Reina de Cristal

Las cosas no estaban saliendo exactamente como Hannah había planeado. El atractivo de aquel chico era más que evidente y su halo de misterio le había hecho olvidar uno de sus principios fundamentales: No mezclar placer y trabajo. Pero, aunque a priori el encuentro podía parecer una coincidencia desafortunada, la noche parecía repartir buenas cartas. Hannah se repetía que sólo era un polvo y que no tendría que verle nunca más. Le había invitado a subir arrullada por el alcohol y por aquella mano que no se había despegado de su cadera, que la hacía sentir bastante bien. Ya en su casa, y en su cama, había resultado ser bastante atento y cariñoso, lo que no se prodigaba por el gremio. Nada de tirarle del pelo o empujarle la cabeza mientras se la chupaba, algo que odiaba. Cualquier día vomitaría los bourbons de la vergüenza sobre la polla de turno, y lo tendría bien merecido.

Pero pese a todo, él no sabía aún quién era ella. Se había acercado en la discoteca, después de la redada policial. Ella, o sus tetas, solían pasar muy desapercibidas ante la chusma de antivicio, cuya prepotencia la pensaba incapaz de dirigir una de las redes más importantes de Portland, mientras en las calles se la conocía como Crystal Queen (Reina de Cristal), ya que su identidad continuaba siendo un secreto. Crack, M, coca, no se le escapaba nada. El truco residía en que no la ficharan, llevar poco efectivo encima, dejar que la droga y el riesgo los corrieran otros, y lucir un prominente escote que distrajera a los agentes. Ninguno se acordaba bien de su cara, nunca. Por eso, una vez se hubo marchado la policía, cuando John, ¿o era Tom?, se le acercó a ofrecerle algo para quitarse el susto, Hannah entendió que había encontrado lo que buscaba. Alguien a su altura, que sabía pasar desapercibido y ocultar la mercancía sin alterarse, volviendo a la normalidad sin más aspavientos.

No sabía quién había seducido a quién, porque ambos habían seguido el juego del otro, pero él le había demostrado algunas de las cualidades que buscaba en los suyos, y decidió tirar del hilo un poco más para comprobar si realmente había material detrás de aquella mirada despierta. Y lo que había ido descubriendo la había conquistado laboral, intelectual y, por qué no, físicamente.

Llevaba meses buscando a alguien a quién encargarle un nuevo negocio que podía ser bastante lucrativo, pero no había encontrado a la persona. Tom, ¿o era Sean?, parecía reunir las cualidades necesarias: conocía el ambiente, era capaz de trabajar casi delante los maderos y su aplomo y seducción eran como para tenerlos en cuenta. Eso pensaba después del segundo orgasmo, mientras caía aún temblorosa a su lado.

Lo único que faltaba era comprobar su lealtad. No podía confiar en un drogadicto que se dejase engatusar por la misma droga que vendía, porque en cualquier momento podía desaparecer con la mercancía. Tampoco podía tratarse de un muerto de hambre por dinero. Tenía que ser alguien del ambiente, un hombre de negocios con cierto savoir faire y un gusto desarrollado por un cierto nivel de vida. De los que no huirían con el dinero para saldar una deuda carcelaria, si no que preferirían quedarse para sacar el máximo provecho a las ganancias futuras. Y todo se podía entrever en el nivel de vida que llevaba, la ropa de marca que vestía y el coche en el que habían ido juntos a su casa.

¿Y cómo demostrar que no era un adicto bien vestido? Mientras él se deshacía en el baño del condón usado, Hannah había dejado en la mesilla una abultada bolsa con una cantidad muy poco desdeñable de su mejor coca, esparciendo torpemente un poco sobre el ébano, para que el polvo blanco destacara. Si al despertar el alijo seguía allí, podía empezar a plantearse las cosas en serio. Con ese pensamiento se durmió, entre la confianza y la trampa. No sentía temor por su integridad, más bien la dominaba la curiosidad por saber qué sería, si socio o traidor.

Cuando la resaca y la luz del sol golpearon sus párpados, Hannah vaciló un segundo antes de recordar que no había dormido sola esa noche. Extendió el brazo izquierdo, pero sólo encontró un colchón vacío. Fue entonces cuando recordó las condiciones de su trato no explícito y rodó hasta el borde de la cama para disfrutar de la visual. La coca estaba intacta.

Se echó un batín de raso celeste con el fin de cubrirse, no por pudor, si no para trabajar con comodidad, y se acercó a la cocina americana con su pulida encimera roja. Él manipulaba la cafetera con destreza y se volvió con dos tazas humeantes.

  • – Buenos días, reina – la saludó.
  • – Buenos días, esto… ¿Bob? Disculpa, creo que no escuché bien tu nombre – respondió azorada.
  • – No pasa nada, me llamo Som, mi Reina de Cristal.

Y la nuca se le erizó.

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