15 de marzo del 2020. Al mundo lo sentí detenerse, ni siquiera el aire que respiraba se sentía igual que el aire del día anterior; pero de algo no pude darme cuenta en aquel momento, y era que no solamente el mundo ya no iba a ser el mismo, sino que mi mundo tampoco. Desde que tengo uso de razón todo ha sido planificado en mi vida, me consideraba una persona con interminables planes a futuro, tantos que ni siquiera me detenía a disfrutar del presente. Mi padre había sido un padre ausente, y ahora enfermo, al que apenas veía y que de vez en cuando me generaba unas crisis emocionales, las más interesantes de mi vida en aquella época; aquellas crisis que te hacen sentir que tu vida es la más difícil del mundo, cuando la realidad es que estás lejos de tener una vida siquiera complicada. La ausencia de mi padre me hacía odiar la incertidumbre y la presencia de mi madre hacía que sobreviviera a la vida llena de esta misma. Sin embargo, la pandemia llegó y mi mundo entero cambió.
Hasta el momento, había soportado la incertidumbre de la vida a la que todos estábamos acostumbrados. Incertidumbre de no saber si aquel novio de la secundaria te va a durar toda la vida, incertidumbre de no saber si pasarás el curso de matemática, incertidumbre de no saber a qué edad te vas a casar, de no saber si tendrás el trabajo de ensueño, de no saber hasta cuándo te durará tu mascota. En fin, aquella incertidumbre la cual nos incomoda pero no tanto como para querer lanzarnos de un acantilado. La incertidumbre de la pandemia, por otro lado, hizo que me quisiera lanzar no de un acantilado, sino de unos cuantos miles. Y es que al igual que muchas familias de clase media y de clase media baja, y a diferencia de las familias privilegiadas y adineradas, la pandemia llegó como un balde de agua helada, tan helada que se nos encogía el cuerpo, se nos entumecían las extremidades mientras esperábamos un rayo de Sol que nunca llegaba. Entre más se nos entumecían los dedos, menos esperanzas teníamos de que el Sol saliera, y más era la niebla que se burlaba en nuestras caras de estar tapando el Sol, que lo necesitábamos tanto.
El poco dinero guardado se acababa, otro mes más de alquiler sin pagar se asomaba a la vuelta de la cuadra y mi madre, que siempre había significado el sostén más fuerte de mi vida, parecía estar debilitándose. Mi madre tenía un restaurante de comida, aquel negocio que nos hizo salir adelante a mi hermano y a mí, que nos dio tantas alegrías, tantos lujos, tantas oportunidades, tantos juguetes en mi infancia y hasta el momento mi educación, hoy era nada más que un local cerrado sin poder ofrecer ni un vaso de agua. Cuatro meses aguantamos, cuatro meses anhelando un rayito de luz que dijera: no se asusten, solo fue un mal rato; pero nunca llegó, y con el anhelo desplomado en el vacío de mi mente empaqué todo lo que por veinte años había sido mi hogar. La incertidumbre de saber qué iba a pasar ahora con mi vida era tanta que mi cerebro decidió crear un bloqueo de pensamiento y emociones, y solo vivía en automático. Mi consciencia sabía, tan segura de ella misma, que no iba a aguantar ver todos mis sueños y planes desmoronados, y decidió no pensar en ello. Hasta que un día, al mes de habernos mudado y regresado a la casa del pueblo de donde venía mi madre y donde se encontraba mi abuelo y mi tía, todo lo que no quería darme cuenta se me hizo realidad. Dejé la universidad porque mi madre no podía afrontar más deudas; de hecho, ya debía un semestre entero que no tenía idea de cómo iba a poder pagarlo. Todos mis amigos los había dejado en la ciudad donde viví desde los tres años, apenas y había dinero para la comida del día a día, hacía meses que no me compraba algo nuevo, que no salía al cine, que no me divertía sin preocupaciones. Pero lo más preocupante fue que hacía meses que no pensaba en mi futuro, ni en mis planes, ni en mis sueños. Y me di cuenta en aquel momento, echada en aquella cama vieja de la casa de mi abuelo y con el cantar de los gallos de fondo, que había renunciado a mis sueños.
