La vida está llena de pausas inesperadas, silencios que duelen y recuerdos que pesan como piedras. Hay momentos en los que sentimos que todo lo que amamos se quiebra de golpe y que no queda nada más que vacío. Sin embargo, detrás de esas grietas se esconde una fuerza silenciosa y poderosa: la resiliencia.
Resiliencia no significa olvidar ni ignorar lo que pasó. Es, más bien, la capacidad de mirar la herida y aun así decidir caminar. Es aprender que las cicatrices no son manchas, sino mapas que cuentan nuestra historia. Son la prueba de que sobrevivimos, de que seguimos aquí, de que la vida no nos venció.
Así como un árbol desnudo en invierno parece muerto, pero en primavera florece más fuerte; como un río que se esconde bajo tierra y vuelve a brotar con más fuerza; como el sol que permanece oculto detrás de las nubes pero regresa con más claridad… así también el ser humano puede renacer después de las tormentas. Incluso las vasijas rotas, selladas con oro, se convierten en piezas más valiosas gracias a sus fracturas.
La resiliencia nos enseña a no quedarnos atrapados en el dolor, sino a transformarlo en aprendizaje. Nos recuerda que lo verdadero no se pierde, solo se transforma. Que el amor real no necesita condiciones ni explicaciones, porque su fuerza está en la capacidad de renovarse y volver a brillar.
En cada silencio hay una semilla. En cada pausa, una oportunidad. Y en cada caída, un terreno fértil… esperando el momento para renacer.
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