muy lejos su libertad. Hacía años que no pensaba en Lorenzo ni siquiera para maldecirlo, aunque realmente sus pensamientos no eran para el hombre, sino para aquella vida que le arrebataron de las manos. Empezó a caminar y su nerviosismo fue bajando de intensidad; sólo eran tres cuadras hacia la terminal donde tomaría el transporte que la llevaría a Comalapa. Gabriel le había dado algunas vagas instrucciones que ella olvidó de inmediato. Caminó un poco más y se detuvo bajo la sombra de un árbol; se sentó en la banqueta a repasar sus desdichas y a esperar que el día pasara y se llevara consigo tantos miedos y pensamientos extraños. No fue a ninguna parte ni quiso que sus pies la encaminaran de vuelta a casa. En sus pensamientos, una figura mental muy parecida a sus diablos, le ordenó quedarse y tirar todas esas culpas al arroyo, al igual que aquella tarde de febrero, cuando buscaba por las calles del pueblo, un curandero para su padre.

La noche se aproximó sigilosa como un tigre y con ella llegaron los primeros atisbos de luna, un viento fresco y la certeza de que al día siguiente, Gabriel le haría repetir aquel llanto frío y premeditado que ya empezaba a disfrutar.


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