Lo intenté, de todas maneras. Intenté obtener beneficios económicos, becas universitarias que sabía muy bien que no iba a conseguir porque tan segura estaba de tener educación que no me esforzaba por sacar notas sobresalientes para obtener alguna beca a futuro. Todas las puertas se me cerraron, era como si la vida se hubiera empeñado para que no continuara estudiando. Y así como ven que estaba culpando la vida, de igual manera quise culpar a todos de lo que me estaba pasando. Me sentía en un pozo sin salida, y culpaba a mi padre por habernos abandonado y no ayudar económicamente a la familia. Me sentía vulnerable, y culpaba a mi madre por no haber organizado el dinero de una mejor manera. Me sentía aislada, y culpaba a esta casa antigua, a este pueblo y sus gallos y a sus calles desiertas en medio de la nada. Me sentía avergonzada, y culpaba a la ropa antigua que me vestía, a las paredes de esta habitación tan rústica, a su techo de palos y paja, a las cortinas llenas de polvo, a las mesas y las sillas, a la cocina tan maltratada. Sentía un gran odio por todos y todo, porque a la que más odiaba era a mí misma. No podía creer que mi padre no estuviera para mí, porque no podía creer que nunca me atreví a recriminarle nada. No podía creer que mi madre ahora no tenía dinero, porque no podía creer que yo había sido tan indiferente con ella y su trabajo. Y así, de haber pasado toda una vida pensando solamente en el futuro, ahora me la pasaba pensando solamente en el pasado.
Más meses pasaron y de alguna manera acepté esa realidad, sin abrazarla ni acogerla, solamente la acepté, como aceptas a la novia o novio de tu mejor amiga o amigo; no te llevas bien con esa persona, pero la terminas aceptando. Me acostumbré. Aquella incertidumbre ya no pasó a ser incertidumbre porque ya no tenía ansiedad del futuro, sino que pasó a ser resignación porque me estaba entregando voluntariamente a un futuro que no pintaba bien ante mis ojos. La casa pasó a ser nuestro refugio en cuarentena, pero también nuestra cárcel. Mi abuelo y mi tía vivían con nosotros, éramos cinco personas en una casa grande y pocas habitaciones, típico de las casas de aquel lugar; y cada uno de nosotros vivía la pandemia de una manera distinta. Mi hermano era una persona ya adulta, me llevaba catorce años, y es de las personas más herméticas que he conocido en mi vida; muy contrario a mí, que me la pasaba llorando en alguna esquina de la casa, a él nunca lo encontrabas triste ni preocupado, por más preocupaciones que tuviera su vida, y sí que las tenía. Mi tía, ya una persona de sesenta y tantos años en aquella época, atravesaba desde antes de pandemia una depresión que la llevó a tomar pastillas; un ser tan vulnerable como yo, pero a la vez tan indescifrable como mi hermano, y es que a veces la veía tan tranquila, pero sus ojos me decían lo contrario. Mi madre que, a decir verdad, si no hubiera sido por ella la casa se hubiera desmoronado; qué difícil la tuvo ella, haber perdido toda su estabilidad a una edad donde uno no esperaba encontrarse inestable, y encima cargar con las vulnerabilidades de todos que parecían, inconscientemente, tratar de destruir la casa. Era ella contra nuestras debilidades, era ella contra las adversidades que llegaban día a día; y me parece que nunca terminaré de agradecerle el simple hecho de habernos obligado y enseñado a subsistir cuando el aislamiento de mi hermano, la fragilidad de mi tía y mi resignación y decaimiento hacían todo más difícil. Mi abuelo, por otro lado, no lo considero como un problema. Ochenta y tantos años nunca habían lucido tan bien en una persona. Era vulnerable pero no frágil, su edad lo hacía necesitar de cuidado y mimos, su edad lo hacía más perceptivo y emocional, pero su edad también fue la misma que lo hizo tener una coraza tan fuerte que lo veías a través de sus ojos. A mí me impresionaba cómo los años vividos hacían a una persona tan respetable. ¿Cómo percibir que una persona lo sabe todo a pesar de que no hiciese nada? Pero así fue, mi abuelo no hacía muchas cosas en la casa, pero estaba más que descrito que lo sabía todo.
Es aquí el momento donde posiblemente uno dice: entonces me di cuenta de que no era la única persona sufriendo la pandemia, y salí adelante junto a mi familia. Pues, sí y no. Encontré un trabajo virtual o, mejor dicho, aquel trabajo virtual me encontró; y es que no me esforcé ni moví un pelo por conseguirlo. Me encontraba tirada en la cama viendo historias de Instagram cuando de pronto vi la historia de una amiga trabajando en su cama con su laptop. Le pregunté en qué estaba trabajando y, en vez de responderme, me respondió con otra pregunta: “¿sabes inglés?”. Por supuesto que sabía inglés, fue lo mejor que me dejó obsesionarme por más de cinco años con One Direction; hablaba inglés a la perfección y, mágicamente, el jefe de mi amiga estaba buscando a más personas para aquel trabajo. La vida pareció tomar color nuevamente, y a pesar de no parecerse ni de cerca a mis planes y objetivos pre-pandemia, lo acepté y acepté aquella la alegría que desbordaba mi cuerpo porque hacía meses que solo vivía en blanco y negro. Era el trabajo soñado para una persona en pandemia, trabajar desde casa, en pijama y sin tener que salir de tu burbuja protectora antivirus. Imagínense flores de todos los colores alrededor de mí y con la canción Bucket Full of Sunshine de fondo, porque así era cómo yo me sentía. Pero la vida me enseñó otra lección: ni la tristeza ni la alegría duran para siempre.
Mi abuelo y yo fuimos los primeros en dar positivo para covid-19. Le siguió mi hermano, luego mi madre y luego mi tía. Por Dios, aquella felicidad de encontrar trabajo y de sentir que salía del hoyo emocional en el que estaba fue derrumbada por una bola de demolición que tenía un letrero pegado que decía “te la creíste, tonta”. Y todas las veces que pude recordarme a mí misma llorando por extrañar a mis amigos, por extrañar la universidad, por extrañar mi vida anterior, se hicieron nada cuando el doctor me dijo que mi abuelo no se iba a salvar y que a mi madre, si no mejoraba en las últimas veinticuatro horas, se la iba a tener que llevar de emergencia a UCI. De pronto, extrañaba mi vida hacía dos semanas, quería volver a estar echada al lado de mi madre en esa habitación con techo de palo y paja, riéndonos de cualquier cosa que nos estuviésemos riendo. Quería estar al lado de mi abuelo viendo Friends y escuchando su risa ante alguna broma de Ross, misma broma que posiblemente ya había visto como diez veces antes, porque FOX repetía los mismos capítulos. Quería ver a mi tía leyendo algún libro en el patio de la casa y no verla tirada en su cama con un balón de oxígeno. Quería ver a mi hermano encerrado en su cuarto, viendo películas o durmiendo, y no verlo llevando y trayendo balones de oxígeno. Quería verme a mí misma sufriendo por cosas sin sentido y no verme administrando medicamentos de mi abuelo, mi madre y mi tía. Pero sobre todo, quería que no dependiera de mí si vivían o morían, y a pesar de que ahora sé que aquello nunca dependió de mí, en ese momento lo sentía tan real que hasta la fecha siento el desgarro en el corazón cuando vi a mi abuelo, la persona que me crió y que significó el mejor padre para mí, apagarse lentamente. Mi abuelo necesitó más de veinte litros de oxígeno al día, mi madre diez y mi tía ocho. Todo ocurrió en un mes y, a diferencia de los meses anteriores donde me la pasaba lamentando mi existencia y mis fracasos, en este mes no hubo un día que pensara en mí. Fue un mes dedicado a ellos, a las personas con las que convivía hacía ya un año en aquella casa de campo, las mismas que a veces ignoraba todo un día porque ya hasta estaba cansada de verlos tanto. Yo no era religiosa, ni lo soy, y me encontraba hasta dudando de la existencia de un Dios, pero en aquellos días le recé a Dios, a Buda y al universo para que se pudieran salvar. A la incertidumbre de aquel momento y todo lo que me hizo sentir no se le compara ni por un segundo la incertidumbre a la que estaba acostumbrada. Todos se salvaron, menos él.
Mi abuelo se fue por una neumonía producto del covid-19 un veintiseis de mayo por la noche, con la enfermera, mi hermano y yo al lado de su cama, y sus dos hijas en las dos habitaciones de al lado sin poder moverse ni levantarse para despedirse de él por última vez. Sus manos, en donde yacían las mías dispuestas a aferrarse a él, se enfriaban con el pasar de los minutos, aquella respiración torácica propia de la neumonía se hacía más lenta. Ese corazón, que lo escuché latir tantas veces, apenas y se escuchaba, y esa piel morena y delicada iba perdiendo su color. Mi amor se iba con él, mis recuerdos tomando lonche con él, aquellos abrazos y esos ataques de besos que lo hacían molestar también se iban con él. Su risa nunca más la iba a escuchar, sus historias de niño, sus reniegos, sus bromas e indignaciones cuando le decía que no me gustaba el picante de pallares. Dios mío, su voz nunca la iba a volver a escuchar, y me preguntaba si alguna vez me iría a olvidar de cómo se escuchaba mi nombre salir de sus labios. Nuestra historia había acabado en ese momento. Y ahí lloré, pero lloré de verdad, no lloré por capricho, ni por nostalgia, ni enfurecida, ni por vergüenza; lloré por tristeza, por una tristeza tan profunda que sentía que alguien me arrancaba las entrañas con sus manos y las tiraba al piso sin piedad.
Nunca antes la vida me había golpeado tanto. Nunca antes la vida me había hecho cuidar de mi madre, de mi tía y de mi abuelo. Nunca antes la vida me había hecho limpiarles todo lo que se pueden imaginar. Nunca antes la vida me había hecho darles medicamentos, limpiarles sus habitaciones, alimentarlos. Nunca antes la vida me había hecho sentirme en tanta soledad. Y nunca antes la vida me había hecho sentir gratitud, porque mi madre y mi tía mejoraban, al mismo tiempo que sentía un duelo tan grande como aquel.
A la semana siguiente, vi a mi madre caminar por primera vez después de un mes entero postrada en cama, y caminé al patio de mi casa donde los cinco solíamos tomar Sol de vez en cuando. La vida cambió, nuevamente, pero esta vez más rápido. En quince días el cuerpo de mi madre yacía en la cama sin poder mover un dedo, en veintiséis días falleció mi abuelo. Aquellas tardes en el patio bajo el Sol que ya se nos había hecho costumbre se esfumaron. Nunca más podrá darse aquello, nunca más. Y fue ahí donde me di cuenta que la vida es tan incierta, que lo único que nos queda es disfrutar del presente. El pasado ya pasó y no se puede cambiar, el futuro puede resultar de mil y un maneras posibles. El presente es lo único que puedes moldear, que puedes contemplar, que puedes aprovechar.
Ahí, en el mismo lugar donde culpé a la vida, entonces le agradecí. Le agradecí por darme el último presente con mi abuelo, que no fue poco sino fue un año completo. Un año completo de despedirme todas las noches con un beso y un abrazo excesivamente cariñoso, un año completo de ver Friends con él, un año completo de acompañarlo afuera de la casa a respirar aire puro. Un año completo, que fue su último año, pero también un año de amor puro. Le agradecí a mi padre porque, estuviese donde estuviese, me dio la vida y la capacidad de vivirla y sentirla, porque aquello fue suficiente y porque permitió que amara a mi abuelo tanto como lo amo ahora. Le agradecí a mi madre, aquella mujer maravillosa, que lo único que hizo fue sacarnos adelante sola, renunciando a los planes que seguramente tenía de joven, pero creando otros nuevos; porque a ella no le importa si tiene diez mil billetes o un centavo, ella siempre sigue adelante con su espíritu elevado. Le agradecí a esta casa, misma que construyó mi abuelo, llena de historias y llena de recuerdos; esta casa, que fue la única que nos acogió en aquellos tiempos. Le agradecí a este pueblo, que prendió velas en toda la cuadra cuando mi abuelo partía y mi madre y mi tía seguían postradas en cama; este pueblo, que hasta nos daba dinero para poder afrontar todos los gastos de la enfermedad. Le agradecí a la ropa antigua que me vestía por el simple hecho de vestirme, a las paredes de estas habitaciones tan rústicas por cuidar de mi familia, a sus techos de palos y paja, a las cortinas llenas de polvo, a las mesas y las sillas y hasta a aquella cocina maltratada.
Le agradecí a mi nuevo hogar, a mi nueva vida, a mi nueva realidad. Solo así, abrazando lo incierto y aceptando el momento, mi vida pudo cambiar. La alegría es momentánea, pero los tiempos difíciles también. Yo salí adelante, cometiendo mil errores, eso sí, pero aprendiendo de cada uno de ellos. Y es que los errores te llevan al acierto del mañana. Mi madre consiguió un nuevo trabajo, donde la ayudé y me involucré mucho más por el negocio familiar, volví a estudiar, volvimos a tener oportunidades, salidas al cine, risas sin preocupación. Creé mis propios sueños nuevos en base a mi nueva yo, porque gracias a lo que viví en la pandemia pude transformarme de la mejor manera posible, pude tomar las oportunidades y valorarlas mucho más. Además, no he olvidado cómo sonaba mi nombre en los labios de mi abuelo; su voz persiste en mis pensamientos, también sus sabios consejos. Ahora puedo decir que me encuentro tranquila, no sé si mañana lo estaré, porque la incertidumbre nunca dejará de ser parte de mi vida. Lo que sí sé es que disfruto de mi presente y, cuando no lo hago, lo moldeo siempre que pueda para salir airosa desde donde me encuentre; porque prefiero sonreír en el momento, que estar preocupándome por sonreír después.
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